Vargas Llosa analiza la
figura de Benedicto XVI, que ha decidido dejar de ser papa el día 28 de
febrero. Describe algunas de sus características personales y de sus
aportaciones en la dirección de la Iglesia Católica. Aporta datos que ayudan a
entender la razón de su orientación más bien conservadora en la dirección religiosa.
Elogia su enorme aportación intelectual y su firmeza al combatir actitudes
inaceptables que se han dado entre una parte de los sacerdotes católicos.
Reconoce la grandísima importancia del catolicismo en la conservación y el
desarrollo de la cultura occidental y de la cultura de la humanidad en general,
en todos sus aspectos, el científico incluido, así como también en lo determinante
que ha sido su contribución al nacimiento e impulso de los valores democráticos
y del reconocimiento de la dignidad y los derechos humanos. Señala el contraste entre una persona de una sensibilidad espiritual y intelectual y de firmes principios morales frente a un mundo, el de hoy, claramente materialista, superficial y relativista.
Benedicto
XVI trató de responder a descomunales desafíos con valentía y decisión, aunque
sin éxito. La cultura y la inteligencia no bastan para enfrentar el maquiavelismo
de los intereses creado.
No sé por
qué ha sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI; aunque excepcional, no
era imprevisible. Bastaba verlo, frágil y como extraviado en medio de esas
multitudes en las que su función lo obligaba a sumergirse, haciendo esfuerzos
sobrehumanos para parecer el protagonista de esos espectáculos obviamente
írritos a su temperamento y vocación. A diferencia de su predecesor, Juan Pablo
II, que se movía como pez en el agua entre esas masas de creyentes y curiosos
que congrega el Papa en todas sus apariciones, Benedicto XVI parecía totalmente
ajeno a esos fastos gregarios que constituyen tareas imprescindibles del
Pontífice en la actualidad. Así se comprende mejor su resistencia a aceptar la
silla de San Pedro que le fue impuesta por el cónclave hace ocho años y a la
que, como se sabe ahora, nunca aspiró. Sólo abandonan el poder absoluto, con la
facilidad con que él acaba de hacerlo, aquellas rarezas que, en vez de
codiciarlo, desprecian el poder.
No era un
hombre carismático ni de tribuna, como Karol Wojtyla, el Papa polaco. Era un
hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión y de estudio, seguramente uno
de los Pontífices más inteligentes y cultos que ha tenido en toda su historia
la Iglesia católica. En una época en que las ideas y las razones importan mucho
menos que las imágenes y los gestos, Joseph Ratzinger era ya un anacronismo,
pues pertenecía a lo más conspicuo de una especie en extinción: el intelectual.
Reflexionaba con hondura y originalidad, apoyado en una enorme información
teológica, filosófica, histórica y literaria, adquirida en la decena de lenguas
clásicas y modernas que dominaba, entre ellas el latín, el griego y el hebreo.
Aunque concebidos siempre dentro de la ortodoxia cristiana pero con un
criterio muy amplio, sus libros y encíclicas desbordaban a menudo lo
estrictamente dogmático y contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los
problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no
creyentes podían leer con provecho y a menudo —a mí me ha ocurrido— turbación.
Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazaret, su pequeña autobiografía y sus
tres encíclicas —sobre todo la segunda, Spe
Salvi, de 2007, dedicada a analizar la naturaleza bifronte de la ciencia
que puede enriquecer de manera extraordinaria la vida humana pero también
destruirla y degradarla—, tienen un vigor dialéctico y una elegancia expositiva
que destacan nítidamente entre los textos convencionales y redundantes,
escritos para convencidos, que suele producir el Vaticano desde hace mucho
tiempo.
A Benedicto
XVI le ha tocado uno de los períodos más difíciles que ha enfrentado el
cristianismo en sus más de dos mil años de historia. La secularización de la
sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo en Occidente, ciudadela de la
Iglesia hasta hace relativamente pocos decenios. Este proceso se ha agravado
con los grandes escándalos de pedofilia en que están comprometidos centenares
de sacerdotes católicos y a los que parte de la jerarquía protegió o trató de
ocultar y que siguen revelándose por doquier, así como con las acusaciones de
blanqueo de capitales y de corrupción que afectan al banco del Vaticano.
El robo de
documentos perpetrado por Paolo Gabriele, el propio mayordomo y hombre de
confianza del Papa, sacó a la luz las luchas despiadadas, las intrigas y
turbios enredos de facciones y dignatarios en el seno de la curia de Roma
enemistados por razón del poder. Nadie puede negar que Benedicto XVI trató de
responder a estos descomunales desafíos con valentía y decisión, aunque sin
éxito. En todos sus intentos fracasó, porque la cultura y la inteligencia no
son suficientes para orientarse en el dédalo de la política terrenal, y
enfrentar el maquiavelismo de los intereses creados y los poderes fácticos en
el seno de la Iglesia, otra de las enseñanzas que han sacado a la luz esos ocho
años de pontificado de Benedicto XVI, al que, con justicia, L’Osservatore
Romano describió como “un pastor rodeado por lobos”.
