Reflexiones de Arcadi Espada
sobre la película Her. Sobre la
relación ser humano-máquina. Sobre el avance de la nuestras creaciones basadas
en la inteligencia artificial. Sobre si algún día la capacidad de inteligencia
se complementará con la capacidad emocional, que es la que hasta ahora
pensábamos que nunca los ordenadores podrían llegar a tener. Estas reflexiones están
presentes desde hace años. Algún ejemplo:
“En busca de un
'código militar' para los soldados robóticos del futuro”
(http://www.elmundo.es/elmundo/2009/02/18/ciencia/1234986788.html)
(http://www.elmundo.es/elmundo/2009/02/18/ciencia/1234986788.html)
“Yo, robot” (http://www.youtube.com/watch?v=jaxDytp4P08)
Her, la película de
Spike Jonze, a la que acaban de darle un Óscar de Hollywood. La llaman una
película de ciencia ficción. Hum. Nuestro líder Ray Kurzweil, nuestro y el de
todo hombre que aspira a no morirse y lucha, ha escrito un comentario detallando hasta qué año van a
ser ficciones algunos de los fenómenos que se aprecian en Her. Te
transcribo dos párrafos: «Yo situaría en torno a 2020, dos años arriba o abajo,
algunos de los elementos de la dramatización de Jonze, como el reticente e
insultante personaje del videojuego con el que interactúa y las cámaras de
botón que te puedes colocar como una peca en la cara. (…) A Samantha la
situaría en 2029, cuando el salto de la Inteligencia Artificial (IA) al nivel
humano sería razonablemente creíble.»
Él es Theodore, un escribidor divorciado, que tiene los habituales
problemas del género. Ella (Her) es Samantha. Un sistema operativo. Una
Siri no solo inteligente: tiene sentimientos. Un ordenador, por decirlo
toscamente. Se enamoran. No te cuento cómo acaba la historia, no sólo por no
incurrir en spoiler, sino porque me temo que Jonze, que la ha escrito,
tampoco lo sabe bien.
El relato está basado en la hipótesis de un desarrollo a nivel humano de la
IA, aunque este concepto me parezca aquí algo equívoco. Lo radical de Samantha
es que dice I love you. (Es verdad que se lo dice a más de uno, pero
vamos a dejar eso prudentemente aparte). No hay nada aquí de la anacrónica patología,
tan siglo XX, del hombre unidireccionalmente enamorado de su máquina. Lo
trascendental es que es correspondido. Aunque, como bien sabes, es fascinante
charlotear sobre ello hasta la madrugada, me parece secundario especular a
partir de Her sobre la posibilidad de que las máquinas acaben siendo o
no indistinguibles de los hombres, incluido el problema difícil de la
conciencia, al que se refería el propio Kurzweil cuando subrayaba que las
máquinas no añaden dificultades a la imposibilidad humana de probar si el rojo
que uno ve es el rojo que ve la amada o, en realidad, se trata de tu verde. Yo
no salí del cine demasiado interesado en esas cuestiones, que Her aborda de una
manera, digamos, inevitablemente romántica. Lo sustancial, y lo conmovedor, de
la película no es lo que esboza sobre el futuro, sino cómo atrapa el presente.
El propio Kurzweil parece advertirlo al final de su reseña: «No se tratará de
nosotros contra las máquinas (sean las máquinas enemigas o amantes), sino que
mejoraremos nuestra propia capacidad para fusionarnos con nuestras creaciones
inteligentes. Ya lo estamos haciendo.»
Ésa es, en efecto, la experiencia del hombre moderno, a partir del momento
en que pudo llevar consigo una máquina con la que recibía cualquier información
íntima o pública, en cualquier formato. Una máquina que se mete en el bolsillo
deja de ser una máquina y se convierte en una arteria. Afinando, en otro yo.
Veía Her, a Theodore desvelado dando vueltas por su cama en la alta
madrugada, y encendiéndose de pronto tenuemente la luz de su libretita de
cristal, advirtiéndole de que ella estaba ahí para consolarle; lo veía luego en
la playa, feliz, riendo al sol, con las manos en los bolsillos mientras
mantenía una larga conversación banal sobre las cosas de la vida; lo veía en su
trabajo, escribiendo cartas de amor para otros (su oficio), mientras en el
interlineado, entre las líneas del día, se iba posando a ratos Samantha, con
sus reclamos, sus urgentes noticias, sus descubrimientos. Veía esas escenas
tiernas y bienhumoradas e iba rumiando que, aunque vistoso, lo de menos es que
al otro lado hubiera una máquina. Esa vida de Theodore es la vida que mucha
gente lleva hoy con personas reales, solapadas crecientemente con su máquina.
El día sigue teniendo 24 horas pero ya nada tienen que ver con las horas del
siglo pasado. Las gentes viven dobles, triples, muchas vidas y los días han
adquirido una profundidad petrolífera. Hay un momento muy feliz en que
Samantha, que acaba de llegar a la vida de Theodore, lee con su ojo polifémico
el ordenador entero del que va a ser su amado, y toma unas cuantas rápidas y
atrevidas decisiones para mejorar lo que encuentra, como cualquiera que llega a
la vida de otro. ¿Acaso no recuerda ese vaciado rápido la relación que tanta
gente mantiene con corresponsales diversos, a los que se nutre con fotos,
vídeos, canciones, textos rápidos, acabado quizá de hacer todo ello o
perteneciente al remoto pasado que también viaja con nosotros en la máquina?
La vida virtual tiene límites. De acuerdo: es una vida que no puede incluir
la mano que un hombre suplica que acaricie su cabeza después de haber
pasado todo el día luchando. Pero igualmente es de todo punto lamentable que la
vida real del hombre no incluya la capacidad de volar a pelo. No sé si un
sistema operativo puede ser una persona, pero es evidente que una persona sí es
un sistema operativo, y como tal, se maneja espectacularmente en la vida
virtual. La vida real, por lo demás, está cargada de protocolos y ceremonias.
Tienen su interés, su confort, su seguridad, su magnífico tedio. Pero es una
vida cargada de frases e instantes tipo La marquesa salió de casa a las
cinco. Cierto: rellanos donde descansan la prosa, y la vida; pero que, a
veces, observados en escorzo, anticipan la muerte. La relación entre Theodore y
Samantha siempre va al hueso, recta: lleva incorporado un educado rasgo de su
naturaleza: y es que cuando alguien llama es que quiere algo.
Samantha no tiene cuerpo. Es un problema, sobre todo para Theodore, que sí
conoce el hueco que deja un abrazo. Pero hay que tomárselo con calma. Tampoco
Anna Karenina lo tenía. La gran noticia que Her trae a nuestros ojos es
la sutura del roto milenario entre la literatura y la vida (…)
Arcadi Espada. Diarios 10.3.14
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