¿Cómo
seríamos sin Filosofía? ¿Cómo sería nuestra vida sin Filosofía? ¿Cómo interpretaríamos
el mundo, la conducta, la vida junto a los otros, a nosotros mismos, sin la
Filosofía? Gracias a la psicología platónica nos acercanos más a saber cómo somos, gracias a
Aristóteles podemos comprender mejor que el objetivo de todos es querer ser
felices y que una de las claves es impulsar nuestra racionalidad y escoger la
conducta virtuosa, por Epicuro hemos entendido que lo natural es vivir una vida
satisfactoria y que los medios para conseguirlo son accesibles a todos, sin
Descartes quizá no podríamos haber entendido que el mundo es una construcción que
cada uno hace desde su propia mente, sin Hume quizás habríamos caído en el
error de tener una confianza extralimitada en nuestra capacidad de pensar,
gracias a Nietzsche, a Freud y a otros, hemos entendido mejor que no somos sólo
ni esencialmente seres racionales, sino también y sobre todo emocionales, impulsivos,
sentimentales …
En
el artículo que sigue se concretan algunos argumentos, en la misma línea de lo
que he escrito arriba, defendiendo la importancia de la presencia de la
Filosofía en los estudios en la adolescencia y la juventud.
Descartes:
poner el mundo en pie
En la educación, la filosofía es esencial
porque es la historia de lo que somos
Los
proemios son declaraciones de intenciones y tenemos por cierto que siempre son
buenas. El de la ley de Educación también. Cuenta que el aprendizaje “va
dirigido a formar personas autónomas, críticas con pensamiento propio”. No
añade “que no sepan quién es Platón, Descartes ni Kant”, pongamos por caso. Eso
que no dice, sin embargo es lo que sucedería si el asunto no se arregla. Y
bien, pudiera bien ocurrir que alguien se preguntara por qué hay que saberse
esos nombres. La razón es elemental: sucede que son nuestros primeros maestros
en eso de ser personas autónomas, etc, etc. Escribimos con sus palabras y
pensamos con los esquemas de que nos proveyeron.
El
pensamiento es la energía más sutil y necesaria de cuantas existen. Una cosa
hay que decir además, es una energía cara. Para producir personas capaces de
generarla necesitamos todo el completo sistema educativo, que cuesta mucho, y
una sociedad que, con confianza, lo pague. En esos largos años en que nos
educamos aprendemos una larga cantidad de cosas que tienen de suyo el ser
inútiles. Las ciencias no son inmediatamente útiles, aunque puedan tener muy
buenos resultados. Quienes las cultivan lo hacen porque les gusta. Aristóteles
fue el primero que sepamos que se paró a pensar qué hacía diferente a las
habilidades de los saberes. Había gente habilidosa que sabía hacer cosas,
edificios, muebles .. y otra que sabía quedarse con la idea. Los primeros
solían ser buenos albañiles y los segundos eran algo más. Aquellos griegos,
como que estaban edificando mucho y bien, tenían afición a ejemplificar con los
arquitectos.
Volvamos
a los que sabían ese “algo más”. Estaba claro que no era útil el “algo más”. La
utilidad quedaba para hacer las cosas, pero pensarlas exigía un cierto talento
y entrenamiento en dejar vagar el pensamiento en libertad. Sigo con Aristóteles
porque lo tenía muy claro. Las teorías, las ciencias, son hijas del ocio, de la
falta de presión, del haber superado el diario buscarse la vida. Así lo cuenta
en la Metafísica. “Las teorías se desarrollaron allí donde primero
pudieron los hombres tener ocio, vagar; por eso las matemáticas aparecieron en
Egipto donde tenía ocio la gente sacerdotal”. El verbo que emplea para decir
“vagar o no trabajar con las manos” es esjolaso, una palabra interesante
porque de ella sacaron los romanos schola y nosotros “escuela”. Si no
hay tiempo de libertad no hay matemáticas, ni teoría alguna.
Es
cosa sabida que el mundo antiguo, que nos enseñó a vivir, porque seguimos
siendo un remedo y herencia del Imperio Romano, no tenía universidades. Había
Maestros afamados que abrieron escuelas donde se recibían las gentes de
condición aristocrática y futuros gobernantes. La de Posidonio en Rodas llegó a
ser la mejor. Pero no había enseñanzas regladas, exámenes ni títulos.
Simplemente un alguien que fuera a tener un gran papel en el mundo debía,
imperiosamente, haber pasado una parte de su vida practicando ese verbo que
Aristóteles escribe, vagando, haciendo un acúmulo de teoría, lo que significa
de conocimientos y por ende debates no inmediatamente útiles. Ya sabría esa
persona sacarles utilidad cuando, madura, tuviera ocasión para ello.
