Valoración de la pintura de El Greco. Pintor de
almas, más que de cuerpos. Pintor “medieval”. Contrario en sus concepciones al
Renacimimento y al humanismo. Coincide en su expresividad intelectual con Santa
Teresa y San Juan de la Cruz. Muy alejado de la mentalidad actual. Sorprende que
se le quiera ahora reinterpretar y valorar. De Prada ensalza las aportaciones
de El Greco y desvalora las del Renacimiento y el Humanismo, así como critica
radicalmente nuestra mayoritaria mentalidad actual.
El Greco
«Se ha
dicho que El Greco es pintor de almas; pero podríamos decir que es pintor de
cuerpos gloriosos, pintor de criaturas liberadas de los cuidados, tentaciones y
pecados de nuestra andadura mortal, traspasadas de luz, porque están – en cada
vena y arteria."
TIENE su gracia (aunque sea
gracia siniestra) que una época tan adversa a todo lo que El Greco amó y
anheló, creyó y celebró en sus cuadros lo conmemore en estos días; pero es la
nuestra una época tan embotada y agónica, tan petulante y ahíta de pacotillas,
que se cree capaz de desentrañar (de vaciar de entrañas y de sentido) todo lo
bueno, bello y hermoso que nos ha legado nuestro pasado; y también segura de
que lo bueno, bello y hermoso, desentrañado de su sentido, podrá incorporarse
al batiburrillo de banalidades con que acuchillamos nuestro espíritu. Pero la
pintura de El Greco es un caballo de Troya demasiado indigesto, incluso para el
cinismo contemporáneo; y, con un poco de suerte, hasta es posible que estas
conmemoraciones del cuarto centenario de la muerte de El Greco sirvan para
enterrar un poco más el cadáver agusanado y fétido de nuestra época.
Siendo completamente sinceros, la
época que ahora vivimos se inició, precisamente, con la muerte de El Greco, que
fue el último representante de una edad intermedia situada, como un sol entre
precipicios, entre las edades clásica y moderna. Aunque le tocó vivir en la
época de los humanistas que –en términos apocalípticos– inauguraron la iglesia
de Sardes, El Greco fue el postrer (¡y numantino!) hijo de la iglesia de
Tiatira, un fruto gozosamente tardío de aquellos mil años que se estrenaron
primaveralmente con San Agustín y que habrían de adquirir su más granada sazón
con Santo Tomás. El Greco es, en esencia, un pintor medieval que se rebela
contra los oropeles y alharacas paganas del Renacimiento, contra esa espléndida
pompa del humanismo que escondía entre los repliegues del vestido la peste
bubónica de la Reforma y que, a la postre, iba a envenenar el arte –siempre con
la coartada de la imitación de los maestros– con la hipertrofia de la cáscara y
el vaciamiento del fondo y la sustancia. En medio de un arte complaciente y
palaciego, panzón y sedentario, que encuentra en la cúpula su forma predilecta,
El Greco opone su arte hambriento de Dios, codicioso de Dios, arte magro,
espigado y bárbaramente gótico para los voluptuosos espíritus renacentistas,
arte ascensional que mira siempre al cielo, como una delgada torre vigía que
perfora con ojos absortos la alta noche.
El Greco, tal vez porque procede
del imperio bizantino, es la herencia más pura de la Edad Media. Más allá de
que en su estilo podamos rastrear las influencias de Ticiano o Miguel Ángel, en
los hondones de su personalidad artística El Greco tiene más que ver con Giotto
que con ninguno de sus contemporáneos (con la única excepción, tal vez, de
Tintoretto). Sólo que, mientras Giotto pudo disfrutar del esplendor de la
Cristiandad, El Greco sólo pudo añorarlo, avizorándolo con los ojos del alma,
mientras los ojos de su cuerpo tenían que posarse, arañados de lágrimas, en un
mundo cenagoso que no era el suyo; un mundo en descomposición que todavía
guardaba retazos del mundo antiguo y matinal que engendró el arte de Giotto,
pero que ya se entregaba a la putrescencia de un mundo nuevo y tenebroso, sin
que ni siquiera Felipe II pudiera hacer nada por evitarlo. La derrota de la
Armada Invencible podría ser el emblema de este gozne entre dos épocas que a El
Greco le tocó vivir, náufrago en un mar de zozobras, más consciente que nadie
de que estaba asistiendo al entierro del mundo que él hubiese deseado. Otro en
su lugar se habría declarado vencido, pero El Greco quiso hacer de su derrota
una aventura sublime.
