Breve
descripción de los ideales políticos de Ortega y Gasset y de alguno de sus
vivencias biográficas más destacadas. Uno
de los grandes pensadores de nuestra época.
El
fracaso de Ortega y Gasset
El filósofo quiso democratizar España,
volverla europea mediante la persuasión; en eso consistía su liberalismo. Pero
la desilusión con la República y la sublevación fascista enterraron su proyecto
Me
hubiera gustado escuchar una conferencia de Ortega y Gasset, o, mejor todavía,
seguir alguno de sus cursos. Todos quienes lo oyeron dicen que hablaba con la
misma elegancia e inteligencia que escribía, en un español rico y fluido, muy
seguro de sí mismo, con ciertos desplantes vanidosos que no ofendían a nadie
por la enorme cultura que exhibía y la claridad con que era capaz de
desarrollar los temas más complejos. La doctora Margot Arce, que fue su alumna,
me contaba en Puerto Rico, medio siglo después de haberlo oído, el silencio
reverencial y extático que su palabra imponía a su auditorio. Me lo imagino muy
bien; incluso cuando uno lo lee —y yo lo he leído bastante, siempre con placer—
tiene la sensación de estarlo oyendo, porque en su prosa clara y frondosa hay
siempre algo de oral.
La
biografía que acaba de publicar Jordi Gracia (Taurus), muestra un Ortega y
Gasset mucho menos recio y firme en sus ideas y convicciones de lo que se
creía, un intelectual que de tanto en tanto experimenta crisis profundas de
desánimo que paralizan esa energía que, en otras épocas, parece inagotable, y
lo lleva a escribir, estudiar y meditar sin tregua, durante semanas y meses,
produciendo artículos, ensayos, una correspondencia ingente, dando clases y
conferencias y desarrollando al mismo tiempo una labor editorial que dejaba una
huella importante en la cultura de su tiempo. Muestra, también, que ese
trabajador infatigable era, como un Isaiah Berlin, prácticamente incapaz de
planear y terminar un libro orgánico, pese a tener la intuición premonitoria de
tantos, que nunca llegaría a escribir, porque la dispersión lo ganaba. Por eso
fue, sobre todo, un escritor de artículos y pequeños ensayos, y, sus libros,
todos ellos con excepción del primero —las Meditaciones del Quijote—
recopilaciones o inconclusos. Nada de eso empobrece ni resta originalidad a su
pensamiento; por el contrario, como ocurre con los textos casi siempre breves
de Isaiah Berlin, los artículos de Ortega son generalmente algo mucho más rico
y profundo que lo que suele ser un artículo periodístico, planteamientos,
exposiciones o críticas que a menudo abordan temas de muy alto nivel
intelectual y cargados de sugestiones a veces deslumbrantes y, sin embargo,
siempre asequibles al lector no especializado.
La
impotencia lo condujo al silencio, pero nunca traicionó su propio ideal de
coexistencia ilustrada
Por
eso ha hecho muy bien Jordi Gracia rastreando como un sabueso toda la
trayectoria de los artículos de Ortega y Gasset ; es la más segura manera de
acercarse a su intimidad de pensador y de escritor, de averiguar cómo discurría
en él su vocación de filósofo y de literato. Todo comenzaba por una idea o una
intuición que volcaba en un artículo (a veces en varios). De allí, ese embrión
pasaba la prueba de una clase o una charla pública y, enriquecido, cuajaba en
un ensayo. Aunque muchas veces tenía la idea de prolongarlo en un libro, por lo
general no pasaba de allí, porque otra intuición, hallazgo o invención genial
lo desviaba a otro artículo, que, luego, siguiendo el mismo itinerario, terminaba
desembocando en uno de esos ensayos —con frecuencia excelentes y a menudo
soberbios— que son la columna vertebral de su obra y que ocuparon gran parte de
su vida.
Jordi
Gracia muestra también que la vocación política fue tan importante en Ortega
como la intelectual. En su juventud, en su temprana y media madurez, ambas
vocaciones se fundían en una sola ; quería ser un gran pensador y un gran
escritor para cambiar a España de raíz, volverla europea, modernizarla,
democratizarla, lo que para él —como para los intelectuales que atrajo a la
Agrupación al Servicio de la República— significaba llevar a gobernar el país a
sus hijos más cultos, inteligentes y decentes, en vez de esa clase política que
desprecia por mediocre, falta de ideas y de creatividad, acomodaticia y cínica.
