La obra, La doble hélice, en la que Watson
describió, en 1968, el descubrimiento hecho por él mismo junto con Crick, es
uno de los referentes principales de la Historia de la Ciencia en el siglo XX.
Watson y Crick recibieron el Premio Nobel de
Medicina en 1962 junto con Maurice Wilkins, quien en colaboración de Rosalind
Franklin –murió antes de la concesión del Premio- había sido decisivo para el
descubrimiento de la doble hélice de ADN.
La vida ‘cumple’ 60 años
La doble
hélice de ADN descubierta por Watson y Crick en 1953 ha transformado
radicalmente la investigación biomédica y ha impulsado la medicina
personalizada
“Nunca he
visto a Francis Crick comportarse con modestia”. Esa fue la frase con que la
pareja científica de Crick, James Watson, decidió arrancar La doble hélice,
uno de los libros científicos más notables del siglo XX, y seguramente la obra
de divulgación más rompedora de la —no muy larga— historia de la ciencia. La
modestia, por cierto, tampoco ha sido nunca el fuerte de Watson, pero ¿quién
puede ser humilde tras haber descubierto a los 25 años el secreto de la vida?
La doble hélice no es solo uno de los iconos más
populares de la ciencia del siglo XX —quizá solo comparable a la ecuación de
Einstein E=mc2—, sino que también ha ejercido sobre generaciones de biólogos un
magnetismo que no da signos de caducar aun hoy, cuando se cumplen exactamente 60
años de la publicación del descubrimiento en Nature.
En ese periodo, el descubrimiento de Watson y Crick
ha transformado radicalmente la investigación biomédica y la biología en su
conjunto. Hasta el minuto anterior a la publicación de ese paper, la genética
era una disciplina tan compleja y farragosa que ni el mejor especialista del
mundo habría podido presumir de dominarla. Hoy se le puede enseñar a un niño en
cinco minutos.
El proyecto genoma humano y todo el resto de la
genómica son la consecuencia directa de aquel artículo que cambió por entero
nuestra percepción de la vida en la Tierra y de nosotros mismos. Continentes
previamente inexplorados de aplicaciones tecnológicas, desde la producción
industrial de insulina y hormona del crecimiento hasta las modernas estrategias
de búsqueda de nuevos fármacos antitumorales pasando por el diagnóstico
personalizado del cáncer, arrancan de aquella publicación engañosamente tímida.
No habrá muchos trozos de papel que hayan transformado el mundo de manera tan
radical.
Las técnicas de análisis
del ADN, y en particular el vertiginoso desarrollo y
abaratamiento de los métodos de secuenciación (o lectura de los genes) han
abierto también avenidas enteramente nuevas en disciplinas como la paleontología,
que ha conocido en años recientes logros tan espectaculares como la
reconstrucción del genoma del mamut, una especie extinta hace unos 10.000 años
en las estepas siberianas, y del hombre de Neandertal, que desapareció en
Europa hace 30.000 años; también la antropología o la medicina legal; y en el
campo de la evolución, con verdaderos aludes de información genómica que están
permitiendo a los científicos reconstruir el pasado del planeta y la
deslumbrante historia del origen de la humanidad.
¿Qué ocurrió, entonces, hace 60 años?
A diferencia del irreverente, chispeante y procaz
libro divulgativo de Watson, que es de 1968, el paper original del 25 de abril
de 1953 constituye seguramente uno de los pináculos de la parquedad científica,
incluso en comparación con otras obras de ese género gris y fatigoso, empezando
a contar por su poco inspirador titular: “Una estructura para el ácido
desoxirribonucleico”. Ni siquiera “La estructura del ácido
desoxirribonucleico”. Tan solo una, una estructura, como quien dice una
ocurrencia entre tantas otras posibles, como quien da a conocer con desgana una
anécdota.
El ácido desoxirribonucleico, por cierto, es el
ADN, el material del que están hechos nuestros genes. Las siglas no se llevaban
mucho en la época, o no desde luego tanto como ahora. Tampoco es que
desarrollar las siglas sea una gran ayuda en este caso, como puede verse.
Los historiadores de la
ciencia se lo han pasado en grande con este paper, y por buenas razones. Por
ejemplo, es escandalosamente breve: solo ocupa una página de aquel número 4.356
de la revista Nature, referencias bibliográficas incluidas (solo hay
seis). Su única ilustración es de factura casera, literalmente: la dibujó a
mano Odile Crick, la mujer de Francis, tras una somera descripción que le
impartió este último en la salita de su casa de Cambridge.
Ese sencillo boceto de Odile, sin embargo, capta a
la perfección los detalles estructurales esenciales de la doble hélice recién
descubierta por Watson y Crick y en particular algunos de ellos que, aun hoy,
se representan a menudo erróneamente en las ilustraciones populares y
museísticas del ADN. Odile lo hizo mejor hace 60 años, como veremos enseguida.
Hélice no es más que el nombre matemático de un
muelle, y la doble hélice consiste en dos muelles imbricados entre sí. Pero las
dos cadenas no son paralelas, sino antiparalelas: si fueran dos serpientes, la
cabeza de una pegaría con la cola de la otra. Sin la percepción de este hecho
fundamental por Francis Crick, él y Watson no habrían llegado jamás a la forma
correcta. Crick siempre consideró esta su gran contribución a la resolución de
la estructura del ADN, y no es extraño que el dibujo de Odile deje bien claro
este hecho con dos simples flechitas trazadas a mano.
