Creación de las estrellas y los planetas, Michelangelo Buonarroti. Capilla Sixtina |
« Nació como una religión universal, con un solo Dios y un mensaje nuevo,
de amor, redención, fraternidad y devoción; se dotó de instituciones eficaces y
desarrolló una exitosa estrategia de evangelización a través de monasterios y
abadías, modelos de vida piadosa y conducta ejemplar. El triunfo del
cristianismo fue consecuencia de su dinamismo espiritual y doctrinal»
En el conflicto entre cristianismo y paganismo en el siglo IV,
Arnaldo Momigliano recordó que el «mundo», al adquirir una nueva religión a
partir del Edicto de Milán del año 313 del emperador Constantino, tuvo que
aprender una nueva historia. El nacimiento de Cristo, y no la fundación de
Roma, devino el acontecimiento capital de la Humanidad, la fecha fundamental
para la datación de años, siglos y acontecimientos. Al hacer de la llegada de
Cristo el hecho esencial del destino del mundo –San Agustín en La ciudad de
Dios, c.413-26– y diferenciar entre historia antes y después de Cristo, el
cristianismo impuso, en efecto, una visión lineal y no cíclica del mundo, y dio
razón del hombre y de su presencia en la Tierra.
Ciertamente, la expansión del cristianismo fue lenta y problemática. Los
francos se convirtieron a fines del siglo V; los visigodos (Recaredo), en el
año 587; anglo-sajones, irlandeses, escoceses, lombardos y eslavos, a lo largo
de los siglos V a VIII; los rusos, en el 989. Su historia, jalonada en sus
primeros siglos por continuas y graves disputas teológicas y doctrinales (sobre
la divinidad de Cristo, el culto a los santos, las imágenes, los ritos, la
gracia,…), fue complicada, difícil. El Cisma de Oriente provocó en 1054 la
ruptura irreversible entre católicos y ortodoxos.
Con todo, la historia del cristianismo tuvo mucho de asombroso: de secta
minoritaria, y objeto de brutales persecuciones todavía en los siglos III y IV,
a religión oficial del Imperio en el año 391, y a religión, luego, tanto del
Imperio Bizantino como de Europa occidental y central, como sancionó la
coronación de Carlomagno como Emperador de Romanos por el Papa León III en la
Navidad del 800. La protección de Constantino le conquistó el Imperio Romano.
El Imperio Bizantino (479-1453) –religión ortodoxa, cultura griega, derecho
romano– hizo del cristianismo la religión oficial, y de la Iglesia Ortodoxa, un
poder legitimador del Estado bajo la protección del Emperador. Pipino el Breve,
rey de los francos, creó (año 756) los Estados Pontificios –Roma, el exarcado
de Rávena y la «marca» de Ancona–, en el marco de una alianza entre el Papa y
la dinastía carolingia (que culminó con Carlomagno) decisiva para la
cristiandad occidental.
El triunfo del cristianismo no fue, sin embargo, un hecho político. El
Papado aspiró siempre a ejercer el poder espiritual sobre la Cristiandad, libre
de injerencias de todo poder político y laico, incluido el poder imperial, y a
asegurar la independencia y soberanía de los Estados Pontificios. La separación
entre Iglesia y Estado –un hecho capital para la organización de los estados
occidentales– no se consolidó sino después de largos y gravísimos conflictos,
como la querella de las Investiduras entre el Papado y el Imperio Germánico
(excomunión del emperador Enrique IV por el Papa; deposición de Gregorio VII
por el emperador), desencadenada cuando Gregorio VII prohibió en 1074 que los
clérigos pudieran recibir cargos de los laicos; o como la lucha en Italia en
los siglos XII y XIII entre el Pontificado y el Imperio, regido ahora por los
Hohenstaufen. El arzobispo de Canterbury, Thomas Becket, fue asesinado en 1170
en su propia catedral por orden del rey Enrique II, por defender las libertades
de la Iglesia frente a las pretensiones abusivas del poder real.
