De Prada reflexiona sobre el dolor y concretamente sobre dos actitudes posibles ante él, que caracteriza como estoicismo y nihilismo. Las dos comparten la no creencia religiosa y desde esa no creencia llevan a una actitud determinada ante el dolor. En el caso del estoicismo es la de la resignación y la imperturbabilidad. En el caso del nihilismo es la de la indignación contra el dolor y la búsqueda externa de culpables. Es ésta una reacción típica de nuestra época en la que ya no estamos preparados para entender el dolor, aprender de él y afrontarlo con dignidad.
El artículo de De Prada me lleva a pensar en
algunas de las reflexiones de Nietzsche –para el que la vivencia del dolor fue
una constante en su vida por sus problemas de salud- . Fue la discrepancia con
la opinión de A. Schopenhauer en relación a cómo debemos enfrentarnos a la vida
y concretamente a nuestras experiencias dolorosas – Schopenhauer optó por la
resignación- la que le llevó a distanciarse de él. Nietzsche resumía su
propuesta con estas palabras: “No hay ninguna razón para buscar el sufrimiento
pero si éste llega y trata de meterse en tu vida, no tengas miedo; mírale a la
cara y con la frente bien alta”. Este autor entendía que el dolor es una de las
expresiones de nuestra vida, la actitud apropiada ante él no deber ser la que De Prada llama
indignación, sino la de tratar de superarlo o afrontarlo de la manera
más digna posible y sirviéndonos de él para nuestro desarrollo personal.
Fue precisamente Nietzsche el que introdujo y desarrolló la caracterización de la época contemporánea como una época nihilista : ausencia de valores, falta de sentido de nuestra vida, desorientación personal. Para compensar esa situación buscamos culpables externos, buscamos refugio -no ya en las religiones tradicionales- sinón en "substitutos", como una ideología, la nación, etc.
El vómito
En el
sufrimiento mismo nadie puede hallar gozo, y si lo halla es porque está tarado;
pero durante mucho tiempo se pensó que del sufrimiento se podían extraer
enseñanzas benéficas y consoladoras, y que en general el dolor –en sus más
diversas manifestaciones, no estrictamente físicas– podía ennoblecer o
purificar a quien lo padece. Nuestra época, por el contrario, considera que el
dolor es absurdo e infructífero; y, en consecuencia, todo aquello que resulta
doloroso – todo aquello que exige sacrificio o 'penitencia'– se reputa causa de
males que conviene rehuir. Cuando, pese a todos nuestros esfuerzos por
evitarlo, el dolor irrumpe en nuestras vidas, inevitablemente se convierte en
una energía destructiva que arrasa lo que pilla por delante, empezando por quien
lo padece; pero, enseguida, a modo de irradiación, todo cuanto le rodea.
Esta
incapacidad para soportar el dolor es una de las expresiones más distintivas de
la modernidad; y también una de sus debilidades más manifiestas. Su origen es
nítidamente religioso: faltando la fe en otra vida que nos resarce de los
padecimientos sufridos en este 'valle de lágrimas', cualquier padecimiento se
torna carente de sentido; y quien lo sufre solo puede reaccionar contra él de
dos modos: con estoicismo o con indignación. El estoicismo le propone al hombre
que es posible superar el dolor, alcanzando un estado de imperturbabilidad que
lo haga insensible a sus zarpazos; pero como hay sufrimientos que no hay quien
los aguante, por muy estupendos que nos pongamos, el estoicismo suele conducir
a la pesadumbre de vivir, a una suerte de tranquila desesperación que, en
último término, solo encuentra el desaguadero del suicidio. La indignación ante
el dolor, por su parte, acaba degenerando en nihilismo: puesto que el dolor se
considera absurdo, nos rebelamos contra él; pero nuestra rebelión no basta para
vencerlo, sino que por el contrario más bien lo exacerba; y, ante un dolor
exacerbado por nuestra incomprensión, solo resta la reacción airada, que suele
materializarse en un vómito de odio. Para la mentalidad nihilista, el dolor
puede ser absurdo, mas no por ello deja de existir; y todo lo que existe tiene
una causa que lo origina. Entonces el nihilismo se pone a buscar culpables de
su dolor. Puede parecer paradójico, pero la tozuda realidad nos demuestra que
al nihilismo contemporáneo le gusta buscar culpables más que a un tonto una
tiza.
En la
búsqueda de los 'culpables' de sus padecimientos, el nihilismo contemporáneo se
tropieza, sin embargo, con arduos escollos. No puede culpar a Dios, o solo
puede hacerlo retóricamente, puesto que no cree en Él (aunque, mediante
alambicadísimos procedimientos mentales, puede llegar a culpar de sus
padecimientos a quienes creen en Dios). Tampoco puede culparse a sí mismo, pues
el efecto más notorio de la negación de Dios es la negación de la propia culpa
(y de sus corolarios: arrepentimiento, penitencia, conversión, etcétera) y la
consiguiente deificación de uno mismo, que se erige en juez de las conductas
ajenas (puesto que las propias no le merecen juicio adverso alguno).
Inevitablemente, los 'culpables' de sus padecimientos, para los que no halla
consuelo, siempre serán los 'otros'; y bajo esta brumosa categoría podrán
acogerse las más diversas instancias.
Uno de los
rasgos sustantivos de la crisis que ahora padecemos es, precisamente, la
incapacidad para extraer del sufrimiento enseñanzas provechosas y consoladoras.
Vueltas de espaldas a las cualidades espirituales, resacosas de los
materialismos esterilizantes con que se emborracharon durante décadas, las
sociedades contemporáneas, golpeadas por la crisis, se retuercen furiosas en
busca de culpables. Han perdido la perspicacia de ver dentro de sí, de
purificarse a través del dolor, y se revuelven contra esto y contra aquello,
sedientas de venganza y convencidas de que debe de haber 'alguien' o 'algo'
culpable; y contra ese 'alguien' o 'algo' inconcreto vomitan su odio.
A falta de
otro consuelo más noble, en ese vómito pueden llegar a alcanzar su consuelo,
triste y plebeyo consuelo de alimañas que se regodean en el mal ajeno; y así,
pueden hallar goce en acosar políticos, en vilipendiar y arrastrar por el fango
la fama de las princesas, o en cualquier otro pasatiempo cruel. Es lo que
ocurre siempre a las sociedades nihilistas, a las que falta la energía vital
para convertir su dolor en acicate moral: acaban destruyéndose a sí mismas,
alimentándose con el vómito de un resentimiento indiscriminado.
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ABC XL Semanal
21.4.13 Juan Manuel de Prada
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