Benjamin, Zweig y Mann, pueden ser considerados conciencia moral de la Europa del siglo XX.
Representan la función que podemos atribuir a la figura del intelectual:
capacidad de lucidez, de crítica, de independencia, para enfrentarse con la
palabra y con las ideas a circunstancias y pensamientos inaceptables desde
parámetros de racionalidad y de moralidad. Por ello los tres se enfrentaron al
avance del nacionalsocialismo y del totalitarismo. Gracias a ellos y a otros como
ellos, Europa ha podido ser reconstruida después de la IIª GM y asentarse en
criterios democráticos.
El
compromiso y la lucidez convirtieron en la conciencia de Europa a pensadores y
escritores como Mann, Benjamin y Zweig
Los «cañones de agosto», como
habría de llamar Barbara Tuchman a los primeros compases de la Gran Guerra, no irrumpieron en un mundo
aletargado y en silencio. Años antes de que el conflicto armado liquidara para siempre la
ilusoria perpetuidad de la sociedad decimonónica, los intelectuales se habían
ganado el prestigio de una responsabilidad, la reputación de una conciencia. En
cualquier punto de un continente al borde de la catástrofe, filósofos, poetas,
narradores y ensayistas dotaron de palabra y sentido a la crisis de final de
siglo y a las temerarias ilusiones alzadas en 1914. Mientras millones de
jóvenes entusiastas se alistaban en los ejércitos que pronto
encharcarían la tierra europea con la sangre de toda una generación, otros se
proponían comprender los rasgos del final de una época y el perfil aún borroso
del nuevo siglo.
Todos se dejaron llevar por
aquella oleada emocional que parecía certificar las exigencias de renovación que
habían dado tema y argumento a sus obras literarias. Todos vieron en aquella
movilización de la juventud europea el impulso de modernización y de
regeneración que precisaba un continente narcotizado en la indolencia del puro
progreso material. Eran los hijos incómodos de una burguesía a la que
reprochaban su carencia de estilo, su falta de heroicidad, su conformismo
social y su pereza estética. Sobre sus apreciaciones ingenuas y honestas, sobre
sus esperanzas de un mundo a refundar,
sobre su visión intensa y arriesgada del futuro, la historia habría de volcar
la brutalidad del periodo de entreguerras. El patriotismo se envileció en la
pavorosa orgía nacionalista, el sueño de la revolución creó la pesadilla del
totalitarismo, el afán de una Europa rejuvenecida se desfiguró en los rituales
macabros del culto a la violencia, el deseo de actualizar una tradición se
pudrió en el vehemente purgatorio de las identidades genocidas.
Los intelectuales de lengua
alemana fueron testigos privilegiados de lo más hondo de aquella catástrofe que
abatió los
recursos físicos y morales de la Europa que hasta entonces había
sido el espacio supremo de la civilización. Su compromiso con el tiempo que
vivían y su lucidez para entender la rotundidad de aquel peligro les
convirtieron en la voz de una conciencia. Les hicieron portadores de las
palabras que en adelante advertirían de los peligros de las ensoñaciones
emocionales, haciendo de la razón y de la tolerancia los fundamentos sobre los
que luego se reconstruiría la idea de Europa.
Walter Benjamin, Thomas Mann y
Stefan Zweig encarnan el drama de una generación tan dotada de grandes
esperanzas como atestada de ilusiones perdidas. En su vida y en su obra se
acumularon los deseos y se hacinaron los desengaños. En sus actos y en sus
páginas habita buena parte de esa madurez con la que nuestra cultura ha podido
sobrevivir al riesgo cierto de su desaparición. Incluso en el trance de una
muerte voluntaria, asumida en la desesperación ante el aparente triunfo del
nazismo, se encuentra una severa lección que sigue resonando para quien sepa
escucharla.
Náusea por la violencia
Zweig asignaba al mundo de su
infancia y juventud una palabra que lo evocaba con acierto: la seguridad. La
nostalgia de aquella sociedad imperial, en la que aún vibraba un concepto
solemne del honor, llenaron las imágenes de una obra emotiva cuya elegancia
contrastaba dolorosamente con la percepción trágica de la arrogancia del
fanatismo. La delicadeza de sus narraciones no debe llamar a engaño. Tras ellas
no se escondía un sentimentalismo débil, sino la energía de una personalidad
que había sido educada en el respeto a los demás, en la repugnancia por la
altivez y en la náusea por la violencia. La añoranza humanista de Zweig no
miraba inútilmente un pasado marchito sino que deseaba colocar en el futuro los
mejores ideales de una sociedad abierta. Su muerte fue la elección dramática ante el suicidio
de Europa, ante la pérdida definitiva de los valores liberales que,
en su exilio brasileño, parecía haber cerrado irrevocablemente el libro de la
historia.
La formación socialista de Benjamin
no le amordazó en el estéril dogmatismo de muchos de sus contemporáneos, sino
que le empujó a buscar el auténtico significado del tiempo histórico. Benjamin
rastreó en el fondo de la confusión reinante el sentido de un orden esencial,
la resistencia de una tradición oculta bajo los escombros de una época salvaje.
Poco antes de acabar con su vida, seguro también de que Europa perecía a manos
de la barbarie, nos dejó el legado de una soberbia metáfora de nuestro tiempo.
La historia es lo que se capta en los instantes de peligro, cuando una
civilización es puesta a prueba y los hombres han de salvar su propio destino.
Thomas Mann interrumpió la
redacción de La montaña mágica en 1914 para exaltar una guerra gracias a la que
Alemania podría latir como el verdadero corazón de la cultura europea. Aquella
actitud habría de cambiarse muy pronto, en cuanto la derrota, lejos de
convertirse en el espacio ideal para una reflexión sobre el significado de
nuestra civilización, pasó a ser el escenario de un revanchismo frustrado, la
incubadora de un movimiento que construía el nacionalsocialismo sobre el
rechazo de la tradición nacional alemana. Su Llamamiento a la razón tras el
éxito nazi en las elecciones de septiembre de 1930 aún puede presentarse como
el mejor discurso realizado al servicio de los ideales que construyeron el
liberalismo, la democracia y la justicia social.
La civilización en peligro
Lo que eleva la obra de un
intelectual a representación de una época, a materia expresiva de un tiempo, a
sustancia lúcida de la historia, es lo que podemos hallar aún en estos hombres
que no vivieron nunca a los pies de sus circunstancias, sino encaramados en lo
más alto de su inteligencia. Desde ella fueron capaces de vivir y de conservar
para nosotros las lecciones de un periodo atroz. Desde aquel momento de euforia
y de peligro, siguen ofreciéndonos el sentido de una cultura, la idea de una
civilización. La conciencia de Europa.
Femando García de Cortázar ABC
9.2.14
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