En
el siguiente artículo Ulrich Beck trata sobre lo que él llama un nuevo riesgo
global: el de la pérdida de la libertad a causa del control de los ciudadanos
por parte del poder político mediante los instrumentos de información digital.
Cita y explica los “riesgos globales” y los compara con este nuevo riesgo. En el
riesgo digital global : 1) los ciudadanos podríamos llegar a padecer la pérdida
de nuestra libertad sin ser conscientes de ello; 2) una de las razones de ese riesgo
es que uno de los objetivos de los Estados es el garantizar la seguridad y los
ciudadanos quieren esa seguridad; 3) son los estados democráticos los que deberían
preocuparse por la vigilancia de que la libertad de los individuos no sea
vulnerada pero esta hecho entra en contradicción con la tendencia de los
estados al control de la información.
Beck
acaba el artículo proponiendo un “humanismo digital”: “convertir el derecho
fundamental a la protección de los datos y a la libertad digital en un derecho
humano global.”
Cuando el Estado democrático, con la colaboración de las grandes corporaciones digitales, espía de forma global para optimizar su seguridad ante cualquier amenaza, ¿quién defenderá los derechos individuales?
El
escándalo de la red de escuchas Prisma ha abierto un nuevo capítulo en la sociedad
del riesgo mundial. En los decenios pasados hemos conocido una serie de riesgos
globales: el cambio climático, el riesgo nuclear, el financiero, el
terrorismo... y ahora el riesgo digital global que amenaza a la libertad. Todos
estos riesgos (con excepción del terrorismo) en cierto modo forman parte del
desarrollo tecnológico, pero también cristalizaban temores que se habían
expresado durante la fase de modernización de estas nuevas tecnologías. Sin
embargo, ahora se produce un acontecimiento en el que un riesgo se constituye
de golpe en un problema mundial, como ocurre en la amenaza para la libertad que
han puesto en evidencia las revelaciones de Edward Snowden. Estamos ante una
lógica del riesgo completamente distinta.
En
el caso del riesgo nuclear, los accidentes de Chernóbil y de Fukushima han
suscitado un debate público. En el caso del riesgo para la libertad, por el
contrario, lo decisivo no fue el caso catastrófico, puesto que aquí la
catástrofe sería la hegemonía del control impuesta en el nivel global, es
decir: en realidad, la desaparición del riesgo tal como lo entiende la hegemonía
informativa impuesta. Dicho de otro modo: la catástrofe habría ocurrido, pero
nadie se habría dado cuenta. Eso supone una completa inversión de la situación,
que puede verse de otro modo: al principio, todos los riesgos globales
compartían varias características. Todos revelaban en las experiencias
cotidianas la interdependencia global. Todos son, en un sentido especial,
globales, esto es: no se basan en accidentes espacial, temporal y socialmente
delimitados, sino en catástrofes que carecen de límites en cualquiera de estas
dimensiones. Y todos son efectos colaterales de los éxitos de la modernización,
que, a su vez, ponen retrospectivamente en cuestión las instituciones de
modernización existentes. En el caso del riesgo para la libertad, lo que se pone
en tela de juicio son las posibilidades de control de los propios Estados
nacionales democráticos; en los demás casos, los cálculos de probabilidad, la
protección de las compañías de seguros, etcétera.
También
tenemos que vérnoslas con una inflación de las catástrofes que se ciernen sobre
nosotros, en la que cada nueva catástrofe amenaza con degradar a la siguiente:
el riesgo financiero eclipsa el riesgo climático. El riesgo del terrorismo
eclipsa los riesgos digitales para la libertad. Esto último es, por lo demás,
uno de los obstáculos centrales que impiden reconocer públicamente y convertir
en objeto de acción pública ese riesgo para la libertad.
Es
verdad que ese reconocimiento se está produciendo ahora, pero aún es muy
frágil. Si se busca un actor poderoso que tenga auténtico interés en que se
tome conciencia pública de ese riesgo y, por consiguiente, mueva a adoptar
acciones políticas, lo primero que nos viene a la cabeza es el Estado
democrático. Pero eso sería poner el lobo a guardar las ovejas. Es precisamente
el Estado, en cooperación con las grandes corporaciones digitales, el que ha
levantado ese poder hegemónico para optimizar su interés esencial, que es la
seguridad nacional e internacional. Pero esto podría suponer un paso histórico
que nos apartara del pluralismo de los Estados nacionales en dirección a un
Estado digital mundial libre de cualquier control.
El
segundo actor que podría movilizarse es el propio ciudadano. Al fin y al cabo,
los usuarios de los nuevos medios de comunicación digital se han convertido en
una especie de cyborgs. Utilizan esos medios como órganos sensoriales,
forman parte de su forma de actuar en el mundo. La generación de Facebook vive
en esos medios y sacrifica al hacerlo gran parte de su libertad individual y de
su esfera privada.
