La «Quinta»
de Shostakóvich, su enmienda ante el régimen soviético
La
policía siempre llegaba por la noche. Sacaba al sospechoso de la cama y se lo
llevaba. Al día siguiente, era como si éste no hubiese existido nunca. Nadie
volvía a hablar de él en público, ni siquiera sus familiares. A principios de
1936, Shostakóvich aguardaba todas las noches la llegada de la policía. La
esperaba en el rellano de su piso con la maleta en la mano. Era un hombre
tímido, reservado: quería ahorrarse la vergüenza de ser sacado en pijama. Quién
lo habría imaginado. Él que había saludado con entusiasmo la revolución y era
uno de los compositores más destacados de la Unión Soviética. Su última ópera,
Lady Macbeth de Mtsensk, había sido un éxito rotundo en su patria y en el
extranjero. El propio Stalin había ido a verla, aunque ahí habían empezado los
problemas. El 28 de enero de 1936, un artículo en el Pravda cargaba ferozmente
contra la ópera. Bajo el título de «Caos en lugar de música», el anónimo autor
se recreaba en frases como «Todo es grosero, primitivo y vulgar. La música
gruñe, retumba, resopla y jadea». En aquellos tiempos, una reprobación oficial
de semejante calado era casi una condena a muerte.
Pero
la policía no llegó. Lo que Shostakóvich hizo fue cancelar el estreno inminente
de su cuarta sinfonía y escribir otra más acorde con las directrices del
régimen. La Quinta implicaba una retractación en toda regla: era una partitura
de arquitectura clásica, discurso lineal, tono solemne y desenlace optimista.
La tonalidad estaba sólidamente anclada y las disonancias eran manejadas con
cautela. La acogida fue excelente, y aunque los resbalones de la Sexta y de la
Octava volverían a darle quebraderos de cabeza al compositor, lo peor había
pasado.
Mucho
se ha discutido sobre el cambio de rumbo que supone la Quinta en la trayectoria
de Shostakóvich. Sin embargo, juzgar o interpretar las intenciones del artista
( ¿cobarde?, ¿disidente encubierto?, ¿oportunista?) no es el nudo de la
cuestión. Hay en esta sinfonía algo más profundo e inequívoco, que permanecerá
a partir de ahora en la obra de Shostakóvich: el miedo. Escucho los compases
iniciales de la Quinta y su postizo triunfo final: son representaciones sonoras
del miedo. El «Adagio» de la Octava o el «Moderato» de la Décima también son
hijos de ese miedo resignado, opaco, atenazador. La ironía estridente que
impregna muchas piezas de Shostakóvich es el reverso de este sentir: es la risa
nerviosa con la que el temeroso intenta ahuyentar sus fantasmas.
Nadie
ha superado a Shostakóvich en la representación del miedo que infunden el
totalitarismo y la muerte. Uno lo entiende mejor tras ver la maravillosa
película de La vida de
los
otros. Cuando el gesto o la afirmación más inocente pueden llevarte a la
cárcel, cuando cualquiera puede ser tu delator (un vecino, un paseante, incluso
un familiar), el desamparo es absoluto. Entonces el Poder deja de ser algo
concreto y se vuelve una presencia difusa, impalpable, ubicua. En cierto
sentido, el Poder desaparece y sólo queda el miedo, nada más que el miedo. Por
eso la policía llegaba por la noche. Igual que las pesadillas.
4
jun. 2016 Cultural STEFANO RUSSOMANNO
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