Adjunto una parte de un artículo de José María Carrascal en el que
analiza las que parecen las intenciones del nuevo papa. Elogia que el
fundamento de su pensamiento sea el mensaje original del cristianismo.
Carrascal resume este mensaje en tres principios. Su resumen es muy buen
resumen y ayuda a entender la gran aportación del cristianismo a la humanidad. Carrascal
explica cómo la aparición de la nueva
religión introdujo nuevos valores, provocó un cambio radical de actitudes y
transformó radicalmente nuestra historia.
LA VUELTA A JESÚS
"El remedio de los males de
este mundo, dice el nuevo Papa, es la vuelta al mensaje de Jesús. Como el de
los problemas de la Iglesia. Con lo que demuestra ser un hombre no sólo de principios,
sino también con sentido común. Lo que más necesita el mundo de nuestros días".
De cuantas declaraciones
ha hecho hasta la fecha el nuevo Papa, me quedaría con la que hizo a los 114
cardenales que le habían elegido: «Si no confesamos a Jesús, nos convertiremos
en una ONG piadosa». Frase que esconde una doble advertencia a una Iglesia
donde pugnan dos corrientes: no se trata de ser conservadores o aperturistas.
Nuestra única guía debe ser el mensaje de Jesús. Si nos olvidamos de sus
palabras o de sus obras, no pasaremos de ser una organización laica más de
ayuda a los necesitados. La Iglesia tiene que (…) ser una referencia ética para
la sociedad, tanto desde el púlpito como desde la vida privada. Y Jesús es la
referencia de la Iglesia. Con lo que el Papa Francisco, en vez de tomar partido
por los ortodoxos o los renovadores, vuelve a la fuente original del
cristianismo.
Algo que nos obliga a
plantearnos, veintiún siglos después, cuál fue el mensaje original de Jesús,
para descubrir, sin mayores conocimientos históricos y teológicos, que,
partiendo de una antiquísima religión, el judaísmo –cimentada en un Dios único,
espiritual, y regida por diez mandamientos «naturales » e innumerables normas
de convivencia–, predicó ir más lejos, para acercar el ser humano a su Creador
y a sus congéneres. Concretamente, Jesús predica:
—La igualdad de todos los
hombres, al ser todos ellos hijos de Dios. Esto, que hoy nos parece obvio –de
labios afuera al menos, en el corazón y cerebro habría ya que aquilatar–,
significaba en aquel tiempo y lugar romper el concepto de «pueblo elegido» que
se habían asignado los judíos. De ahí que sorprendiesen sus palabras y
escandalizase ver a Jesús familiarizar con los «gentiles», gentes de otras
religiones, despertando enormes recelos entre la clase sacerdotal, que acabaría
exigiendo su muerte.
—La segunda innovación de
Jesús fue su comprensión con los débiles, con los pecadores incluso, a quienes
exigió sólo el arrepentimiento y no volver a pecar. Superando con ello las
durísimas penas de la entonces vigente Ley del Talión o la muerte por
lapidación. Su «el que esté libre de pecado que tire la primera piedra» marca
un antes y un después en la actitud de los hombres hacia las acciones ajenas
que no aprueban. La misericordia entra así a formar parte de las virtudes
humanas.
—No contento con eso, da
un paso más y nos pide no sólo perdonar a nuestros enemigos, sino también poner
la otra mejilla si nos dan una bofetada. Con lo que traspasa ya las fronteras
de lo natural –pues la reacción casi refleja en este caso es devolver el
golpe–, para entrar en los dominios de lo sobrenatural, de lo divino. El hombre
capaz de dominar sus instintos se convierte así en hijo de Dios. Su frase «mi
reino no es de este mundo» define el carácter celestial de su prédica. La
Iglesia que funda tiene, junto a los inevitables y numerosos pecadores,
miembros tocados por esa aura de divinidad que les inclina a dedicar su vida a los
demás y van desde los primeros mártires a Teresa de Calcuta, que llevan el
precepto «amarás a tu prójimo como a ti mismo» al extremo de dedicarles su
propia vida, lo que requiere fuerzas sobrehumanas.
Fueron estos cambios tan
radicales en las relaciones entre los hombres, que significaron un salto
cuántico en la historia y cultura de la humanidad, un auténtico terremoto que
precipitó el derrumbamiento del mundo antiguo, pagano, con nuevos
protagonistas, normas y valores, acompañados del correspondiente caos.
Los contemporáneos,
naturalmente, no se dieron cuenta de ello, empezando por los propios
discípulos, que le respondían confusos cuando Jesús les preguntaba qué se decía
de él, «un profeta», «el Mesías», sin acertar que estaban en el alumbramiento
de una nueva era, de la que iban a ser parteros.
Veintiún siglos después,
vuelve a reinar el mismo desconcierto. Hemos avanzado en el aspecto técnico de
tal forma, que lo que hoy nos parece natural hace sólo cien años nos hubiera
parecido milagro. Somos capaces de ver lo que ocurre a enormes distancias,
trasplantamos órganos, nos trasladamos de un continente a otro en pocas horas,
incluso hemos ido a la Luna. Pero los grandes problemas de la humanidad, la
convivencia, las guerras, el hambre, la opresión, continúan. Con el añadido de
que nos hemos hecho más escépticos y cínicos, tras ver el desplome de tantas
utopías y la poca eficacia de la mayoría de nuestras fórmulas para resolverlos,
la democracia incluida.
(…) A los viejos enemigos
de la Iglesia, el materialismo, el marxismo y el escepticismo, el nuevo Papa ha
añadido el populismo, esa mezcla de nacionalismo y demagogia que arrasa en
Hispanoamérica y puede arrasar en Europa al socaire de la crisis. Después de
haberse enfrentado con él en su país, el Papa Francisco cree que la vuelta a
Jesús es también su remedio. Con lo que demuestra ser un hombre no sólo de
principios, sino también con sentido común. Lo que más necesita el mundo de
nuestros días.
Sólo hace falta que le
hagamos caso.
José María Carrascal ABC 20.3.13
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