¿Qué
instancias de control quedarían? En Alemania, por ejemplo, la Constitución. Su
artículo 10 consagra la inviolabilidad del correo y las telecomunicaciones en
una frase que se lee como si procediera de un mundo perdido. En Europa tenemos
órganos de control ejemplares, toda una serie de instituciones que intentan
imponer los derechos fundamentales contra estos poderes superiores, entre las
que se cuentan el Tribunal Europeo de Justicia, las agencias de protección de
los datos personales o los Parlamentos. Pero todas estas instituciones, y esa
es la paradoja, fracasan precisamente cuando funcionan. Porque los medios que
tienen a su disposición están limitados a los Estados nacionales, mientras que
aquí nos enfrentamos a procesos globales. Lo mismo puede aplicarse a los demás
riesgos globales; las respuestas nacionales y los instrumentos institucionales
de los que disponemos no son acordes a los riesgos de la sociedad del riesgo
mundial.
Suena
muy pesimista. Pese a ello, hay que ir un paso más allá y plantearse si
nosotros, como científicos sociales, hombres corrientes y usuarios de estos instrumentos
de información digital, ya nos hemos dotado de conceptos adecuados para
describir cuán profunda y fundamentalmente se han transformado la sociedad y la
política. Creo que carecemos aún de categorías, mapas y brújula para este Nuevo
Mundo.
Hoy
se conocen todas las preferencias y debilidades: todos nos volvemos de cristal,
transparentes
Pongamos
un ejemplo, para ilustrar el riesgo que amenaza a la libertad. Hablamos sin
cesar de que está surgiendo un nuevo imperio digital. Pero ninguno de los
imperios históricos que conocemos tiene los rasgos que caracterizan al actual
imperio digital. Este imperio se basa en señas de identidad de la modernidad
que no hemos pensado a fondo. No se basa en el poder militar, ni posee la
capacidad para una integración político-cultural a distancia. Pero sí dispone
de posibilidades de control de una amplitud y profundidad capaz de evidenciar
todas las preferencias y debilidades individuales: todos nos volvemos de
cristal, transparentes. Y a esto se añade además una ambivalencia esencial:
disponemos de inmensas posibilidades de control, pero al mismo tiempo estos
controles digitales son de una vulnerabilidad inimaginable. Ningún poder
militar ni revolución amenazan al imperio del control, sino un único y valeroso
individuo: Snowden, un treintañero experto en seguridad, es capaz de hacer que
se tambalee, y además lo logra volviendo al propio sistema de información
contra sí mismo. Es decir, en este sistema aparentemente hiperperfecto de
control, existe una posibilidad de resistencia del individuo que jamás hubo en
ningún otro imperio. El ciudadano corriente dispone, en contraste con Snowden,
de un conocimiento mucho más limitado de la estructura y el poder de ese
supuesto imperio. Pero eso no se aplica a la generación joven, que como un
Cristóbal Colón irrumpe en ese Nuevo Mundo y hace de las redes sociales una
prolongación de su propio cuerpo comunicativo.
Y
aquí se evidencia una consecuencia esencial. El riesgo de una vulneración de
los derechos a la libertad se valora de forma diferente a la vulneración de
derechos relativos a la salud, como la que se deriva del cambio climático. La
vulneración de la libertad no duele, no se nota, no se experimenta como una
enfermedad, una inundación o una carencia de oportunidades laborales. La
libertad muere sin que las personas sean heridas físicamente. En todos los
sistemas políticos, la promesa de seguridad constituye el verdadero meollo del
poder del Estado y de la legitimación del Estado, mientras que la libertad
siempre es o parece ser un valor de segundo rango.
¿Qué
se puede hacer? Yo propongo que formulemos algo así como un humanismo digital.
Debemos convertir el derecho fundamental a la protección de los datos y a la
libertad digital en un derecho humano global e intentar hacer valer este
derecho al igual que el resto de los derechos humanos, en contra de las
resistencias. De lo que se carece es de una instancia internacional capaz de
imponer estas reivindicaciones. En ese aspecto, el riesgo para la libertad no
se distingue del riesgo que supone el cambio climático. No hay ningún actor en
el plano internacional capaz de afrontarlos. Pero la inquietud es
internacional; el riesgo global tiene una capacidad de movilización enorme. Se
trataría de aunar y encauzar políticamente esa inquietud que en grados diversos
corre a través de los movimientos sociales y partidos políticos de distintos
países. Precisamos una invención transnacional de la política y la democracia
que posibilite revivir y hacer valer los derechos democráticos fundamentales en
contra del dominio de esos monopolios del control completamente emancipados.
Ulrich
Beck es profesor en la London School of Economics y en
la Universidad de Harvard
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