El dibujo, de un diario británico, muestra cómo von Hindemburg y von Papen permitieron el acceso de Hitler al poder. |
En Yo no. El rechazo del nazismo como actitud moral, Joachim Fest,
defiende el mismo argumento que el de Hermann Tertsch : el ascenso del Partido
Nacional-Socialista Obrero Alemán al poder y por lo tanto las consecuencias que
se sucedieron, fueron favorecidas por las élites alemanas de la cultura, la política
y la empresa.
El artículo de H. Tertsch
nos permite hacer una reflexión sobre dos de las virtudes morales fundamentales:
la prudencia y la fortaleza. Prudencia o sabiduría para comprender la realidad
y saber actuar como corresponde y fortaleza para enfrentarse y oponerse a
actitudes, pretensiones y opiniones inaceptables según principios inviolables,
aquellos que se expresan en valores como la dignidad, la libertad, el
respeto, etc.
La traición de las élites
«Alemania
era un país postrado tras la Primera Guerra Mundial, que acabó de hundirse con
la crisis financiera de 1929, asfixiado por unas reparaciones leoninas de unos
Tratados (Versalles, Trianon y Saint Germain) dictados por la ceguera de
venganza de los vencedores»
Una calle para la verdad (Der Wahrheit eine Gasse)
se llama el grueso volumen de las memorias de un personaje trágico y
despreciado a un tiempo, desconocido para la inmensa mayoría en la actualidad y
sin embargo clave para entender el siglo XX. Las autobiografías son, con
demasiada frecuencia si no siempre, intentos del autor, más o menos logrados,
de justificar una vida o unos hechos. Ante sí mismo o los demás. En el caso de Franz von Papen, sus esfuerzos por explicarse al mundo en sus memorias son
desesperados, patéticos tras la correcta formalidad germánica, y fracasados de
antemano. Por las dimensiones de la empresa. Porque este hombre ambicioso,
soberbio y débil, procedente de una familia de la pequeña aristocracia de Westfalia,
militar, diplomático y después, para desgracia de la Humanidad, político, fue
el responsable último de que llegara al poder en Alemania, por la vía legal y
exquisitamente democrática, uno de los grandes monstruos de nuestra
civilización, Adolfo Hitler. Ayer, 30 de enero, se cumplían ochenta años. Ocho
décadas hace de aquel día trágico en que culminaron años de inestabilidad de una
democracia que se quedaba sin demócratas, meses de elecciones reiteradas sin
resultado estable y semanas de intrigas de palacios y despachos y ruidos de
sables.
Aquel día 30 de enero, con
aquella entrada de Hitler en la cancillería Wilhelmstrasse, muchos creyeron que
era uno más. Que todo seguiría en la mediocre precariedad acostumbrada en los
años anteriores de la República de Weimar. Que aquello no era para tanto,
decían. Aunque estuvieran impresionados por las marchas con antorchas y el mar
de banderas que desde primeras horas de la noche desfilaban por el centro de
Berlín. Con su último gobierno, Von Papen apenas fue canciller seis meses.
Después de él, Von Schleicher lo es poco más de seis semanas. ¿Por qué iba a
durarle más el cargo al histrión austriaco, al «cabo bohemio», como lo llamaba
con desprecio el anciano presidente Paul von Hindenburg? A quienes mostraban su
terror ante la llegada al poder del nacionalsocialismo, se les instaba a la
tranquilidad. Por todas partes se oía que el alarmismo y el pánico eran
ridículos. Que los nazis se acomodarían en el poder, se integrarían en el sistema
y su vida, ya en salón enmoquetado y lejos de las trifulcas cerveceras,
acabaría con su radicalismo, su zafiedad, su brutalidad y su violencia. Pero
lejos de esto, aquel día se puso en marcha la urgente, implacable y eficaz
aplicación de una nueva ideología nacionalista, socialista, igualitaria,
racista y redentora a la organización y administración de un Estado moderno y a
la estructura de una sociedad avanzada. A un Estado que se transformaría
rápidamente en una dictadura caudillista. Que se volcaría en la preparación de
la guerra más ambiciosa y sangrienta jamás habida. Y que, en pocos años, habría
de crear la más perfecta y puntual maquinaria industrial de matar humanos.
Comenzaba así, con una concesión política que muchos consideraban reversible y
nimia, la cancillería a Hitler, el más terrorífico capítulo de la historia de
Europa. Que acabaría con decenas de millones de cadáveres y la máxima hecatombe
de nuestra civilización, el Holocausto.
