Reflexión
sobre la moralidad humana. Basándose en las palabras de los escribas Hunefer y
Ani y del faraón Unas, Eduardo Jordán nos describe su reflexión sobre la
moralidad. De manera brillante y bella trata sobre la evolución humana como
proceso que permite la aparición de la capacidad humana de tener conciencia moral
y sobre su esencia.
UNO de los textos más misteriosos que conocemos fue escrito
hace más de tres mil años, en algún lugar de Egipto (1) (2), por un hombre que sabía
que iba a morir: «Señor de la Verdad, te traigo la verdad. He destruido el mal
para ti. No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que
nadie pasase hambre. Jamás he incitado a que un amo hiciera daño a su esclavo.
Jamás he causado temor a ningún hombre».
Estas invocaciones formaban parte de los conjuros mágicos
con que un escriba llamado Hunefer preparaba su alma para el viaje al más allá.
Porque el escriba Hunefer creía que su corazón poseía un principio vital que
iba a perdurar después de la muerte. Y ese corazón –o esa alma, si preferimos
llamarla así– iba a ser juzgada en la otra vida. El escriba Hunefer tendría que
proclamar su inocencia ante los cuarenta y dos dioses (1, 2) del tribunal de
ultratumba, y luego su alma sería pesada para averiguar si decía la verdad. Y
si el alma pesaba más que una pluma muy ligera, que era la pluma de la verdad,
el alma del escriba Hunefer sería devorada por un demonio con cabeza de
cocodrilo. Pero si resultaba ser más ligera que la pluma, porque el escriba
Hunefer no había matado a nadie ni había hecho llorar a nadie, el dios Osiris
aceptaría su alma en la otra vida, así que el buen escriba Hunefer podría
disfrutar de una existencia inmortal.
Las invocaciones del escriba Hunefer, que ahora están
recogidas en el capítulo 125 del «Libro egipcio de los muertos», podrían tener
un origen mucho más antiguo, pero fueron consignadas por primera vez en ese
papiro y en otro papiro coetáneo que fue preparado por otro escriba, el
escriba Ani, hacia el año 1300 antes de Cristo. Y esos dos papiros son un hito
en la historia de la humanidad porque guardan el primer testimonio conocido en
que se establece el mandato del bien como fundamento moral de una vida. Si
queremos saber en qué momento de la cadena evolutiva el ser humano sintió que
compadecerse de otro ser humano era un mandato moral, tenemos que remontarnos a
ese conjuro número 125 del «Libro egipcio de los muertos». Y si queremos saber
cómo fueron cristalizando millones de años de evolución humana, hasta que el
ser humano demostrara tener una idea consciente del bien, hay que desenterrar
estas oraciones que el escriba Hunefer y el escriba Ani compusieron para la
otra vida.
Hasta ese momento, la vida era un ejercicio de supervivencia
en el que sólo podía resistir el más fuerte y el más despiadado y en el que no
tenían ningún sentido los valores morales. El faraón Unas, mil años antes que
el escriba Hunefer, también se preparaba para hacer el largo viaje al más allá,
pero sus oraciones no necesitaban demostrar a nadie que había hecho el bien. El
faraón Unas se limitaba a invocar la ayuda de los dioses de ultratumba, porque
sus hechizos sólo pretendían asegurar su supervivencia ultraterrena y su poder
de soberano que estaba por encima de todos los demás: «¡Reúne tus miembros,
sacúdete la tierra de la carne!/ Coge el pan que no se pudre, tu cerveza que no
se agria./ Camina hacia las puertas que están prohibidas al pueblo». Así eran
las oraciones que el faraón se había hecho preparar para su alma. No eran
súplicas, sino órdenes.
Pero los escribas Ani y Hunefer, mil años más tarde, tenían
que superar otros requisitos. A ellos no les bastaba con reunir sus miembros y
beber la cerveza que no se agriaba nunca. A lo largo de los mil años que
separaban al faraón Unas de los escribas Hunefer y Ani habían aparecido unos
conceptos nuevos que ahora le podían garantizar a un muerto el derecho a ser
inmortal. Y la vida, ahora, ya no sólo era la voluntad de supervivencia y el
deseo de satisfacer los instintos y las necesidades, sino algo mucho más
complejo que no se fundaba en los beneficios materiales ni en las ventajas
inmediatas, sino en un código moral que se basaba en la bondad y en la piedad,
dos ideas que en sí mismas no constituían una retribución ni un beneficio,
aunque esa bondad y esa piedad iban a garantizar la supervivencia eterna, y por
tanto el mayor beneficio que uno podía obtener en este mundo.
Todo esto, si se piensa bien, es asombroso. Puede que el
escriba Hunefer fuera un hipócrita y que no hubiera hecho nada de lo que juraba
haber hecho, pero al menos sabía que necesitaba mentir y que de algún modo
debía demostrar que había hecho el bien. Le gustase o no, esa nueva idea del
bien ya determinaba por completo su vida, y, tanto si había sido un hombre
malvado como si había sido un hombre virtuoso, él estaba obligado a hacer creer
a los dioses que había sido bueno. Porque en el mundo del escriba Hunefer el
hombre ya no era un animal de presa que debía hacer lo que fuese con tal de
sobrevivir. Ya no. Para Hunefer, la vida también debía ser piedad y comprensión
y empatía hacia el prójimo.
Por los estudios del neurocientífico Paul Maclean sabemos
que el cerebro humano está formado por varias capas, que van desde los
instintos primarios del cerebro reptiliano hasta el lóbulo frontal donde se
albergan esas dos misteriosas ideas que conocemos como compasión y empatía. Y
en cierta forma, la estructura de nuestro cerebro se corresponde con los
millones de años de procesos evolutivos, que se iniciaron con los hábitos
primitivos de socialización de los primates y de los primeros grupos humanos, y
que fueron desarrollándose con los rituales de convivencia y los tabúes y la
adquisición del habla, hasta desembocar en el primer indicio conocido que le
exige a un hombre hacer el bien, ese conjuro del escriba Hunefer que ahora
forma parte del capítulo 125 del «Libro egipcio de los muertos». Ahí tenemos la
primera expresión conocida donde un alma humana se presenta como una entidad
moral donde reside el bien, la idea del bien, el derecho y la obligación y la
necesidad y quizá también el gozo de hacer el bien. Y tres mil años más tarde
las invocaciones del escriba Hunefer siguen siendo las palabras más actuales y
más necesarias que podamos imaginar: «Señor de la Verdad, he destruido el mal
para ti. No he matado a nadie. No he hecho llorar a nadie. No he dejado que
nadie pasase hambre».
ABC 13.11.13 EDUARDO JORDÁ
esta bonito
ResponderEliminaresta orrible este reportaje
ResponderEliminarno entren ni la leean ni la miren porfa
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