«YO NO HE SIDO»
«Si Rousseau tuviera razón, y en nuestra intimidad
estuviera escrito con inapelable claridad lo que llamaríamos Derecho Natural,
no harían falta leyes, ni juzgados, ni jueces ni coerción, porque seríamos
nosotros mismos nuestros vigilantes más severos…”
HAY un pasaje muy emotivo en
las «Confesiones», de Rousseau, cuando cuenta de qué forma artera, al robar una
pequeña cinta estando trabajando de lacayo en una casa de Turín, elude su
responsabilidad y dice que se la ha dado la bella y joven cocinera. Ante su
acusación implícita, someten a un careo a la cocinera y al lacayo, el cual
–avergonzado por lo que ha hecho– ni siquiera ante las lágrimas de la inocente,
que le reprocha: «Creía que erais bueno», es capaz de confesar su culpa. Es
más, la cocinera se muestra tan sumisa y poco colérica ante la evidente e
inesperada injusticia, que despiden a los dos. Y es tal el peso que a lo largo
de su vida tuvo esa acción ignominiosa, que, en realidad, las «Confesiones» no
son sino una manera de intentar poner en paz su conciencia sobre aquella denigrante
acción.
Paso a menudo por las
librerías y, existiendo en nuestro país una amplia nómina de ciudadanos que han
incurrido en actos vergonzosos, que han desviado dinero público a sus
bolsillos, que han prevaricado en sus decisiones para favorecer a los amigos y
perjudicar a los desconocidos, que han alterado el precio de las cosas en
provecho propio, que se han envuelto en banderas patrióticas para robar, no veo
ningunas confesiones publicadas; más aún, en lugar de intentar descargar su
conciencia en un honrado escrito, como hizo Rousseau, los veo desfilar por los
juzgados soberbios, altaneros, incluso ofendidos –«persecución política»– como
mártires de una injusticia más que como protagonistas de su codicia e
indecencia.
El mismo Rousseau, al que mi
admirado Juan Manuel de Prada criticaba con dureza no hace mucho en estas
mismas páginas (con algo de razón), proponía la hipótesis de un tribunal en
nuestra conciencia que diagnosticaba sobre nuestros actos nobles o mezquinos, idea
que Kant aprovecharía para teorizar sobre ese tribunal íntimo, mediante el
cual, en nuestro interior, pululamos nosotros como acusados, como fiscales,
como abogados defensores y como jueces. Si la Justicia no anda demasiado bien,
y adolece de parcialidad, lentitud y burocratización, la nuestra, la subjetiva,
debe de ser un desastre, porque el sentido de la responsabilidad parece que es
algo tan raro y exótico como el sentido común. Mezclo el concepto de
responsabilidad y conciencia a sabiendas de que la última posee connotaciones
religiosas, y aquella, asociación a las leyes.
De todas formas, si Rousseau
tuviera razón, y en nuestra intimidad estuviera escrito con inapelable claridad
lo que llamaríamos Derecho Natural, no harían falta leyes, ni juzgados, ni
jueces ni coerción, porque seríamos nosotros mismos nuestros vigilantes más
severos y nuestros sentenciadores más inapelables.
No es así. Y Schopenhauer,
que admiraba a Kant, no termina de admitir eso del tribunal íntimo y no confía
en que el sujeto pueda hacer de culpable y de juez, de fiscal y de abogado
defensor, demasiadas cuerdas para un violín, y demasiado desdoblamiento cuando,
al final, lo que sucede es que una persona, ante la evidencia de que ha robado
una cinta, intenta maniobrar para excusarse y decir que no ha sido, volcando
sobre los demás la consecuencia de sus malvadas acciones.
Vivimos en una sociedad de
adultos para el delito que se transforman en niños ante la responsabilidad.
Distinguimos perfectamente el soborno, el tres por ciento, la demagogia del
patriotismo, los paraísos fiscales, la estafa al contribuyente y la asunción de
que unos miles o unos millones de euros defraudados son menos ayuda para los
dependientes, menos becas, menos subsidios al paro y más, muchas más, posibilidades
de que alguien se muera a la espera de una intervención quirúrgica, que se
aplaza por falta de medios. Sin embargo, cuando se pregunta por la cinta,
cuando el objeto del robo reclama su autoría, todos son niños pequeños, gente
de escasas luces que no entiende lo que sucede –«¿qué coño es eso de la
UDEF?»–, cagones a los que hay que acompañar al baño, porque ellos no han sido.
Ni ante su jefe, ni ante sus vecinos, ni ante su mismísima madre, aunque la
madre sea consciente de que el hijo tiene dinero «pa’ asar una vaca».
Si has tenido el desparpajo
de entrar con una pistola a atracar el banco, y la operación se desbarata, no
hagas el ridículo diciendo que la pistola te la has encontrado en el taxi y que
has venido a dársela al cajero para que se defienda por si entra algún
atracador. Los delincuentes comunes son más consecuentes que los delincuentes
políticos y, de no ser por sus abogados, jamás protagonizarían ese ridículo que
añade cobardía a la canallada.
En los partidos políticos, en
las empresas, en la Administración, incluso en la familia, nadie ha sido. Pero
los divorcios destrozan las familias, el latrocinio es amparado por los altos
funcionarios, las empresas se arruinan y los partidos pierden el escaso
prestigio que les quedaba por poner rictus o sonrisa según el militante ladrón
sea de un partido o del contrario.
Nadie ha sido. Nadie entra en
una capilla donde hay gente ejerciendo la libertad de sus creencias a insultar;
nadie pega puñetazos a un concejal, mientras los colegas del matón le sujetan;
nadie se ha enriquecido cantando himnos patrióticos y pidiendo la
independencia; nadie ha montado un entramado de auténtico bandidaje para
estafar decenas de millones de euros, y nadie ha reformado su sede con dinero
que no se sabe de dónde ha salido.
Recuerdo una historia de la
etapa en que ejercía por las aulas. Desapareció la pluma estilográfica de un
alumno y el profesor, apelando al arrepentimiento y al sentido de la
responsabilidad, puso su sombrero encima de la mesa, desalojó la clase y ordenó
que fueran pasando uno a uno, y que el autor de la sustracción dejara la pluma
bajo el sombrero. Al entrar todos, se comprobó que debajo del sombrero no había
ninguna pluma y… que de los pupitres habían desaparecido ¡otras tres más!
El latrocinio no es algo
inusitado ni moderno. Pero sí lo es esta degradante irresponsabilidad, esta
añadida infamia exhibida por los que pillan con la cinta en la mano. Además,
Rousseau podría alegar en su descargo que sólo tenía 16 años, mientras que
estos buscones se hacen llamar a veces padres de la patria, y dejaron hace
mucho tiempo la tierna e insegura edad de la adolescencia.
11 abr. 2016 ABC LUIS DEL VAL
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