Aprobación de la Constitución de los Estados Unidos en 1787 |
¿Son demócratas los catalanistas?
A los liberales como en general a
los progresistas les cuesta comprender la naturaleza última del nacionalismo.
No lo pueden entender porque, allí donde se instala, encarna la refutación
permanente, cotidiana, de su misma concepción del mundo. Y es que el
nacionalismo conlleva la negación de las premisas básicas sobre las que se
asienta la idea de la humanidad que les resulta propia. Solo desde el pesimismo
antropológico cabe aprehender el fenómeno nacionalista. Y ello por una razón
tan simple como desoladora, a saber, que los valores en que se inspiran tanto
el liberalismo como la democracia son no solo ajenos sino refractarios a la
condición humana. Ese lujo extravagante que nos permitimos unos cuantos
occidentales decadentes, la democracia liberal, es algo contra natura, un
artificio extraño a la esencia profunda del Homo sapiens.
Sin comprender eso no se puede
comprender a la señora Marta Rovira. Porque la señora Marta Rovira no es
ninguna nazi, ni tampoco un monstruo siniestro. Con sus abrazos promiscuos y
sus pequeñas deficiencias morfosintácticas, la señora Marta Rovira es en verdad
lo que parece: la vecina amable a la que uno recurriría para pedirle una taza
de sal en caso de necesidad. El único problema de la señora Marta Rovira es que
no es demócrata. Si lo fuera, tendría que priorizar el concepto de ciudadanía
sobre el de identidad, empresa imposible para alguien, como es el caso, educado
en la cultura del catalanismo.
Pues la democracia, contra lo
que suponen los nacionalistas de todas las naciones, no consiste en un método
de decisión, el basado en el sufragio universal, sino en una forma de vida
colectiva asentada en la aceptación del disenso. Razón última, por cierto, de
su carácter en gran medida antinatural. Porque lo instintivo y espontáneo, lo
genético casi, es lo contrario: adherirse a lo tribal. En alguna parte le he
leído a Guy Sorman que la democracia es el resultado histórico de una larga
lucha contra nosotros mismos, contra nuestras tendencias más arraigadas y
profundas. Y es verdad. El demócrata cree que cualquier miembro de una
comunidad únicamente está obligado a admitir determinados principios morales
básicos. El nacionalista, en cambio, postula como obligatoria una identidad
cuyos rasgos canónicos él mismo se encarga de definir. Hacer lo posible para
que algún día la democracia arraigue, al fin, en Cataluña, he ahí la tarea más
perentoria.
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