Todo fenómeno social tiene
mil causas y es cierto que Alemania era un país postrado tras la Primera Guerra
Mundial, que acabó de hundirse con la crisis financiera de 1929, asfixiado por
unas reparaciones leoninas de unos Tratados (Versalles, Trianon y Saint
Germain) dictados por la ceguera de venganza de los vencedores. No lo es menos
que el orden tradicional había naufragado con la Gran Guerra. La generación que
enterró a millones de los suyos en las trincheras europeas entre 1914 y 1918
había vuelto del frente, rotos sus lazos con tradición, autoridad civil o
religiosa y fe en democracia, república o monarquía. Es cierto que Benito
Mussolini llevaba una década en el poder y que las fuerzas bolcheviques habían
ganado finalmente la guerra civil en Rusia. Que el pánico al comunismo era tan
grande como el entusiasmo que despertaba entre los trabajadores industriales y
los ejércitos de parados. Y la violencia y el desorden, el fracaso económico,
el desempleo y la corrupción y desprestigio de los partidos, la profunda
frustración cultural, se habían adueñado de las calles y de las mentes europeas
y muy especialmente alemanas.
Pero no menos cierto es
que nadie puede descartar la hipótesis de que Hitler, el poder
nacionalsocialista, la guerra, decenas de millones de muertos y el Holocausto
pudieran haberse evitado. Aquí surgen las condicionales. Después de su 37% de
los votos en las elecciones de julio, el NSDAP, el Partido Nacional-Socialista
Obrero alemán, perdió un par de millones de votos en noviembre. Estaba
debilitado. Si Von Papen no hubiera querido debilitar a Von Schleicher a toda
costa. Si no se hubiera prestado Von Papen, siempre Von Papen, a la intriga el
día 4 de enero en su cita secreta con Hitler en Colonia, en casa del banquero
Von Schröder. Creyendo aún, iluso, que Hitler aceptaría la vicecancillería en
un gobierno suyo. Si la derecha tradicionalista no hubiera creído, tan
arrogante y convencida por Von Papen, que sabría utilizar a Hitler para
desactivar a un temido Frente Popular de comunistas y socialistas. Pero siempre
dictando ella las condiciones a los nazis, creía. «No nos tiene en su poder,
sino nosotros a él. Lo he conseguido integrar»: esta frase de Von Papen revela
la abismal necedad del vanidoso. Hasta el final podían haber impedido él, Von
Papen, y Von Schleicher, Von Hindenburg, el general Von Hammerstein, el jefe de
las milicias Von Blomberg, todos ellos no nazis, de una forma u otra, el acceso
de Hitler a la cancillería. A última hora Von Hindenburg tuvo otro asalto de
dudas de permitir asumir la cancillería a aquel despreciable y provinciano
austriaco, a aquel lumpen, expresidiario y pendenciero. Y se puso en
circulación el rumor de un golpe de Estado para intentar frenar en el último
minuto la toma de posesión. ¿Y si lo hubiera habido? ¿Habría habido indignación
dentro y fuera de las fronteras de Alemania por impedirse el impecable
procedimiento democrático que llevó al gran criminal al poder? Sin duda. La
ceguera y la culpa de todos los millones de no nazis representados por Von
Papen, de los millones de Von Papen que había en Alemania y que hay siempre en
el mundo dispuestos a colaborar con el totalitarismo y el crimen en beneficio
propio permitieron que la minoría nazi en enero de 1933 se convirtiera en los
años siguientes en una monstruosa masa uniformada y embrutecida que, por
fanatismo, conveniencia o miedo, decía querer la guerra total incluso cuando ya
la sabía perdida.
Esta fecha alberga una
terrible lección. Fueron muchas las ocasiones en los doce años siguientes en
las que las élites alemanas tuvieron el deber moral de levantarse contra el
régimen hitleriano. Y no lo hicieron por cobardía o mal entendido patriotismo.
En 1934, cuando se promulgan las leyes racistas de Nuremberg que despojan de
derechos ciudadanos y humanos a los judíos. Ese mismo año, el régimen demuestra
su carácter criminal al liquidar a sus dirigentes de las SA con Ernst Röhm. En
1938 se produce la expansión violenta hacia Austria y los Sudetes. Y la Noche
de los Cristales Rotos. En 1939, el asalto a Polonia. 1940, el asalto a
Francia. 1941, el asalto a la URSS. Hasta el 20 de julio de 1944, con la guerra
ya perdida, no hay una operación organizada contra Hitler por parte de sectores
de las élites alemanas. Demasiado tarde. Aunque hubiera salido bien. En
realidad, era tarde desde aquel primer momento en que gente decente se avino a
pactos con una idea criminal. Así se convirtieron en cómplices del gran crimen
aquellas élites cuyo máximo deber era preservar a la patria de las derrotas. Y
fueron determinantes en condenar a la patria a sufrirlas todas.
Hermann Tertsch
ABC 31.1.13
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