1/7/14

Pueblo o ciudadanos



A los que nunca hablan de ciudadanos distintos, diversos, opuestos y todos con el mismo derecho a serlo sino que prefieren invocar por encima de ellos la voluntad irrefutable del pueblo, a ésos podemos llamarles aprendices de tirano.

El que habla en nombre del pueblo no se va a callar porque se le opongan cuestiones legales, faltaría más.

Su voz es la voz de la democracia misma, que según sus más encendidos entusiastas está por encima de cualquier ley, constitución o estatuto.

Es el pueblo (o sea, los chantres que hablan en su lugar) el único que decide quién es pueblo y quién no y dispensa o revoca los correspondientes certificados de buena conducta.
Locos por el pueblo
Denominar ‘pueblo’ al conjunto de la ciudadanía es una licencia poética aceptable a veces aunque algo cursi, pero no conviene abusar de ella.
Cuando alguien, polemizando con Schopenhauer, mencionaba al ‘espíritu’, el gran pesimista respondía burlón: «¿El espíritu? ¿Y quién es ese mozo?». Algo parecido tenemos ganas de decir algunos pesimistas de menor rango cuando oímos ensalzar o invocar al ‘pueblo’, cosa que últimamente ocurre a cada paso. Porque vamos a ver: ¿qué es el pueblo? O mejor dicho: ¿a qué quieren referirse los que emplean ese término? Podríamos decir que el ‘pueblo’ es una forma de nombrar al conjunto de ciudadanos en una asociación política localmente determinada. Pero sin duda es bastante más que eso. Cuando se habla del ‘pueblo’ no solo estamos describiendo o señalando, sino también valorando. El pueblo no es una categoría neutra, sino positiva, incluso altamente positiva. Y además unánime y homogénea. El pueblo es noble pero ingenuo, sufrido y fácil de engañar sin dejar de ser a la vez sabio, capaz de rebelarse y castigar a quienes le maltratan aunque también generoso y entusiasta cuando se tercia. Suele ser víctima el pueblo, aunque sabe también ser verdugo justiciero.
Pero, dado que al pueblo le pasa como a Dios, que está en todas partes y en ninguna en particular, no es fácil saber lo que quiere y lo que pide. Por eso hay cierto conflicto con sus mandatos, ya que el pueblo –como Dios, al que casualmente tanto se parece en bastantes aspectos– siempre tiene intérpretes y voceros que pontifican en su nombre y a veces se excomulgan entre sí. Cuando hay elecciones, por ejemplo, quienes las ganan dirán satisfechos que «el pueblo ha hablado». ¡Ah, pero eso no convence a todos los autodenominados portavoces del pueblo!
Los que no estén conformes con el resultado electoral asegurarán que el pueblo ha sido engañado, traicionado, que no ha podido expresarse libremente durante la campaña previa, que sus auténticas demandas no han sido escuchadas. Unos dirán que los gobernantes electos han recibido su autoridad legítima del pueblo, otros replicarán que los políticos no representan al pueblo y que desconocen sus verdaderas necesidades o abusan desvergonzadamente de él. Si uno trata de tener una actitud global, diciendo que tan pueblo son los gobernantes y quienes les apoyan como la gente que sale a la calle a protestar contra ellos, tengan por seguro que desagradará por igual a unos y a otros. Como el pueblo siempre tiene la razón y las razones políticas se contraponen, no todos pueden ser pueblo. Lo que no está claro es qué pueden ser quienes no son pueblo: ¿hay un antipueblo, lo mismo que hay un pueblo?
Lo único que resulta evidente es que, preguntemos a quien preguntemos, siempre nos responderá que el pueblo verdadero, el pueblo fetén, es el que piensa como piensan ellos. A veces puede coincidir con la mayoría, en otras ocasiones mantiene opiniones radicales pero minoritarias. El pueblo no necesita someterse a leyes, ni a controles númericos, ni siquiera a controles de alcoholemia. Y su voz es la voz de la democracia misma, que según sus más encendidos entusiastas está por encima de cualquier ley, constitución o estatuto. El que habla en nombre del pueblo no se va a callar porque se le opongan cuestiones legales, faltaría más. El pueblo es la democracia en estado puro, asilvestrada y aunque parezca que sostiene opciones que muchos no comparten tiene siempre la verdadera mayoría, que es la mayoría moral. Además es el pueblo (o sea, los chantres que hablan en su lugar) el único que decide quién es pueblo y quién no y dispensa o revoca los correspondientes certificados de buena conducta.
Podríamos pensar que ‘pueblo’ es el nombre ponderativo que damos al conjunto de los ciudadanos, pero la cosa no es tan sencilla. Hay importantes diferencias: la primera es que los ciudadanos pueden ser buenos, malos o regulares mientras que el pueblo siempre es bueno por definición. Todo pueblo es el pueblo elegido: la comunión de los santos. Los atropellos cometidos por los ciudadanos son delitos o crímenes, los que se cometen en nombre del pueblo y los representantes del pueblo acogen como suyos son hazañas o simples excesos de celo (de cuyos daños tienen la culpa, claro, los enemigos del pueblo). En el mejor y más leve de los casos, denominar ‘pueblo’ al conjunto de la ciudadanía es una licencia poética aceptable a veces aunque algo cursi, como llamar ‘corcel’ a un caballo. Pero no conviene abusar: a los que siempre llaman ‘corceles’ a los caballos, aunque sean percherones, no les tendremos por poetas sino por pedantes; y a los que nunca hablan de ciudadanos distintos, diversos, opuestos y todos con el mismo derecho a serlo sino que prefieren invocar por encima de ellos la voluntad irrefutable del pueblo, a ésos podemos llamarles sin remilgos aprendices de tirano. Antes, en la entrada de algunas fincas lucía el cartel de ‘cuidado con el perro’; ahora, en la puerta de ciertos partidos debería poner: ‘cuidado con el pueblo’. Fernando Savater, el correo  29/06/14

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