En el siguiente artículo Agapito Ramos y Jorge
M. Reverte aclaran conceptos
centrales de la vida política como son legalidad y soberanía popular y
afirman la primacía de la ley sobre la soberanía popular. Es la ley la
que permite la soberanía, es la ley la que permite la democracia.La
contraposición entre legalidad jurídica o ley y la legalidad democrática es un sinsentido.
Nada, ni siquiera el pueblo, puede situarse por encima de la legalidad
Hay palabras
que, combinadas, adquieren una potencia que, como algunos cocktails,
pueden llegar a provocar efectos de ebriedad en quienes las usan sin el
suficiente conocimiento. La combinación de soberanía y popular, por ejemplo,
emborracha en muchas ocasiones a sus usuarios tanto como la mezcla de las
inglesas gin y tonic.
Una utilización
inteligente de cualquiera de las dos combinaciones proporciona placer, una
sensación ligera de euforia y, a veces, una agudización atemperada y soportable
del ingenio. Pero el abuso convierte a quien lo comete en alguien que llega a
ser capaz de decir insensateces y convertirse en una amenaza para los demás.
Un abusador de
la combinación gin y tonic puede, por ejemplo, asegurar que está
en condiciones idóneas para conducir su coche. Y un
abusador de soberanía y popular puede llegar a afirmar que está por encima de
la ley y que no hay nada más democrático que lo que está pidiendo en la calle.
Normalmente ambos efectos perversos se producen en público, con espectadores o
compadres de farra que aplauden y refuerzan el eufórico resultado de la
ebriedad inevitable.
Por supuesto,
los daños colaterales que provocan las dos combinaciones descritas son muy
diferentes. El de las bebidas puede acabar en una trifulca doméstica sin mayor
trascendencia o en un grave accidente de tráfico, aunque de efectos limitados. El
de los conceptos filosófico-políticos puede provocar situaciones de devastación
a una escala gigantesca.
Tenemos muy
cerca algunos abusos que sirven de ejemplo y ya están provocando graves
consecuencias en nuestro país.
Hace apenas un
año, y de madrugada, que es cuando estas cosas suceden con mayor frecuencia,
los dos partidos mayoritarios españoles, el PSOE y el PP, pactaron un cambio en
la Constitución que ponía fuera de la ley a John Maynard Keynes, al fijar que
no se podían superar ciertas tasas de déficit en ninguna de las
Administraciones del Estado. La decisión era discutible (lo sigue siendo), pero
lo peor fue el método: se abría un camino para cambiar la Constitución que era
abiertamente inconstitucional. La que llamamos con cierta rimbombancia Carta
Magna se cambiaba sin recurrir a debates parlamentarios y, sobre todo, sin
hacer ninguna consulta. Sentado aquel desastroso acto, nadie nos puede asegurar
que se pueda cambiar algún otro aspecto de la Constitución en una noche de
euforia. Podemos amanecer un día convertidos en República o ver cómo el Estado
deja de ser garante de cosas como la Educación y la Salud.
¿Por qué se
atrevieron los representantes de los dos grandes partidos a llegar a un acuerdo
semejante? Por los gin-tonics que ingirieran parece ser que no, porque
los personajes que encarnaron la tropelía gozan de fama de ser abstemios. El
abuso previo al pacto fue de soberanía popular: entre ambos sumaban una mayoría
abrumadora en el Congreso de los Diputados y en el Senado, representaban de
forma mayoritaria la soberanía popular que les había dado los votos. Aunque no
ese mandato preciso.
Un pensador
francés más que relevante y uno de los mejores exponentes de la lucha por la
democracia en su país, Raymond Aron, escribió hacia
1950 un magistral libro de reflexiones (Penser la liberté, penser la
démocratie, Gallimard, 2005) en el que definía
los principios esenciales para que existiera la democracia. Los dos principales
eran la legalidad y la libertad. La soberanía popular la dejaba algo de lado
porque daba por hecho que tenía que estar presente pero, también, que esa
soberanía podía dar lugar a regímenes totalitarios, fascistas o comunistas.
La ley, igual para todos los ciudadanos, impide el
uso arbitrario del poder. La libertad, es un concepto que incluye la moral, que
es de cada individuo, pero tiene el límite de la legalidad. Para los griegos,
para Platón, la corrupción de la democracia se producía cuando “el pueblo se
sitúa por encima de las leyes”.
Todo
esto nos lleva a otro ejemplo reciente y extremo de ebriedad soberano-popular,
que ha conducido a algunos políticos representantes de Comunidades de las
llamadas históricas a poner la legalidad en un plano inferior al de la
democracia. Un ejercicio ridículo, porque no existe la segunda sin la primera
pero, además, un ejercicio abusivo y peligroso, porque eso se hace en nombre de
la soberanía popular expresada a través de la ocupación de la calle, a través
de mecanismos como los que recomendaban los pensadores nazis o bolcheviques.
Todo el pueblo piensa lo mismo. Eso vale para saltarse la ley (porque cambiarla
lleva su tiempo), pero con el fantástico aval de un pueblo unido, con una sola
voz, que reclama su derecho a decidir pero al que el convocante no explica, por
ejemplo, qué va a hacer con las minorías (aunque sean mayoritarias, como los
castellanohablantes de una comunidad ejemplarmente bilingüe).
En
pocos meses, el debate se ha desplazado y ahora se ha convertido en una
discusión sobre qué soberanía popular es la que debe primar, la española o la
de cada sitio. De momento, la ley es la ley, que señala a la primera de ambas.
Eso se puede cambiar pero lleva su trámite, que es otra de las cualidades que
definen una democracia seria, la de seguirlos.
¿Hace un gin-tonic? Sí, pero solo si mi mujer no bebe y quiere llevar el coche.
¿Hace un gin-tonic? Sí, pero solo si mi mujer no bebe y quiere llevar el coche.
Los subrayados son míos
If you do not believe in a solution evaluation, use it your
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