ALEMANIA-ESPAÑA
1945-2016
A las seis de la mañana del
30 de abril de 1945, un autobús recoge a un grupo de personas en el hotel Lux
de Moscú. Apenas hablan entre sí y por las miradas interrogativas que cruzan se
deduce que no conocen a dónde les lleva, hasta que entran en el aeropuerto.
Allí les espera un «Douglas» norteamericano, que abordan, ya sin poder reprimir
su excitación. Sólo uno de ellos, un hombre de mediana edad, parco de gestos y
mirada fría, se mantiene indiferente, tal vez por ser el único que conoce el
destino y propósito de la misión. Es Walter Ulbricht, de 51 años, nacido en
Leipzig, carpintero de oficio, diputado comunista en el Reichstag antes de que
ardiera. Huyó a Francia y España, donde colaboró en la eliminación de los
combatientes antiestalinistas, para terminar refugiándose en Moscú. El más
joven del grupo era Wolfgang Leonhard, 23 años, hijo de comunistas alemanes que
pudieron escapar antes de que los nazis los enviaran a un campo de
concentración y muy posiblemente a la muerte. Ha estudiado en la Academia de
líderes del partido y habla ruso casi mejor que el alemán. De su libro Die
Revolution entlässt ihre Kinder (La revolución despide a sus hijos), tomamos
estas notas. El avión aterriza en un aeródromo próximo a la antigua frontera
germano-polaca. Desde allí, en camión, a Berlín. Es cuando un oficial les
informa: «Ustedes son los miembros del nuevo Gobierno alemán».
Claro que la primera visita
es el mariscal Sukows, comandante de la plaza, que está encantado de verlos y
traspasarles la administración de aquel cementerio de ruinas en que se había
convertido la excapital del Tercer Reich, donde faltaba agua, luz, carbón,
medicinas, alimentos, todo. Ulbricht se los lleva luego al local que les han
señalado como cuartel general, asigna a cada uno el barrio que van a
administrar y da las primeras consignas para su labor: «Mucho cuidado al
nombrar alcaldes y concejales. En los barrios obreros deben ser obreros,
preferentemente socialdemócratas; en los barrios burgueses, burgueses,
profesionales, conocidos por su ideario liberal, profesores, abogados, y si
tienen un doctorado, mejor». Es como los veinte barrios de Berlín sólo tienen
dos alcaldes comunistas tras haber sido ocupada por las tropas soviéticas.
Ahora bien, Ulbricht añade un detalle importante: «En todas las alcaldías, el
primer teniente de alcalde, el concejal para personal, el de educación y el
encargado de la Policía tienen que ser comunistas». Ante las miradas de asombro
de su grupo, el futuro presidente de la República Democrática Alemana lo resume
en una frase lapidaria: «La cosa está clara. Debe parecer democrático, pero
nosotros debemos tener los hilos de todo». En qué acabó aquello lo conocen
ustedes: en el famoso Muro.
Me gustaría contarles algunas
de las situaciones que acontecieron a continuación, hilarantes algunas, tristes
otras, pero entonces no me quedaría espacio para explicar por qué traigo aquí,
71 años después, esta vieja historia.
Me la ha traído a la memoria
la entrevista que en «La mañana», de TVE, han hecho a Pablo Iglesias. Había
coincidido con él hace un par de años en una animada tertulia televisiva, y no
había forma de reconocerle. Entonces era todo indignación, ira, sarcasmo,
cólera. Me recordó the angry young men, los jóvenes furiosos que conocí en
Estados Unidos durante los años sesenta del pasado siglo, dispuestos a no dejar
ni rastro del capitalismo, de sus secuaces y esclavos. Incluso en su apariencia
los imitaba, así como los topicazos de su discurso. «Neobolchevismo», me dije.
Lo que me sorprendió fue que, cuando lo dije en voz alta, muchos se
sorprendieron, ya que para ellos lo que decía Pablo Iglesias sonaba a novedoso
e incluso atractivo. Claro que no habían vivido, como yo, nueve años con el
comunismo al lado.
Pero el Pablo Iglesias del
otro día en «La mañana» nada tenía que ver con aquel, con el de la «guillotina
como instrumento democrático», con el de las «bofetadas a los fascistas», con
el de los «asaltos al cielo». Esta vez todo eran sonrisas y manos tendidas a un
lado y otro. Irreconocible, vamos. Pero lo que ya me dejó turulato fue oírle
alabar la socialdemocracia, considerada por los comunistas como traidora de la
clase obrera y servidora del capitalismo, con el estrambote de que, al
preguntarle por su modelo de régimen, se olvidó del venezolano y señaló a los
escandinavos, citándolos por el nombre: «Suecia, Noruega, Dinamarca». Yo, si
fuese Maduro, le exigía devolver el dinero que entregó a la fundación de la que
nació Podemos. Una conversión así no se ha visto desde que san Pablo se cayó
del caballo.
Como este tipo de milagros no
suelen ocurrir, sobre todo en política, es lícito pensar que estamos ante una
retirada estratégica de cara a las próximas elecciones. Lo avala que hayan
recomendado a sus socios de Izquierda Unida que no acudan a sus mítines y
manifestaciones con símbolos tan ostentosos como banderas rojas con la hoz y el
martillo, y ellos mismos se pongan la rojigualda en la solapa en los actos
públicos. Si la «conversión» fuera sincera, alardearían de ella y pondrían
verde a su anterior ideología como suelen hacer los conversos de verdad. Ellos
sólo temen que los españoles que les votaron el 20-D movidos por la rabia que
les producía tanta corrupción, por un lado, y tantos recortes, por el otro, se
detengan a pensar qué significaría un régimen bajo la bandera roja con la hoz y
el martillo, y se echen atrás. Pues con las cosas de comer no se juega, y
comida no hay mucha en los «paraísos del proletariado». Libertad, todavía
menos.
Está, además, la experiencia
acumulada desde la caída del Muro de Berlín. Aunque nadie aprende en cabeza
ajena, quien más quien menos sabe lo que ocurría detrás de él, como lo que
ocurre en Venezuela. Los comunistas son expertos en propaganda. Cuando están en
la oposición nadie les gana en la defensa de las libertades, respeto a los
derechos civiles y clamores de igualdad de todos los ciudadanos. Pero, una vez
que se instalan en el poder, lo primero que hacen es meter en un arca todas
esas chorradas burguesas y establecer su «democracia popular», que ni es del
pueblo ni es democracia.
Ha sido, como les decía, ver
y oír a Pablo Iglesias con el disfraz socialdemócrata lo que trajo a mi memoria
el libro de Wolfgang Leonhard y su llegada a Berlín con el grupo Ulbricht, hace
tres cuartos de siglo. Lo encontré, amable, fiel, silencioso, baqueteado por
las idas y venidas, en una de las últimas estanterías, como un viejo amigo. Incluso
tenía subrayado el lance descrito. Lo he dejado a mano, pues me apetece
releerlo en su integridad. Puede que sea actual en la España de nuestros días.
Ya sólo me queda advertir que
el miembro más joven del grupo Ulbricht, con una brillante carrera política
ante sí, cuatro años después, la abandonaba aprovechando un viaje a Belgrado,
para convertirse en uno de los más respetados «kreminólogos» en el Oeste hasta
su muerte, ocurrida no ha mucho.
7 jun. 2016 ABC JOSÉ
MARÍA CARRASCAL
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