Vargas Llosa explica y valora la obra Light in August, de Faulkner. Para mí, que no he leído este libro,
su descripción me lleva a pensar que debería leerlo, por su contenido –a pesar
de su dramatismo y su dureza: inhumanidad, indignidad…- y por la destreza
con la que está escrito. La calidad literaria es la que compensaría la dureza
del tema. Esa misma calidad es la que lleva a Vargas Llosa a asemejar a
Faulkner con Dostoievski. La novela de Faulkner reflejaría aspectos muy relevantes
de la historia norteamericana y humana en general, como el racismo, el
menosprecio absoluto del valor humano de la mujer, maneras distorsionadas de entender
nuestra propia naturaleza –entender la sexualidad como un castigo y como un
medio de dominio…
En el artículo no sólo
interesa la explicación de la novela de Faulkner sino también las conclusiones
generales de Vargas Llosa acerca de la
naturaleza humana, comparando lo que se dice en el libro con lo que podemos vivir
hoy. Para él aquello que nos hace coincidir es la enorme influencia de la
religión, influencia que llevaría al fanatismo y a la intolerancia. Las
tendencia más negativas de nuestra naturaleza que se explican en el libro las
podemos encontrar también hoy. No comparto todas sus afirmaciones, por ejemplo,
creo que su opinión sobre Israel –se refiere a Israel en general- no son
aceptables (en Israel no se discrimina a las minorías sexuales, no se
discrimina a la mujer, etc.)
Alumbramiento en agosto
La novela de Faulkner muestra el lado más siniestro y
vil de la condición humana. Hoy, buena parte del mundo se empeña en parecerse a
la sociedad apocalíptica que describió el escritor
Sólo hay un placer más
grande que leer una obra maestra y es releerla. William Faulkner escribió Light
in August en seis meses, entre agosto de 1931 y febrero de 1932, y sólo
hizo unas pocas enmiendas al corregir las pruebas, algo que maravilla dada la
complejidad de la estructura y la perfección de la prosa con que está escrita
la novela, sin un solo desfallecimiento de principio a fin. Se ha traducido al
español como Luz de agosto pero, ahora que acabo de leerla de nuevo
luego de dos o tres décadas, tiendo a dar la razón a quienes piensan que acaso
hubiera sido más justo llamarla en nuestro idioma Alumbramiento en agosto.
Porque el nacimiento del
niño de Lena Grove y el borrachín, vago y canallita Lucas Burch, que ocurre en
el corazón del verano sureño y que trae al mundo con sus manos el reverendo
Hightower, es un hecho central del que arrancan o con el que coinciden hechos
capitales de la historia, una de las más deslumbrantes y violentas de la saga
de Yoknapatawpha County. El mundo al que viene a habitar esta desamparada
criatura, pese a estar como en los márgenes de la civilización, una tierra
pobre, antigua, aislada y salvaje, se parece mucho al de nuestros días, porque
está devastado como el de hoy por el fanatismo religioso, los prejuicios
raciales, el despotismo y una falta de solidaridad que hace vivir a los seres
humanos en el miedo y la soledad y los empuja a menudo a la locura.
No son la política ni la
codicia lo que más envenena la vida de las gentes en la sociedad donde el
mulato Joe Christmas padece la maldad de los otros e inflige la suya a los
demás, sobre todo a las mujeres, sino la religión. Es verdad que Christmas no
muere asesinado y castrado por un pastor sino por el ultranacionalista y
patriota Percy Grimm, convencido de que “la raza blanca es superior a todas las
otras y la de América superior a todas las otras razas blancas”, pero igual
hubiera podido asesinarlo y castrarlo su propio abuelo, el viejo Doc Hines, que
iba a predicar a las iglesias de la gente de color sus convicciones racistas y,
en vez de ser linchado por ellas, fue respetado y alimentado por los negros
asustadizos y reverentes que lo escuchaban y le creían. La esclavitud ha sido
abolida en el condado, pero no la mentalidad que la sostenía y que sigue
vigente, en las costumbres, en el lenguaje cotidiano, en el desprecio y la
marginación de los blancos —sobre todo de las blancas— que socializan con los
negros como si fueran seres humanos, y los linchamientos a quienes osan
transgredir las invisibles pero estrictas fronteras raciales que regulan la
vida.
El padre adoptivo de Joe Christmas, que lo rescata del orfanato donde lo
abandonó el abuelo, el fanático Mr. McEachern, le hace aprender el catecismo a
latigazos y quiere, además, inculcarle que Dios creó a la mujer —esa Jezabel— para
tentar al hombre, hacerlo pecar y condenarse al infierno, una idea generalizada
entre los pobladores de Jefferson, la capital del condado, de la que participa
incluso uno de los personajes menos repelentes del lugar, el reverendo
Hightower, quien trata por todos los medios de impedir que el buenazo de Byron
Bunch se case con la madre soltera (en otras palabras, pecadora) Lena Grove. El
horror a las mujeres del extraordinario Hightower, que, antes de ser expulsado
de la parroquia presbiteriana que regentaba, solía mezclar en sus sermones las
alegorías bíblicas con una carga de caballería en la que participó su abuelo
durante la guerra civil, se acentuó con su matrimonio: estuvo casado con una
mujer que escapaba los fines de semana a Menfis para prostituirse y terminó
suicidándose.
