SHOSTAKÓVICH Y EL TERROR SIN FIN
Con Shostakóvich como protagonista, «El ruido del
tiempo», de Julian Barnes, es más que una novela. Un escalofriante estudio
sobre los artistas sometidos por las tiranías
¿Puede el terror datarse,
exactamente, en la vida de un ser humano? Para el célebre compositor ruso
Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo, 1906 Moscú, 1975), como cuenta el
novelista británico Julian Barnes en El ruido del tiempo, su magnífico estudio
sobre la sumisión de los artistas bajo un régimen totalitario, todo comenzó por
un editorial del periódico Pravda, órgano oficial del PCUS, publicado el 28 de
enero de 1936, en plena época del «Gran Terror». El ataque furibundo («caos en
vez de música»), quizá firmado por el propio Stalin –quien, junto a Molotov y
otros jerarcas, había asistido a la representación de la ópera de Shostakóvich
Lady Macbeth de Mtsensk–, insinuaba lo peor en aquellos días de purgas
salvajes.
Más adelante, si quería
seguir con vida, Shostakóvich tendría que ser tutelado por comisarios
marxistas-leninistas que le indicarían la aptitud ideológica de sus obras.
Ovacionado y aclamado como en su día lo fue Chaikovski, el «desviado»
Shostakóvich fue «perdonado» en 1941 gracias a la patriótica Sinfonía nº 7,
llamada «de Leningrado», que dio la vuelta al mundo. Celebraba la heroica
defensa de su ciudad natal, la antigua San Petersburgo, ante el criminal cerco
de los nazis.
Fe ciega y absoluta
El rumor del tiempo, así
tituló Ósip Mandelstam, el gran poeta ruso liquidado por Stalin, sus memorias
de San Petersburgo, durante «la prehistoria de la revolución». En el caso de
Shostakóvich, un artista que cedió y vendió su alma por el difícil arte de la
supervivencia; que dedicó su vida al Poder, intentando al mismo tiempo no
traicionar su obra, «¿qué podía oponerse al ruido del tiempo?», se nos dice en
la novela de Barnes. Una novela que se convierte en un escalofriante, minucioso
y quirúrgico estudio de la tenebrosa relación entre el Poder y unos creadores a
los que, bajo las tiranías, no sólo se les exigía sumisión y docilidad, sino
una fe ciega y absoluta en un proyecto.
El proyecto es el socialista,
que tiene que ser llevado a cabo en todos los ámbitos de la vida humana. A ello
sólo se puede oponer «esa música que llevamos dentro –la música de nuestro
ser–, que algunos transforman en auténtica música. Que, a lo largo de las
décadas, si es lo suficientemente fuerte y auténtica y pura para acallar el
ruido del tiempo, se transforma en el susurro de la Historia».
¿Quién vencerá por fin? ¿La
fuerza de la música íntima, interior, de cada cual; la que nos da
individualidad? ¿O el tenue, borroso susurro de la Historia, cuando ya todo ha
pasado y la tragedia se convierte en algo parecido a una farsa cómica y
ridícula? Es lo que nos plantea Barnes en esta obra, mitad biografía imaginaria
de un personaje –con una base auténtica y documentada–, mitad ensayo sobre las
tiranías que intentan sojuzgar no sólo los cuerpos sino también las mentes.
Shostakóvich siempre se
sintió un ser libre aunque sin madera de héroe y sufrió por ello a lo largo de
toda su vida («detestaba la esclavitud de las ideas tanto como la física», dice
Barnes). Encarnó un destino gris difícilmente memorable: fue un
colaboracionista no creyente, no sumiso ni vergonzosamente obsequioso. No fue
un delator e intercedió en favor de muchos. Salvo de él mismo.
Sólo un instante
¿Puede uno escapar a su destino?
¿Qué habría hecho cualquier creador nacido libre y acostumbrado a crear en
libertad, si se hubiera visto sometido a aquellas presiones que amenazaban
tanto su vida como la de los suyos? El destino que narra Barnes puede parecer
banal, bochornoso, no tan lucido como el de un héroe. Se trata del destino de
alguien cobarde, que se dejó amedrantar.
Su amigo Rostropóvich, de
forma algo optimista, sostenía que «cuanto más grande es el talento artístico,
más capaz se es de resistir a la persecución». Ese no fue el caso de
Shostakóvich. Aunque de un gran talento –de los mayores de su época, junto a
Prokófiev y Stravinski–, no supo resistir. Toda su vida se negó afiliarse al
Partido, pero al final acabó cediendo a presiones constantes, persistentes,
infernales, que jamás desfallecían.
No era fácil ser un cobarde.
Para ser un héroe «bastaba sólo un instante», apretar por ejemplo un detonador
y ponerle fin a un tirano. Pero ser un cobarde, perder la dignidad día tras
día, exigía toda la tensión de un esfuerzo sobrehumano, emprender «una carrera
que duraba toda la vida». Y él la emprendió: compositor querido y ensalzado por
el régimen, paseado como imagen internacional de la pujante sociedad soviética
tras la «errónea» etapa del culto a la personalidad de Stalin, obtendría seis
veces el premio Stalin, sería condecorado periódicamente con la Orden de Lenin,
le sería asignado un coche con chófer, servicio y una dacha.
Algunos lo felicitaban por
haberse mantenido en pie, por no someterse en medio de «la histeria» generalizada.
Otros lo detestaban por haber pasado por el aro. Lo que es verdad es que
Stalin, un día, de esa manera caprichosa e imprevisible de los tiranos, decretó
que a él «no había que tocarlo».
El tiempo de Shostakóvich fue
precisamente ese: el de un terror absoluto, antojadizo, voluble, sin
paliativos, sin porqués. Sin escapatoria posible. Ni siquiera para quienes
interrogaban a los sospechosos. Un tal Zakrevsky, que interrogó a Shostakóvich,
le dio un plazo de 48 horas para que «reflexionara» y cantara los nombres de
los que se reunían en casa de su protector, el melómano mariscal Tujachevski,
mientras se preparaba un supuesto «complot contra el camarada Stalin».
Delitos imaginarios
«Siempre puntual, incluso
cuando se dirigía a su propia muerte», Shostakóvich acudió el día acordado a su
lúgubre cita con el destino. Es decir, a ser deportado al gulag o fusilado.
Todo ello, tras ser sometido a un agotador interrogatorio, en el que confesó
delitos imaginarios y probablemente, dada su poca resistencia, «implicaría a
todo el mundo».
Nada más llegar le fue
anunciado que ese día no vendría su interrogador. Había sido arrestado como
sospechoso. Su pista –como «su propio nombre», dice Barnes– se perdería en la
noche de los tiempos. Mientras que el amigo y protector de Shostakóvich,
Tujachevski, sería ejecutado, junto a toda la élite del Ejército Rojo, en las
célebres purgas de 1937.
Diez años más tarde, cuando
Shostakóvich asistió a dar el pésame a la familia de su viejo amigo Solomon
Mikhoels, fundador del Teatro Judío de Moscú, asesinado por Stalin, dijo
susurrando antes de marcharse: «Le envidio». En ocasiones, la muerte era
preferible a aquel terror sin fin. El ruido del tiempo Julian Barnes
4 jun. 2016 ABC Cultural MERCEDES
MONMANY
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