Thomas Man , a través de uno
de los personajes centrales de La montaña mágica, expone una de las opiniones
defendidas a finales del XIX y
principios del XX. Uno de los más importantes exponentes en la defensa de esta
opinión fue Nietzsche.
Hemos elegido al azar un
ejemplo de entre ciento para demostrar como Naphta intentaba sembrar la
confusión a toda costa. No obstante, era toda vía mucho peor cuando hablaban de
ciencia, en la que no creía. No creía porque, en su opinión, el hombre era
absolutamente libre de creer o no creer en ella. La fe en la ciencia era una fe
como otra cualquiera, pero más estúpida y más perjudicial, y la palabra “ciencia”
en sí era expresión del realismo más estúpido, basándose en el cual se
pretendía hacer valer y proclamar como real el reflejo de los objetos en el
intelecto humano y forjar a partir de ahí el dogmatismo más hueco e
insostenible del que nunca se hubiera creído capaza a la humanidad. ¿No era ya
una contradicción interna totalmente ridícula la mera idea de un mundo sensible
con entidad y realidad propia? La ciencia moderna en tanto dogma, sin embargo,
se cimenta única y exclusivamente en la condición metafísica de que las formas
de conocimiento de nuestra organización en parámetros de tiempo, espacio y
causalidad, dentro de cuales se desarrolla el mundo de los fenómenos,
constituyan relaciones reales que existen con independencia e nuestro
conocimiento. Esa afirmación monista era la impertinencia más insultante que se
podía decir sobre el espíritu. El espacio, el tiempo y la causalidad venían a
decir en el lenguaje monista; evolución; y éste era el dogma central de la
pseudorreligión de los librepensadores y de los ateos, al que se remitían para
invalidar lo que proclama el Primer Libro de Moisés, como si su conocimiento
ilustrado pudiera sustituir al que consideraban una simple fábula para el
pueblo ignorante y crédulo… como si Haeckel hubiese estado presente el día de
la Creación… ¡Empirismo! ¿Qué tenía de exacto el éter? ¿Acaso estaba demostrada
la existencia del átomo, esa broma matemática tan divertida de la “partícula
mínima indivisible”? ¿Acaso se basaba en la experiencia la doctrina de lo
infinito del espacio y el tiempo? De hecho, bastaba con pensar con un poco de
lógica para llegar a resultados y experiencias sumamente divertidos en relación
con el dogma de la supuesta infinitud y la realidad del espacio y del tiempo
para llegar: a la nada. Es decir, a la conclusión de que el realismo no es sino
puro nihilismo. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que la relación de cualquier
medida con el infinito es igual a cero. No hay medida posible en el infinito,
ni duración ni cambio posible en la eternidad.
En un espacio infinito, puesto que la distancia sería matemáticamente
igual a cero, no se pueden concebir siquiera dos puntos situados uno al lado
del otro; ¿cómo iba a ser posible,
entonces, la existencia de cuerpos? ¡Y para qué hablar de movimiento! Él,
Naphta mencionaba esto para contrarrestar la desvergüenza con que la ciencia
materialista pretendía hacer pasar su charlatanería astronómica y sus
mentecateces sobre el “universo” por un conocimiento absoluto. ¡Qué pena de
humanidad, que había dejado que un vil despliegue de fútiles números despertase
en ella un sentimiento de banalidad, despojándola del pathos de la importancia de su condición humana! Porque aún era
tolerable que la razón y el conocimiento humano se mantuvieran dentro de los
límites de lo material y, dentro de esta esfera, considerasen reales sus
experiencias de lo objetivo-subjetivo. Ahora bien, en cuanto se adentraban en
lo eternos misterios y empezaban a desarrollar una supuesta cosmología, o
cosmogonía, su soberbio desatino se convertía en una auténtica monstruosidad.
¡Qué disparatada blasfemia, era, en el fondo, calcular “la distancia entre una
estrella cualquiera y la Tierra en trillones de años luz e imaginar que
semejante fanfarronada numérica permite al hombre comprender la esencia de la
eternidad y del infinito; cuando el infinito no tiene nada que ver con las
distancias espaciales, no la eternidad con la duración o con las distancias
temporales, sino que, muy lejos de ser conceptos científicos, infinitud y eternidad significarían
más bien la anulación de eso que llamamos naturaleza! Desde luego prefería mil
veces la ingenuidad de un niño que cree que las estrellas son agujeritos de la
tela del cielo a través de los cuales traspasa la luz eterna, a la palabrería
descerebrada, hueca y blasfema de la ciencia monista al tratar del “cosmos”.
Thomas Mann, La montaña mágica. Edhasa. Barcelona 1995. Pág. 1012-1016
Thomas Mann, La montaña mágica. Edhasa. Barcelona 1995. Pág. 1012-1016
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