Enrique Rojas nos aporta una espléndida reflexión
sobre los valores. Sobre qué son los valores y cuáles en su opinión serían los
más importantes.
La reflexión sobre los
valores es una constante en la historia del pensamiento, precisamente porque la
vida humana no es posible sin valores. Vivir es orientarse hacia valores, que
compartimos o no, que son aceptables o no …
Vivir en función de valores es plantearse objetivos, retos importantes,
aquellos que dan sentido a nuestra vida.
Las primeras y más
profundas reflexiones se las debemos a los pensadores griegos. Entre ellos,
especialmente Platón. Como E. Rojas, también Platón creía que los valores
centrales de la vida de una persona son cuatro. Él los concretaba así :
prudencia, fortaleza, moderación y justicia.
La definición que nos da
E. Rojas de valor coincide con la que nos da Platón de virtud: la virtud es
aquella disposición que potencia lo mejor de nosotros, nos enriquece y
perfecciona.
Entre los pensadores
griegos, Aristóteles y Epicuro dieron, como también lo hace E. Rojas, una gran
importancia a la amistad.
Los cuatro valores que más cotizan
«Alegría, amistad, integridad y solidaridad. Estos cuatro valores
significan haber adquirido una cierta disposición para el bien. Y eso es una
cumbre psicológica que merece la pena escalar. La felicidad no se da en el
superhombre, sino en el hombre verdad”.
A Pedro Rodríguez-Ponga, una de las personas más completas que he conocido
Vivimos en un mundo de cambios trepidantes. Lo que hoy vale y sirve, en un tiempo
breve se diluye y pierde consistencia. En este artículo quiero esclarecer qué
son los valores, en qué consisten y cuáles son hoy los que tienen mejor venta en
cualquier mercado. Apostar por aquello que no pasa, que no tiene fugacidad y
que es un terreno sólido, que se adscribe a aquella sentencia latina: fundata
enim erat supra petram: el edificio no se derrumbó porque estaba edificado
sobre piedra, era fuerte, rocoso, consistente.
Se llama valor a todo bien que ayuda a crecer como persona, como ser humano
y que conduce a una mejoría individual que de algún modo nos perfecciona. Esta
definición debo apoyarla con la siguiente afirmación. El bien es lo que todos
apetecen, aquello que es capaz de saciar la más profunda sed de hombre.
Preparando estas líneas he hecho una lista de cuáles son los cuatro valores más
representativos hoy, aquellos que llevan la voz cantante. Son estos: alegría,
amistad, integridad y solidaridad. Vamos a ir analizándolos.
La alegría es un estado de ánimo positivo, de contento, de buen tono vital,
que tiene dos notas en su interior. Una, permanente: manifestación habitual de
cómo uno se encuentra por dentro psicológicamente y que responde a un estilo de
vida, a una forma de entenderse a sí mismo y de comprender la realidad. La meta
de una correcta educación es la alegría. Es el lucero del alma. El sentimiento
de estar contento con uno mismo porque el proyecto personal va saliendo
adelante a pesar de los mil y un avatares que le han sucedido. También en saber
perdonarse uno sus fallos, carencias, cosas mal enfocadas. La otra nota,
transitoria, que es la consecuencia de haber conseguido algún objetivo por el
que uno ha luchado y que finalmente se ha alcanzado.
Ambas se entrecruzan. Alegrarse es amar. La alegría es contagiosa cuando es
verdadera. Y moverse en ese estado anímico produce en el entorno una atmósfera
positiva, atrayente, de serenidad optimista. Solo es posible la fiesta en una
vida donde la alegría está en primer plano: se disfruta merecidamente de algo
agradable que nos saca de lo ordinario. En la alegría hay balance positivo de
uno mismo y ahí se barajan partidas muy distintas, pero salta, emerge, asoman
con nitidez el optimismo, el buen humor, la dicha, la broma, el festejo… Hay
tres estados de cierto parentesco: placer, alegría y felicidad; pues bien, la
alegría está por encima del placer, pero por debajo de la felicidad. La alegría
debe ser una de las puertas de entrada a nuestra intimidad.
La amistad es uno de los platos fuertes del banquete de la vida. Es un
sentimiento positivo que tiene tres ingredientes: afinidad, donación y
confidencia. Y todo ello descansa sobre una estimación recíproca. La amistad es
una forma de amor sin sexualidad. A diferencia de lo que ocurre en el amor. En
la amistad hay una mezcla de admiración y seducción. Pero debemos ser muy
realistas y hablar de los grados de amistad: esta secuencia va desde el
conocido que saludamos por la calle o aquel otro con el que nos detenemos unos
minutos, pasando por el que vemos de forma frecuente, al amigo de bastante
familiaridad, hasta llegar al amigo íntimo: con el que nos abrimos de par en
par y le dejamos entrar hasta nuestra ciudadela interior y que vea la verdad de
lo que somos y que llega a conocer nuestra vida y milagros. Vamos de la
superficie a la profundidad, de unos mínimos a lo máximo.
Toda amistad íntima es en sus comienzos arriesgada. Pero a la larga produce
unos frutos psicológicos excelentes. Hay cercanía, conversación, desahogo en
los momentos difíciles. En una palabra: trato. Tratarse es buscarse,
preocuparse por sus cosas. Uno asiste a la existencia del otro y viceversa. Y
en ese contexto es esencial la discreción: da un sello verdadero a esos
sentimientos compartidos. Por eso, la amistad se hace de confidencias y se
deshace con indiscreciones. El amor es más verdadero a medida que se apoya en
una amistad sólida.
En tercer lugar hablo de la integridad. Íntegra es una persona recta,
verdadera, auténtica, que es capaz de introducir en el cóctel de su
personalidad una serie de ingredientes diversos que la hacen completa, total y
a la vez honrada, sin doblez. Se trata de alguien que ha sido capaz de construir
una vida manejando bien todos los ingredientes más importantes de la
existencia, con equilibrio y proporción. La persona íntegra es auténtica. Entre
su vida pública y su vida privada hay una buena ecuación, cuadran bien. Una
persona así es de fiar y uno se abre a ella con una paz absoluta, porque sabe
que de ese encuentro solo pueden venirle cosas positivas y enriquecedoras. La
integridad es la sencillez de los sabios y la sabiduría de los santos. Es el
secreto de llegar a ser uno mismo, con el corazón ligero y paz, sin
impaciencia, mirando a los demás con amor. Si la sencillez es la virtud de la
infancia, la integridad es la virtud de la madurez.
La solidaridad es uno de los nuevos valores de recambio. Es la virtud
social de adherirse a las causas difíciles de otras personas con la intención
de ayudarle. Uno hace causa común con gente que está atravesando una situación
mala, dura, desgraciada y que afecta a su existencia. Es concordia,
fraternidad, compañerismo. Pero el hilo conductor es la generosidad. Lo que les
sucede a esas personas no nos es indiferente. Uno de los rasgos de esta
sociedad que nos ha tocado vivir es el individualismo, que tiene muchos matices
y cuya sombra alargada se quiebra en muchos campos y que es una de las
patologías modernas de la libertad.
La solidaridad arranca del hecho de que todos los seres humanos somos
iguales y tenemos las mismas aspiraciones y que es bueno para que la sociedad
sea más sana interesarnos en la medida de lo posible por los que nos rodean,
intentando hacer algo por remediar su situación. El individualista dice «ese es
su problema»; es un egoísmo evidente. Y ahí flota la célebre frase homo homini
lupus: el hombre es un lobo para el hombre (Hobbes). Pero aquí hacemos una
llamada a seguir el camino inverso: soy generoso y dedico mi tiempo, mi
esfuerzo y mi aportación hacia esos que sufren porque me siento en humanidad
con ellos. Se trata de un acto de amor que humaniza a la sociedad y nos ayuda a
crecer como personas. Y uno se da cuenta en esas circunstancias: quiero
mejorarme a mí mismo, sacar lo mejor que llevo dentro, olvidarme por un rato de
mis cosas y dirigirme hacia ese otro que lo está pasando mal y por el que yo
puedo hacer algo. Solo puede ser solidaria una persona que tiene sentimientos
nobles y que es capaz de dejar a un lado el individualismo, el egoísmo, la
competitividad profesional, y volverse con amor y operatividad hacia el que
está sufriendo. Dejamos de ser una isla y queremos ser un archipiélago unido.
Es una reacción desinteresada, defender al otro, echarle una mano, mirarlo a
los ojos e intentar tirar de él. La solidaridad es un sentimiento superior.
Esto significa querer pertenecer al género humano y arrimar el hombro. Es lo
contrario del amor propio. Hemos sido más educados para la exigencia que para
la generosidad. Pero ahí está el reto.
Estos cuatro valores en alza
significan haber adquirido una cierta disposición para el bien. Y eso es una
cumbre psicológica que merece la pena escalar. La felicidad no se da en el
superhombre, sino en el hombre verdadero.
Enrique Rojas Catedrático de
Psiquiatría ABC 24.1.13
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