Pero hay que reconocer que gracias a él por fin recibió un castigo oficial
en el seno de la Iglesia el reverendo Marcial Maciel Degollado, el mejicano de
prontuario satánico, y fue declarada en reorganización la congregación fundada
por él, la Legión de Cristo, que hasta entonces había merecido apoyos
vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana. Benedicto XVI fue el primer Papa
en pedir perdón por los abusos sexuales en colegios y seminarios católicos, en
reunirse con asociaciones de víctimas y en convocar la primera conferencia
eclesiástica dedicada a recibir el testimonio de los propios vejados y de
establecer normas y reglamentos que evitaran la repetición en el futuro de
semejantes iniquidades. Pero también es cierto que nada de esto ha sido
suficiente para borrar el desprestigio que ello ha traído a la institución,
pues constantemente siguen apareciendo inquietantes señales de que, pese a
aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los esfuerzos de las
autoridades de la Iglesia se orientan más a proteger o disimular las fechorías
de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y castigarlas.
Tampoco
parecen haber tenido mucho éxito los esfuerzos de Benedicto XVI por poner fin a
las acusaciones de blanqueo de capitales y tráficos delictuosos del banco del
Vaticano. La expulsión del presidente de la institución, Ettore Gotti Tedeschi,
cercano al Opus Dei y protegido del cardenal Tarcisio Bertone, por
“irregularidades de su gestión”, promovida por el Papa, así como su reemplazo
por el barón Ernst von Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar los
procesos judiciales y las investigaciones policiales en marcha relacionadas, al
parecer, con operaciones mercantiles ilícitas y tráficos que ascenderían a
astronómicas cantidades de dinero, asunto que sólo puede seguir erosionando la
imagen pública de la Iglesia y confirmando que en su seno lo terrenal prevalece
a veces sobre lo espiritual y en el sentido más innoble de la palabra.
Joseph
Ratzinger había pertenecido al sector más bien progresista de la Iglesia
durante el Concilio Vaticano II, en el que fue asesor del cardenal Frings y
donde defendió la necesidad de un “debate abierto” sobre todos los temas, pero
luego se fue alineando cada vez más con el ala conservadora, y como Prefecto de
la Congregación para la Doctrina de la Fe (la antigua Inquisición) fue un
adversario resuelto de la Teología de la Liberación y de toda forma de
concesión en temas como la ordenación de mujeres, el aborto, el matrimonio
homosexual e, incluso, el uso de preservativos que, en algún momento de su
pasado, había llegado a considerar admisible.
Esto, desde luego, hacía de él un anacronismo dentro del anacronismo en que
se ha ido convirtiendo la Iglesia. Pero sus razones no eran tontas ni
superficiales y quienes las rechazamos, tenemos que tratar de entenderlas por
extemporáneas que nos parezcan. Estaba convencido que si la Iglesia católica
comenzaba abriéndose a las reformas de la modernidad su desintegración sería
irreversible y, en vez de abrazar su época, entraría en un proceso de anarquía
y dislocación internas capaz de transformarla en un archipiélago de sectas enfrentadas
unas con otras, algo semejante a esas iglesias evangélicas, algunas circenses,
con las que el catolicismo compite cada vez más –y no con mucho éxito— en los
sectores más deprimidos y marginales del Tercer Mundo. La única forma de
impedir, a su juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual, teológico y
artístico fecundado por el cristianismo se desbaratara en un aquelarre
revisionista y una feria de disputas ideológicas, era preservando el
denominador común de la tradición y del dogma, aun si ello significaba que la
familia católica se fuera reduciendo y marginando cada vez más en un mundo
devastado por el materialismo, la codicia y el relativismo moral.
Juzgar hasta
qué punto Benedicto XVI fue acertado o no en este tema es algo que, claro está,
corresponde sólo a los católicos. Pero los no creyentes haríamos mal en
festejar como una victoria del progreso y la libertad el fracaso de Joseph
Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no sólo representaba la tradición
conservadora de la Iglesia, sino, también, su mejor herencia: la de la alta y
revolucionaria cultura clásica y renacentista que, no lo olvidemos, la Iglesia
preservó y difundió a través de sus conventos, bibliotecas y seminarios,
aquella cultura que impregnó al mundo entero con ideas, formas y costumbres que
acabaron con la esclavitud y, tomando distancia con Roma, hicieron posibles las
nociones de igualdad, solidaridad, derechos humanos, libertad, democracia, e
impulsaron decisivamente el desarrollo del pensamiento, del arte, de las letras,
y contribuyeron a acabar con la barbarie e impulsar la civilización.
La
decadencia y mediocrización intelectual de la Iglesia que ha puesto en
evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación de impotencia que parece
haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda factor primordial de su
renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está nuestra época con todo
lo que representa vida espiritual, preocupación por los valores éticos y
vocación por la cultura y las ideas.
Mario Vargas
Llosa
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