Bien
pensado, aquí seguimos esa estela: durante nuestra primera y media formación
aprendemos una larga serie de cosas que probablemente usemos muy pocas veces.
Nociones de casi todo, de las dichas matemáticas, de gramática, de geografía,
de física, de historia, de cristalografía o de prehistoria.. que no usaremos
probablemente nunca. Pero nos gusta saber que se quedan ahí, porque son además
como escalones que nos permitirán acceder después a otros saberes más
complejos. Nos vamos entrenando, por así decir.
De
entre esas cosas algunas son extrañas y la filosofía la más extraña. Porque es
un saber del que muchas sociedades han prescindido. Para hacernos clara cuenta
de su profundidad debemos estudiar detenidamente su historia, que es
fascinante. Nace con Grecia y nos acompaña desde entonces, cambiando y
modulándose sin descanso, con unas teorías subiendo sobre otras hasta componer
un edificio asombroso al que conocemos por el nombre de pensamiento. Porque no
es cierto que la filosofía enseñe a pensar. A pensar nos entrena, pero nos
enseña sobre todo, lo pensado, lo que ha sido pensado y su porqué. En un enorme
flujo de ideas y argumentaciones que, en volandas, nos ha traído hasta nuestro
presente. En realidad navegamos sobre él. En la cabeza de cualquier persona
culta bullen pensamientos que alguna vez se sumaron a ese río enorme. Los
tomamos por nuestros, y lo son, pero nos los proporcionaron quienes nos
precedieron. Todos estos pensamientos están, además, vivos, y mantienen entre
ellos los amores y aversiones con que salieron de sus primeras fábricas.
Disputan.
A
veces lo peculiar de nuestra tradición nos sorprende: parece un enorme e
insensato derroche de inteligencia. Pero luego nos damos cuenta de que, con
toda esa masa, hemos hecho cosas. No son solamente ideas, sino instituciones,
comportamientos, reglas y costumbres. Parte de nuestra política se la debemos a
Locke, de nuestro sentido del humor a Voltaire, de nuestra manera de tratar a
los demás a Kant, de lo que entendemos por vivir bien a Epicuro. Eso nos sucede
porque ese saber está intrínsecamente vinculado a lo que somos, nos ha moldeado
en realidad. Para confesarlo todo, hay que decir que somos la primera humanidad
producto de un diseño del cual las ideas filosóficas fueron las principales
autoras. Somos una “humanidad pensada”, el resultado de la imaginación ética y
política de quienes dieron el gran salto que nos separó del mero sucederse
natural. Nuestra concepción se realizó en las poderosas mentes que dieron camino
a la Modernidad. Y sabemos lo que es la Modernidad porque nos hemos hecho cargo
de ese enorme monto reflexivo en que consistimos.
La
historia de las ideas, la historia de la filosofía, es la historia de lo que
somos y de por qué lo somos. Está todo ahí. De Spinoza a Darwin; de Hegel a
Freud. De Tocqueville a Beauvoir. En el pensamiento casi ningún camino es
imposible. La filosofía no sólo forma parte del núcleo duro de las Humanidades,
sino que es la raíz misma de aquello en que nuestra civilización consiste. Su
historia es nuestra historia. Cuando nos narramos, cuando queremos saber y
decir quiénes somos, debemos invocarnos como progenie de Sócrates, de Platón,
de Hume, de Montesquieu, en fin, de cuantas innovaciones conceptuales,
institucionales y morales nos han traído al momento presente.
Por
esa persistente peculiaridad, la filosofía y su historia forman parte del saber
de una persona que haya recibido un cierto monto de educación, como lo vemos
aquí y en nuestro entorno. No siempre las entendemos al completo, pero sabemos
que nos hablan de asuntos profundos que debemos guardar y transmitir. Venimos
de ahí; somos lo que somos por ese origen. No somos súbditos ni adoradores,
aunque obedezcamos y quizás oremos, sino gentes de las ideas. Ellas son
nuestros muros firmes. Descartes nos puso de pie. Y así, como nos puso, debe
ser contemplado el mundo. Eso lo tenemos que seguir sabiendo y trasmitiendo.
Que Descartes no es lo que sobra cuando queremos prescindir utilitariamente de
algo, sino el filósofo que, fiado solo en la razón, nos puso en el mundo de
pie.
Y
no puede llegar a ocurrir que ante la mención de su nombre, u otro cualquiera
de los grandes nombres de esa espléndida historia, alguien rezongue o responda
“¿Quién?... ¿mande?”.
Amelia
Valcárcel es catedrática de Filosofía Moral y Política de la UNED y miembro del
Consejo de Estado.
Amelia Valcárcel http://elpais.com/elpais/2013/05/29/opinion/1369819880_945316.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario