A
los que nunca hablan de ciudadanos distintos, diversos, opuestos y todos con el
mismo derecho a serlo sino que prefieren invocar por encima de ellos la
voluntad irrefutable del pueblo, a ésos podemos llamarles aprendices de tirano.
El
que habla en nombre del pueblo no se va a callar porque se le opongan
cuestiones legales, faltaría más.
Su
voz es la voz de la democracia misma, que según sus más encendidos entusiastas
está por encima de cualquier ley, constitución o estatuto.
Es
el pueblo (o sea, los chantres que hablan en su lugar) el único que decide
quién es pueblo y quién no y dispensa o revoca los correspondientes certificados
de buena conducta.
Locos por el pueblo
Denominar
‘pueblo’ al conjunto de la ciudadanía es una licencia poética aceptable a veces
aunque algo cursi, pero no conviene abusar de ella.
Cuando
alguien, polemizando con Schopenhauer, mencionaba al ‘espíritu’, el gran
pesimista respondía burlón: «¿El espíritu? ¿Y quién es ese mozo?». Algo
parecido tenemos ganas de decir algunos pesimistas de menor rango cuando oímos
ensalzar o invocar al ‘pueblo’, cosa que últimamente ocurre a cada paso. Porque
vamos a ver: ¿qué es el pueblo? O mejor dicho: ¿a qué quieren referirse los que
emplean ese término? Podríamos decir que el ‘pueblo’ es una forma de nombrar al
conjunto de ciudadanos en una asociación política localmente determinada. Pero
sin duda es bastante más que eso. Cuando se habla del ‘pueblo’ no solo estamos
describiendo o señalando, sino también valorando. El pueblo no es una categoría
neutra, sino positiva, incluso altamente positiva. Y además unánime y
homogénea. El pueblo es noble pero ingenuo, sufrido y fácil de engañar sin
dejar de ser a la vez sabio, capaz de rebelarse y castigar a quienes le maltratan
aunque también generoso y entusiasta cuando se tercia. Suele ser víctima el
pueblo, aunque sabe también ser verdugo justiciero.
Pero,
dado que al pueblo le pasa como a Dios, que está en todas partes y en ninguna
en particular, no es fácil saber lo que quiere y lo que pide. Por eso hay
cierto conflicto con sus mandatos, ya que el pueblo –como Dios, al que
casualmente tanto se parece en bastantes aspectos– siempre tiene intérpretes y
voceros que pontifican en su nombre y a veces se excomulgan entre sí. Cuando
hay elecciones, por ejemplo, quienes las ganan dirán satisfechos que «el pueblo
ha hablado». ¡Ah, pero eso no convence a todos los autodenominados portavoces
del pueblo!
Los
que no estén conformes con el resultado electoral asegurarán que el pueblo ha
sido engañado, traicionado, que no ha podido expresarse libremente durante la
campaña previa, que sus auténticas demandas no han sido escuchadas. Unos dirán
que los gobernantes electos han recibido su autoridad legítima del pueblo,
otros replicarán que los políticos no representan al pueblo y que desconocen
sus verdaderas necesidades o abusan desvergonzadamente de él. Si uno trata de
tener una actitud global, diciendo que tan pueblo son los gobernantes y quienes
les apoyan como la gente que sale a la calle a protestar contra ellos, tengan
por seguro que desagradará por igual a unos y a otros. Como el pueblo siempre
tiene la razón y las razones políticas se contraponen, no todos pueden ser
pueblo. Lo que no está claro es qué pueden ser quienes no son pueblo: ¿hay un
antipueblo, lo mismo que hay un pueblo?
Lo
único que resulta evidente es que, preguntemos a quien preguntemos, siempre nos
responderá que el pueblo verdadero, el pueblo fetén, es el que piensa como
piensan ellos. A veces puede coincidir con la mayoría, en otras ocasiones
mantiene opiniones radicales pero minoritarias. El pueblo no necesita someterse
a leyes, ni a controles númericos, ni siquiera a controles de alcoholemia. Y su
voz es la voz de la democracia misma, que según sus más encendidos entusiastas
está por encima de cualquier ley, constitución o estatuto. El que habla en
nombre del pueblo no se va a callar porque se le opongan cuestiones legales,
faltaría más. El pueblo es la democracia en estado puro, asilvestrada y aunque
parezca que sostiene opciones que muchos no comparten tiene siempre la
verdadera mayoría, que es la mayoría moral. Además es el pueblo (o sea, los
chantres que hablan en su lugar) el único que decide quién es pueblo y quién no
y dispensa o revoca los correspondientes certificados de buena conducta.
Podríamos
pensar que ‘pueblo’ es el nombre ponderativo que damos al conjunto de los
ciudadanos, pero la cosa no es tan sencilla. Hay importantes diferencias: la
primera es que los ciudadanos pueden ser buenos, malos o regulares mientras que
el pueblo siempre es bueno por definición. Todo pueblo es el pueblo elegido: la
comunión de los santos. Los atropellos cometidos por los ciudadanos son delitos
o crímenes, los que se cometen en nombre del pueblo y los representantes del pueblo
acogen como suyos son hazañas o simples excesos de celo (de cuyos daños tienen
la culpa, claro, los enemigos del pueblo). En el mejor y más leve de los casos,
denominar ‘pueblo’ al conjunto de la ciudadanía es una licencia poética
aceptable a veces aunque algo cursi, como llamar ‘corcel’ a un caballo. Pero no
conviene abusar: a los que siempre llaman ‘corceles’ a los caballos, aunque
sean percherones, no les tendremos por poetas sino por pedantes; y a los que
nunca hablan de ciudadanos distintos, diversos, opuestos y todos con el mismo
derecho a serlo sino que prefieren invocar por encima de ellos la voluntad
irrefutable del pueblo, a ésos podemos llamarles sin remilgos aprendices de
tirano. Antes, en la entrada de algunas fincas lucía el cartel de ‘cuidado con
el perro’; ahora, en la puerta de ciertos partidos debería poner: ‘cuidado con
el pueblo’. Fernando Savater, el correo
29/06/14
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