A tratar de formar un movimiento que materialice ese proyecto dedica buena
parte de su tiempo, pues él está convencido que se trata de una acción
cultural, de diseminación de ideas nuevas y fértiles, y eso explica que se
vuelque de ese modo a una tarea periodística, en diarios y revistas, convencido
de que esa es la mejor manera de cambiar la política en uso, contagiando
entusiasmo por unas ideas y unos valores que deben llegar al gran público de la
misma manera que llegaban a sus estudiantes: a través de la persuasión. En eso
consistía lo que él llamaba su “liberalismo”, aunque, muchas veces, le añadiera
la palabra socialismo, para indicar que aquella revolución cultural de la vida
política no estaría exenta de un fuerte contenido social. La República le
pareció que era el régimen más propicio para aquella transformación política de
España.
Sin
embargo, aquellos no eran tiempos para la sana controversia de las ideas como
quería Ortega, sino la de los fanatismos encontrados en la que los insultos y
las pistolas reemplazaban rápidamente los debates y los diálogos entre los
adversarios. Este será el gran fracaso de Ortega, la absoluta inoperancia de
aquella pacífica revolución cultural que proponía y que, primero la violenta
experiencia republicana y luego la sublevación fascista y la guerra enterrarían
por más de medio siglo.
Fue
un gran error de su parte volver en plena dictadura creyendo que el régimen se
abriría
El
libro de Jordi Gracia da cuenta pormenorizada y con admirable objetividad de la
traumática experiencia que significó para Ortega el desmoronamiento de todos
sus anhelos políticos. Primero, la desilusión que tuvo con la República que no
se parecía en nada a aquella ilustrada coexistencia en la diversidad que había
previsto, y, luego, la sublevación militar y la Guerra Civil. La impotencia lo
condujo al silencio. Pero nunca traicionó su propio ideal, aunque admitiera
que, en esa circunstancia, era simplemente impracticable, desprovisto de toda
realidad. El silencio que guardó en tantos años de exilio, en Francia, en
Portugal, en Argentina, desprestigió a Ortega a los ojos de muchos. Yo creo que
fue un acto de gran coraje tratar de mantenerse al margen, sin tomar partido,
por dos opciones que le parecían igualmente inaceptables: el fascismo y una
república muy poco democrática, dominada por los extremismos sectarios.
Creo
que fue un gran error de su parte volver a España en plena dictadura, creyendo
ingenuamente que con la posguerra el régimen se abriría; y la verdad es que lo
pagó caro, pues, como muestra con lujo de detalles Jordi Gracia, a la vez que
seguía siendo atacado (y silenciado) con ferocidad por el nacional catolicismo,
ciertos sectores falangistas trataban de apropiárselo, sembrando la confusión
en torno de él, al extremo de que seguidores suyos tan fieles como María
Zambrano llegaran a creer que había traicionado sus viejos ideales. Nunca los
traicionó; hasta el fin de sus días fue laico y ateo y defensor de una
democracia liberal signada por la tolerancia. Al mismo tiempo, pese a la
incomodidad política permanente en la que pasó sus últimos años, su vitalidad
intelectual nunca cesó de manifestarse, en ensayos y artículos que recobraban a
veces el vigor expresivo y la riqueza creativa de antaño. El reconocimiento que
tuvo en los últimos años fue en el extranjero, en Alemania sobre todo, pero
también en Inglaterra y en Estados Unidos. En España, en cambio, y hasta hoy
día, nunca se le ha reivindicado del todo, porque, para unos, es una figura
ambigua y reticente, que mantuvo durante la Guerra Civil y la inmediata
posguerra un silencio cobarde que constituía una discreta complicidad con los
fascistas, o un conservador de viejo cuño, inadaptado e irremisiblemente
enemistado con la modernidad.
Uno
de los grandes méritos del libro de Jordi Gracia es que, sin excusarle ninguna
de sus equivocaciones y errores políticos, ni dejar de señalar cómo a veces la
vanidad lo cegaba y lo llevaba a exagerar sus exabruptos, hecho el balance,
Ortega y Gasset es uno de los grandes pensadores de nuestra época, y que,
precisamente en el tiempo en que vivimos —no en el que él vivió— sus ideas
políticas han sido en buena medida confirmadas por la realidad. Leerlo ahora no
es un quehacer arqueológico, sino una inmersión en un pensamiento candente, muy
provechoso para encarar la problemática actual, a la vez que disfrutar del
placer exquisito que produce un escritor que pensaba con gran libertad y
originalidad y expresaba sus ideas con la belleza y la precisión de los mejores
prosistas de nuestra lengua.
Mario
Vargas Llosa
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