Aquel griego bizantino, prófugo
de Creta por miedo a los turcos, aprendiz de pintor en Venecia y Roma, aceptó
que su mundo había sido enterrado; pero, como era hombre de fe, sabía que
después del entierro viene la resurrección de la carne. Y así su pintura,
enterrada con el mundo que el humanismo había asesinado, resucitó
metamorfoseada en pintura gloriosa que, como los bienaventurados, viaja hacia
una morada superior. Se ha dicho que El Greco es pintor de almas; pero mucho
más exactamente podríamos decir que es pintor de cuerpos gloriosos, pintor de
criaturas liberadas de los cuidados, tentaciones y pecados de nuestra andadura
mortal, traspasadas de luz, porque están –en cada vena y arteria, en cada
víscera secreta, en cada vuelta y revuelta de los intestinos, en cada célula–
llenas de Dios, pletóricas de Dios, diáfanas y dispuestas a penetrar hasta más
allá de las nubes, «perspicuas y perspicaces», según la descripción que
Marsilio Ficino aventurase de los resucitados.
Las figuras y paisajes que llenan
los cuadros de El Greco no están copiados de la naturaleza, como hacían los
pintores coetáneos, sojuzgados por el magisterio de los clásicos, sino que son
destilación del poso que la contemplación de la naturaleza ha dejado en su
alma. De este modo, El Greco logra captar lo que la mayoría de sus coetáneos,
ciegos para la vida del alma, ni siquiera sospechan: comprende que la
naturaleza humana no está limitada a sus formas visibles, y que la misión del
arte no es otra sino restituir al hombre su integridad plena, rindiendo fe de
su unión con lo alto, que sólo se puede ver a través de los ojos del espíritu.
Se libera entonces El Greco de la tiranía limitadora del dibujo, de la
disciplina imitativa de los grandes maestros que en su juventud veneciana y
romana a punto habían estado de desgraciar su genio, y se entrega a hacer la
pintura que irremediablemente estaba llamado a hacer, una pintura que se nutre
del apetito de cielo del alma castellana, al que por aquellos mismos años daban
expresión mística Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz. Podría afirmarse
que las figuras de los cuadros de El Greco son expresión pictórica de las
mismas ansias de Dios que encontramos en los escritos de Santa Teresa y San
Juan: en esos cuerpos gloriosos que irradian su propia luz, que manan luz de sí
mismos, en sus manos exangües, en sus piernas temblorosas y blancas como alas de
ángeles, hay una vocación ascensional, un parentesco con la eternidad, una
conciencia dolorida de su anterior pertenencia al mundo que sólo admite una
explicación mística. En esos cuerpos gloriosos de El Greco, desnudos e
inocentes como los de nuestros primeros padres antes de comer del fruto
prohibido (o vestidos en vano, pues no hay tela que pueda tapar su carne
refulgente), en esa carne espiritualizada, transubstanciada, eucarística, a la
vez niña y anciana, torturada e incólume, impulsada por una energía cegadora
hacia la casa encendida que es su último destino, está la nostalgia de un
tiempo enterrado que sólo el pincel de El Greco pudo resucitar, como
prefiguración de la gloria parusíaca.
Por eso las figuras de El Greco
se estiran pujantes hacia su destino celeste; por eso parecen echar a barato el
dolor; por eso respiran un aire más alto y más puro que El Greco pudo llegar a
barruntar respirando el aire de Toledo, la ciudad donde el cielo invita a volar
y los relámpagos de las tormentas son desgarrones teológicos que dejan entrever
el rostro terrible y benévolo de Dios. Igual que ocurre en los cuadros de El
Greco.
Juan Manuel de Prada ABC 28.1.14
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