Basándose en el caso
del terrible asesinato en Santiago de Compostela de la niña Asunta por parte de
sus padres, el autor del artículo reflexiona sobre la naturaleza humana. Los
padres de esta niña no son seres excepcionales, como no lo son los
torturadores, los criminales nazis, aquellos que han participado en los
progroms contra los judíos, o los que han bombardeado a la población civil en
Siria. Todas estas actuaciones son expresión de nuestra naturaleza, de aquello
que realmente todos somos. No obstante, ante acontecimientos así, nos
sobrecogemos y nos distanciamos suponiendo que
esa realidad criminal nos es ajena, es decir, que nosotros no seríamos
en ningún caso capaces de ser protagonistas activos de ella.
El tema sobre el que
reflexiona el autor del artículo ha sido una de las constantes en la reflexión
filosófica y científica. Tal como se dice en el artículo, ya Nietzsche
reflexionó sobre la verdadera naturaleza humana. Mucho antes que él, Thomas
Hobbes había defendido la idea de que el ser humano es por esencia perverso,
por eso debe ser duramente controlado por el Estado – Leviatán- o sociedad
civil. Un poco después de Nietzsche, Sigmund Freud defendió la idea del
principio del mal, como una de las dos tendencias de la naturaleza humana, que
nos lleva a la destrucción, a la violencia, a la agresión. La tesis de Hannah Arendt
sobre la banalidad del mal coincidiría con las ideas que se defienden en este
artículo : nuestra más profunda forma de ser nos lleva entender como aceptables
y justificables, en según qué circunstancias, conductas aberrantes.
LAS TINIEBLAS
INTERIORES
Con horrores como el asesinato de Asunta
sucede como con el contacto con la vesania: al conocerlos, nos sentimos mejores
de lo que en realidad somos. Pero conviene no engañarse. El acento de este
terrible acontecimiento no cae fuera de la condición humana …
SI
la literatura posee mucho de expediente acerca de la naturaleza humana, es
inevitable que la mayoría de sus obras capitales se hayan aproximado a los aspectos
más sombríos de nuestro carácter y de nuestra voluntad. No es azaroso que una
abrumadora parte de aquellos libros que han perdurado a lo largo del tiempo y
continúan resistiendo el embate del olvido, resulten incómodos por la verdad
que enuncian entre líneas. Porque el infierno verdadero, el único que cuenta,
es el infierno sobre la Tierra, y sin duda atesora una nutrida biblioteca de
piezas maestras. Todos los volúmenes que la pueblan hablan de nuestra condición.
Sin
embargo, a pesar de los esfuerzos de la ficción por aproximarse al horror del
mundo y encarnarlo en figuras memorables, a menudo, con una obstinación tanto
más dolorosa cuanto que parece no tener fondo, como si la realidad siempre
pudiera superarse a sí misma, incluso en sus peores pesadillas, las más
perversas ficciones palidecen ante los escenarios que la vida propone. Quizá
por ello algunos de los libros más importantes que se han escrito en los
últimos años a propósito de la oscuridad del hombre no hayan sido novelas, sino
ensayos o reportajes, artefactos difíciles de adscribir a un género ficcional.
Pienso, por ejemplo, en El adversario,
de Emmanuel Carrère, un trabajo basado en hechos tan asombrosos como ciertos,
por inverosímiles que puedan resultar. Como si los desmanes que engendra la
realidad fueran infinitamente más aterradores que los monstruos que sueña la
imaginación.
Habría
por ello que ser un gran escritor para acercarse a la narración del asesinato
de Asunta Basterra a manos de sus padres. Hay en ese crimen una serie de
elementos (en especial la planificación, su insólita dilatación en el tiempo)
que hacen complejo relatar este drama sin sentir que nos abismamos en un
espanto muy profundo, el de dos adultos, se supone que en algún momento de su
existencia unidos por los vínculos del afecto, capaces de planear durante
meses, con constancia de relojeros y frialdad de forenses, el asesinato de su
propia hija. Es tentador, demasiado incluso, llenarse la boca con palabras
resonantes: locos, demonios, bestias. Pero ninguna de ellas acierta en la
diana, pues los padres de Asunta han demostrado ser humanos, demasiado humanos.
