Soledad, una nueva
epidemia
Una de cada tres personas se siente sola en la sociedad de la
hiperconexión y las redes sociales. ¿Qué está fallando?
Cualquiera puede padecer soledad crónica: un
chico de 12 años que se traslada a un colegio nuevo; un joven que después de
crecer en un pueblo se siente perdido en la gran ciudad; una ejecutiva que está
demasiado ocupada con su carrera para mantener buenas relaciones con sus
familiares y amigos; un anciano que ha sobrevivido a su cónyuge y cuya mala
salud le dificulta ir a visitar a nadie. La generalización del sentimiento de
soledad es asombrosa. Varios estudios internacionales indican que más de una de
cada tres personas en los países occidentales se siente sola habitualmente o
con frecuencia. Un estudio de 10 años que iniciamos en 2002 en una
gran área metropolitana indica que, en realidad, esa proporción se aproxima más
a una de cada cuatro personas en algunas zonas, una cifra que sigue siendo muy
alta.
La mayoría de estas personas quizá no son
solitarias por naturaleza, pero se sienten socialmente aisladas aunque estén
rodeadas de gente. El sentimiento de soledad, al principio, hace que una
persona intente entablar relación con otras, pero con el tiempo la soledad
puede fomentar el retraimiento, porque parece una alternativa mejor que el
dolor del rechazo, la traición o la vergüenza. Cuando la soledad se vuelve
crónica, las personas tienden a resignarse. Pueden tener familia, amigos o un
gran círculo de seguidores en las redes sociales, pero no se sienten verdaderamente
en sintonía con nadie.
Una persona que
se siente sola suele estar más angustiada, deprimida y hostil, y tiene menos
probabilidades de llevar a cabo actividades físicas. Como las personas
solitarias tienden más a tener relaciones negativas con otros, el sentimiento
puede ser contagioso. Las pruebas biológicas realizadas muestran que la soledad
tiene varias consecuencias físicas: se elevan los niveles de cortisol —una
hormona del estrés—, se incrementa la resistencia a la circulación de la sangre
y disminuyen ciertos aspectos de la inmunidad. Y los efectos dañinos de la
soledad no se acaban cuando se apaga la luz: la soledad es una enfermedad que
no descansa, que aumenta la frecuencia de los microdespertares durante el
sueño, por lo que la persona se levanta agotada.
El motivo es que, cuando el cerebro capta su
entorno social como algo hostil y poco seguro, permanece constantemente en
alerta. Y las respuestas del cerebro solitario pueden servir para la
supervivencia inmediata. Pero en la sociedad contemporánea, a largo plazo,
tiene costes para la salud. Cuando estamos acelerando constantemente nuestros
motores, dejamos nuestro cuerpo exhausto, reducimos nuestra protección contra
los virus y la inflamación, y aumentamos el riesgo y la gravedad de las
infecciones víricas y de muchas otras enfermedades crónicas.
Cuando una
persona está triste e irritable, quizá está pidiendo a gritos que alguien la
ayude y conecte con ella
Un análisis reciente —de 70 estudios
combinados con más de tres millones de participantes— demuestra que la soledad
incrementa las probabilidades de mortalidad en un 26%, aproximadamente igual
que la obesidad. El hecho de que más de una de cada cuatro personas en los
países industrializados pueda estar viviendo en soledad, con consecuencias
seguramente devastadoras para la salud, debería preocuparnos.
En nuestras investigaciones también hemos
observado que cada medida positiva para mejorar la calidad de las relaciones
sociales mejora la presión arterial, los niveles de las hormonas del estrés,
las pautas de sueño, las funciones cognitivas y el bienestar general.
Con frecuencia las personas solitarias no son
conscientes de muchas de las cosas que les suceden: no lo saben. Por ejemplo,
se agudiza de forma implícita la hipervigilancia en busca de amenazas sociales
y se reduce la capacidad de controlar los impulsos. Pero, igual que ocurre con
el dolor físico que nos informa de una posible lesión en nuestro cuerpo, el
sentimiento de soledad nos indica la necesidad de proteger o reparar nuestro
cuerpo social.
Los familiares
y amigos suelen ser los primeros en detectar los síntomas de soledad crónica.
Cuando una persona está triste e irritable, quizá está pidiendo en silencio que
alguien la ayude y conecte con ella. La paciencia, la empatía, el apoyo de
amigos y familiares, compartir buenos momentos con ellos, todo eso puede hacer
que sea más fácil recuperar la confianza y los vínculos y, en definitiva,
reducir la soledad crónica.
Por desgracia, para muchos hablar con
franqueza sobre la soledad sigue siendo difícil, porque es una condición mal
comprendida y estigmatizada. Sin embargo, dada su frecuencia y sus
repercusiones en la salud, tendría que estar reconocida como un problema de
salud pública. Debería recibir más atención en las escuelas, en los sistemas de
salud, en las facultades de medicina y en las residencias de ancianos para
garantizar que los profesores, los profesionales de la sanidad, los
trabajadores en los centros de día y en los centros de tercera edad sepan
identificarla y abordarla.
¿Las redes sociales pueden abrir nuevas vías
para conectar con los demás? Depende de cómo se usen. Cuando la gente utiliza
las redes para enriquecer las interacciones personales, pueden ayudar a
disminuir la soledad. Pero cuando sirven de sustitutas de una auténtica
relación humana, causan el resultado opuesto. Imaginen un coche. Si una persona
conduce para compartir un rato agradable con sus amigos, seguramente se sentirá
menos sola; si se pasea solo para saludar de lejos y ver cómo los demás se lo
pasan bien, su soledad seguramente seguirá siendo igual o peor.
Por desgracia, muchas personas solas tienden
a considerar las redes sociales como refugios relativamente seguros para
relacionarse con los demás. Como en el ciberespacio resulta difícil juzgar si
los otros son dignos de confianza, la relación es superficial. Además, una
conexión a través de Internet no sustituye a una real. Cuando un niño se cae y
se hace daño en la rodilla, una nota comprensiva o una llamada a través de
Skype no sustituye al abrazo consolador de sus padres.
En la actualidad varios países, en particular
Dinamarca y Reino Unido, han creado programas nacionales para concienciar al
público sobre la soledad crónica, fomentar un mejor conocimiento de sus
consecuencias catastróficas que tiene y mejorar las intervenciones, las
políticas para bordar este problema y su financiación.
John T. Cacioppo, autor de Loneliness (WW Norton), es
catedrático de psicología y dirige el centro de neurociencia cognitiva y social
en la Universidad de Chicago. Stephanie
Cacioppo es profesora de psiquiatría y neurociencia en el mismo centro.
Traducción de
María Luisa Rodríguez Tapia.
6 ABR 2016 EL PAÍS
No hay comentarios:
Publicar un comentario