Rosalind Franklin dio pie al descubrimiento antes
de morir
Un hecho aún menos conocido es el resultado
experimental en el que se basó esta capital intuición de Crick, que había sido
obtenido poco antes por una tercera científica en discordia, la cristalógrafa
de Londres Rosalind Franklin. El dato llegó a oídos de los dos científicos de
Cambridge por un camino algo tortuoso, o al menos poco convencional: a través
de las notas que Franklin había escrito para la memoria de su propia
institución, el King's College de Londres, que les fue facilitada a Watson y Crick por el jefe de
Franklin, Maurice Wilkins.
También es verdad que ni Wilkins ni la propia
Franklin habían otorgado la menor importancia a ese resultado; el dato de oro
estaba sepultado entre varios estratos de jerga cristalográfica perfectamente
inocua, y decía simplemente así: “grupo de simetría C1”. Hizo falta el genio de
Crick para saltar de ahí a la percepción crucial de que el ADN estaba hecho de
dos hélices antiparalelas. Solo así la doble hélice puede presentar esa
simetría; en nuestro ejemplo de las dos serpientes, significa que da lo mismo
mirarlas desde la cabeza de una (pegada a la cola de la otra) que desde la cola
de la una (pegada a la cabeza de la otra).
Este episodio poco
conocido se puede ver, junto con el resto de los acontecimientos que condujeron
al mayor descubrimiento de la historia de la biología, en la dramatización Life
Story, producida por la BBC en 1987. El aniversario
de la publicación en Nature de la doble hélice podría ser una buena
ocasión para estrenarlo en España 26 años después, aunque solo sea porque sale
Jeff Goldblum haciendo de Watson, y una maravillosa Juliet Stevenson en el
papel de Rosalind Franklin.
Lo más importante de la doble hélice, con todo, es
lo que mantiene unida a una hélice con la otra, y esta fue la aportación
crucial de Watson a toda esta historia. Ahí, en el exiguo espacio que los dos
muelles antiparalelos dejan entre sí, es donde se apiñan todas esas letras
(ctaccgata…) que ahora, con las noticias sobre los genomas apareciendo un día
sí y otro no en la prensa mundial, se nos han hecho tan familiares como el
alfabeto.
El nombre técnico de esas letras es bases, o
nucleótidos, y son unas moléculas orgánicas muy simples que, en el ADN, solo
vienen en cuatro sabores: adenina, guanina, timina y citosina, o A, G, T, C
para abreviar. En la mañana de un sábado de febrero de 1953, Watson estaba
jugando con las versiones en cartulina de esas cuatro fórmulas químicas cuando,
de repente, se dio cuenta de que, en el interior de la doble hélice, la A solo
podía aparearse con la T, y la G solo con la C.
Watson y Crick repararon de inmediato en que esas
simples reglas de apareamiento —dictadas por la mera estructura química de las
bases— bastaban para explicar de un plumazo la propiedad esencial de cualquier
sistema vivo: su capacidad para sacar copias de sí mismo. Si la doble hélice se
separa en sus dos hélices componentes, cada una puede reconstruir a la otra
gracias a las reglas de apareamiento. La idea resultó enteramente correcta, y
sobrevino la revolución.
La Academia sueca no estuvo especialmente rápida a
la hora de reconocer el hallazgo, y el tiempo fue especialmente cruel con
Rosalind Franklin, que murió de cáncer cuatro años antes de que su jefe,
Maurice Wilkins, compartiera el premio Nobel de Medicina con Watson y Crick por
el hallazgo del siglo al que tanto había contribuido.
J.S.
Aunque la historia del descubrimiento de la doble
hélice ha sido examinada exhaustivamente por los biógrafos de los protagonistas
y otros historiadores de la ciencia, todavía siguen apareciendo de vez en
cuando algunos documentos que iluminan ciertos ángulos del drama. La propia
revista Nature presenta hoy unas cartas que hacen referencia a los prolegómenos
de la concesión del Nobel de Medicina de 1962.
Una de ellas es de Jacques Monod y ha aparecido en
los archivos del Instituto Pasteur de París, donde trabajaba el Nobel francés
en los años cincuenta y sesenta. Monod se dirige al comité Nobel para nominar a
James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins para el premio Nobel de Química
de 1962. El comité le hizo caso solo a medias, pero en vez de ese les dieron el
de Medicina y Fisiología, aparentemente para subrayar ya entonces las
previsibles, y enormes, implicaciones que la estructura de la doble hélice iba
a tener para la biología humana y la biomedicina.
El análisis de otra carta —esta vez de Crick a Monod
y datada en 1961— demuestra que Watson y Crick fueron nominados por primera vez
al Nobel en 1960, dos años después de la muerte de Rosalind Franklin. De no ser
por aquella tragedia, la Academia tendría que haber elegido entre premiar a
Franklin o a su jefe, Wilkins, como finalmente hizo.
Javier Sampedro
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