Al igual que la religión,
el sexo es en el mundo puritano de Faulkner algo que atrae y espanta al mismo
tiempo, una manera de desfogarse de ciertos humores destructivos que turban la
conciencia, de ejercer el dominio y la fuerza contra el más débil, de
abandonarse al instinto con la brutalidad ciega de los animales en celo. Nadie
goza haciendo el amor, nadie siente el sexo como una manera de enriquecer la
relación con su pareja y vivir así una experiencia que exalta el cuerpo y el
espíritu. Por el contrario, al igual que Joe Christmas, que hace pagar en la
cama a las mujeres que se acuestan con él las humillaciones y vejaciones que ha
recibido y el rencor que tiene empozado en el alma, el ayuntamiento sexual es
en este mundo de fornicantes reprimidos y tortuosos una manera de vengarse, de
hacer sufrir al otro, de inmolarse en la vergüenza y en la culpa. Cuando Percy
Grimm lleva a cabo la mutilación del mulato, simbólicamente se automutila, que
es lo que, en el fondo sucio de sus corazones, quisieran hacer todos esos
puritanos de Yoknapatawpha horrorizados de tener urgencias sexuales y
convencidos de que por ellas arderán por la eternidad.
¿Por qué nos hechiza de
esta manera un mundo en el que hay tanta gente malvada y estúpida que usa la
religión para justificar sus inclinaciones perversas y sus taras y prejuicios?
Es verdad que, entre esa muchedumbre de pobres diablos despreciables, aparecen
también algunas personas sanas y bien intencionadas, como Byron Bunch o la
propia Lena Grove, pero incluso ellas parecen ser buenas gentes más por
cándidas o tontas que por generosidad, convicción y principios. La fugaz
aparición del cultivado Gavin Stevens, héroe de tantas aventuras y desventuras
de la saga faulkneriana, reconcilia al lector por un momento con esa fauna de
seres tan horribles.
¿Por qué el hechizo, pues?
Porque el genio de Faulkner, como el de Dostoievski, a quien tanto se parece en
sus obsesiones y en la creación de personajes desorbitados, ha sido capaz de
construir una historia, en la que se muestra sobre todo la dimensión más
siniestra y vil de la condición humana, con tanta astucia, sabiduría y
elegancia que, en ella, esta valencia estética, su belleza verbal, la sutileza
con que se silencian ciertos datos para infundirles ambigüedad y misterio, la
sabia reconstitución del tiempo, el escudriñamiento acerado de los laberintos
psicológicos que mueven las conductas, redimen y justifican el horror de lo que
se cuenta. Y generan la tensión, el alelamiento, las intensas emociones y el
trance psíquico que experimenta el lector. Esas son las magias y milagros de la
gran literatura. De ese baño de mugre salimos conmovidos, turbados,
sensibilizados y mejor instruidos sobre lo que somos y hacemos. Ahora bien, ¿de
veras somos así, esas basuras ambulantes? ¿Es la vida esa cosa tan terrible? No
exactamente. Esa es sólo una parte de la verdad humana, que ha servido de
materia prima al que cuenta para fantasear una mitología sesgada y soberbia de
la vida. Hay otra, felizmente, que no aparece en esa radiografía parcial y
mítica concebida con tanto maquiavelismo y destreza por el gran novelista
norteamericano.
La literatura no documenta la realidad, la transforma y adultera para
completarla, añadiéndole aquello que, en la vida vivida, sólo se experimenta
gracias al sueño, los deseos y a la fantasía. Pero el pesimismo de Faulkner
nunca se aleja demasiado de lo real. El sur profundo no es hoy lo que era
cuando él lo vivió. Hoy mismo, Barak Obama, un presidente negro, juramenta por
segunda vez en Washington en el día en que todo Estados Unidos recuerda a
Martin Luther King como un héroe nacional indiscutido. Los prejuicios raciales,
aunque no hayan desaparecido, tienden a declinar, y, al igual que la
discriminación de la mujer, se enmascaran y disimulan porque hay una moral y
una legalidad que los rechazan. En este sentido, la sociedad norteamericana ha
avanzado más rápido que otras, que progresan a paso de tortuga, o retroceden.
Pero el mundo de nuestros
días sigue siendo faulkneriano en lo que concierne a la religión. En los
grandes centros de la civilización occidental, como la propia sociedad
estadounidense, la religión sirve todavía de refugio a fanáticos e intolerantes
que quisieran detener la historia y hacerla regresar al oscurantismo, aboliendo
a Darwin y reemplazando la teoría de la evolución por el “diseño inteligente
divino”, y no se diga en otras regiones del mundo, como Israel o los países
musulmanes, donde, en nombre de un Dios justiciero e implacable como el que
truena a través de las bocas de los pastores en las iglesias de Jefferson, se
justifican los despojos territoriales, la discriminación de la mujer y de las
minorías sexuales y hasta los asesinatos y torturas de los adversarios. En The New York Times de esta mañana leo
la historia, en Afganistán, de una jovencita de 16 años que por rehusar casarse
con el viejo que la negoció con su padre luce la cara desfigurada a cuchillazos
por su hermano mayor, que de esta manera lavó el honor de la familia. La nota
añade que en los últimos meses varias decenas de jóvenes afganas han sido
asesinadas o mutiladas por sus propios padres o hermanos por razones parecidas.
Ochenta años después de publicada Light in August, buena parte del
mundo se empeña todavía en parecerse a la pequeña sociedad apocalíptica de
verdugos, víctimas y desquiciados mentales que Faulkner fantaseó en esta
formidable novela.
Mario Vargas Llosa
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