El triunfo del cristianismo fue consecuencia ante todo de su propio
dinamismo espiritual y doctrinal. El cristianismo, cuyo fundador, Jesucristo,
era una figura histórica conocida por los fieles por los escritos de sus
discípulos, nació como una religión universal, con un solo Dios y un mensaje
nuevo, de amor, redención, fraternidad y devoción. Su práctica conllevaba la
celebración regular de cultos y rituales colectivos que mantenían la fe: el
bautismo, el Credo, la eucaristía, la lectura de los Evangelios, la misa. El
cristianismo se dotó enseguida de organización e instituciones eficaces (papas,
concilios, patriarcas metropolitanos, obispos, sacerdotes), y desarrolló una
exitosa estrategia de expansión y evangelización, reforzada por la memoria y el
culto de santos y mártires, cuya pieza fundamental fueron monasterios y
abadías, surgidos en los siglos IV y V como modelos de vida piadosa y conducta
ejemplarizante: trabajo, pobreza, castidad, oración.
El cristianismo fue una nueva moral, una nueva cultura. La traducción de
los Evangelios al latín (San Jerónimo, siglo V) dio a la Cristiandad un
lenguaje universal. La obra de los primeros «doctores» de la Iglesia –San
Ambrosio, San Agustín, San Juan Crisóstomo–, que sistematizó la Teología y las
enseñanzas cristianas, le dio una doctrina sustantiva. El pensamiento de San
Agustín (354-430), que se ocupó de la Trinidad, la gracia, la predestinación,
el mal y el libre albedrío, el matrimonio, el sacerdocio y la sexualidad,
suponía una nueva espiritualidad, ya muy alejada del mundo greco-romano, que
hacía del cristianismo una filosofía de salvación mediante la redención del
hombre por el sacrificio de Jesucristo en la cruz. Los papas San León Magno
(440-461) y San Gregorio Magno (592-604) supieron afirmar su autoridad,
delimitar la jurisdicción eclesiástica, definir los principios y prácticas
litúrgicas de la Iglesia, y mantener Roma bajo su control, hecho capital en el
fortalecimiento del Papado. La aparición y expansión del Islam a partir del año
622 supuso una grave amenaza. Pero, al tiempo, reforzó la identidad de la
Cristiandad, fijó sus fronteras y hasta le dio un objetivo: la recuperación de
Tierra Santa. El Imperio de Carlomagno, nieto de Carlos Martel, el noble
franco-germano que detuvo la expansión árabe en Poitiers en el año 732 –un
imperio, como veíamos, cristiano-romano-germánico–, abarcó casi toda Europa
occidental. León IX (1049-54) y Gregorio VII (1073-85), dos papas enérgicos,
hicieron resurgir el Papado –tras el siglo nefasto que para la institución
había sido el siglo X– mediante la exaltación de los ideales religiosos,
reformas de la vida eclesiástica y monástica, y la afirmación del poder del
Papa sobre la Iglesia y frente al poder imperial. Con Inocencio III
(1198-1216), que aplastó la herejía de los albigenses en el sur de Francia y
aprobó las órdenes religiosas de franciscanos y dominicos, la Iglesia se
constituyó ya como una verdadera teocracia pontificia.
EL triunfo del cristianismo fue, pues, indiscutible. A partir del siglo IX,
miles de peregrinos recorrerían Europa en pos de localidades, como Santiago deCompostela, la propia Roma, Colonia o Canterbury, que guardaban reliquias (el
cuerpo de un apóstol, fragmentos de la Cruz,…) de especial veneración para los
cristianos. Para el historiador del arte Gombrich, la expansión del arte
románico entre los siglos X y XIII –miles de iglesias y monasterios a lo largo
de la Cristiandad occidental– revelaba la existencia de una «Iglesia
militante». Monasterios y abadías eran, hacia el año 1000, los verdaderos
centros de la cultura en Europa.
ABC
22.12.12 Juan Pablo Fusi
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ResponderEliminarmuy interesate
ResponderEliminarmuy interesate
ResponderEliminarBien
ResponderEliminarchido
ResponderEliminark kaka tu info
ResponderEliminarNecesito resumen
ResponderEliminarMuy buenas apreciaciones, me parece interesante éste blog y sus artículos publicados analizando diversos episodios sobre la religión, me gustaría que no olvidemos que rezar nos puede ayudar a fortalecer nuestra fe en Dios.
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