Ningún demente, ningún depredador, ningún leviatán de la fantasía podría
destilar un refinamiento tan sofisticado a la hora de ejecutar semejante
proyecto.
Lo
que hace del crimen de Asunta algo insoportable es, precisamente, la humanidad
de sus asesinos, esa conjunción de cálculo, raciocinio, interés, egoísmo y
crueldad que devora nuestro sentido más frágil y adaptativo, el sentido de la
empatía, que es el mecanismo que con más fuerza nos habla de nosotros mismos,
el que nos inflama de pánico pero también de esperanza, aquel que nos faculta
para la autorrepresentación de nuestras alegrías y miedos, y sobre todo aquel
que nos advierte sin remedio de a qué límites es capaz de llegar nuestra
naturaleza, esa última Thule común a todos cuantos habitamos el planeta y sobre
la cual la literatura lleva enfocando su implacable lupa desde hace milenios,
desde que Agamenón sacrificó a Ifigenia en nombre de unos vientos favorables y
desde que Medea mató o hizo matar, según qué leyenda aceptemos, a Mérmero y
Feres por culpa de un amor despechado.
A
falta de que salga a la luz el móvil que ha desencadenado la muerte de Asunta,
un móvil que probablemente nos sacudirá aún más por lo pragmático de sus fines
(no existen muertes por razones sublimes a este lado de las cosas), cabe
avanzar una reflexión. Episodios como la muerte de Asunta alivian cierta
indigencia espiritual del hombre de la calle, sancionan los límites de lo que
resulta intolerable e incluso permiten que las personas experimentemos piedad,
algo fundamental para una vida si no feliz, al menos equilibrada. Con horrores
de esta magnitud sucede como con el contacto con la vesania: al conocerlos, nos
sentimos mejores de lo que en realidad somos. Pero conviene no engañarse. El
acento de este terrible acontecimiento no cae fuera de la condición humana,
sino que la vertebra como una viga maestra sostiene un edificio. Insisto: es la
humanidad, la espantosa humanidad de Rosario Porto y de Alfonso Basterra, el
elemento que abre una sima bajo nuestros pies.
Por
ello encender la televisión o escuchar la radio durante estos días y admirarse
ante la contumacia de tantos contertulios empeñados en presentar al matrimonio
compostelano como miembros de una especie distinta a la nuestra, produce un
cansancio intolerable. Ninguna lectura de este asunto me parece tan peligrosa
como la que pretende desviar la atención hacia una suerte de cualidad ajena,
inhumana, en los ejecutores. La historia de la crueldad es vieja y nutrida,
ancha y profunda. No hará falta mencionar la inagotable memoria de las
experiencias totalitarias ni el catastro de infanticidas, caníbales y
torturadores que han vivido en el seno de las comunidades que nos amparan.
Caricaturizar a los asesinos de Asunta como seres casi de fábula, situados
fuera del espectro de lo humano, es tan inútil como pretender encontrar en la
genialidad de un artista la semilla de una vida predestinada o denominar
milagro a determinadas conquistas médicas.
En
Más allá del bien y del mal Nietzsche
nos legó una de las más poderosas imágenes del terror: la del abismo que al ser
contemplado nos devuelve la mirada, la del reflejo especular del hombre en sus
tormentos más secretos y angustiados. Tolerantes con las manifestaciones
supremas del horror (la guerra, la matanza, el hambre consentida e inducida),
nos sigue asombrando la disposición soberana de la vida ajena cuando es
ejercida por individuos particulares, en este caso por dos padres sobre su
hija. Pero la lección ardiente y reveladora de este espanto que ha ocurrido tan
cerca de nosotros, en un hogar cualquiera, tan parecido a aquel que
cotidianamente nos nutre, no es otra que el hecho, tan a menudo ignorado, de
que las tinieblas son siempre interiores.
ABC 30.11.13
Ricardo Menéndez
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