12/4/16

Irresponsabilidad. Luis del Val



«YO NO HE SIDO»
«Si Rousseau tuviera razón, y en nuestra intimidad estuviera escrito con inapelable claridad lo que llamaríamos Derecho Natural, no harían falta leyes, ni juzgados, ni jueces ni coerción, porque seríamos nosotros mismos nuestros vigilantes más severos…”

HAY un pasaje muy emotivo en las «Confesiones», de Rousseau, cuando cuenta de qué forma artera, al robar una pequeña cinta estando trabajando de lacayo en una casa de Turín, elude su responsabilidad y dice que se la ha dado la bella y joven cocinera. Ante su acusación implícita, someten a un careo a la cocinera y al lacayo, el cual –avergonzado por lo que ha hecho– ni siquiera ante las lágrimas de la inocente, que le reprocha: «Creía que erais bueno», es capaz de confesar su culpa. Es más, la cocinera se muestra tan sumisa y poco colérica ante la evidente e inesperada injusticia, que despiden a los dos. Y es tal el peso que a lo largo de su vida tuvo esa acción ignominiosa, que, en realidad, las «Confesiones» no son sino una manera de intentar poner en paz su conciencia sobre aquella denigrante acción.
Paso a menudo por las librerías y, existiendo en nuestro país una amplia nómina de ciudadanos que han incurrido en actos vergonzosos, que han desviado dinero público a sus bolsillos, que han prevaricado en sus decisiones para favorecer a los amigos y perjudicar a los desconocidos, que han alterado el precio de las cosas en provecho propio, que se han envuelto en banderas patrióticas para robar, no veo ningunas confesiones publicadas; más aún, en lugar de intentar descargar su conciencia en un honrado escrito, como hizo Rousseau, los veo desfilar por los juzgados soberbios, altaneros, incluso ofendidos –«persecución política»– como mártires de una injusticia más que como protagonistas de su codicia e indecencia.
El mismo Rousseau, al que mi admirado Juan Manuel de Prada criticaba con dureza no hace mucho en estas mismas páginas (con algo de razón), proponía la hipótesis de un tribunal en nuestra conciencia que diagnosticaba sobre nuestros actos nobles o mezquinos, idea que Kant aprovecharía para teorizar sobre ese tribunal íntimo, mediante el cual, en nuestro interior, pululamos nosotros como acusados, como fiscales, como abogados defensores y como jueces. Si la Justicia no anda demasiado bien, y adolece de parcialidad, lentitud y burocratización, la nuestra, la subjetiva, debe de ser un desastre, porque el sentido de la responsabilidad parece que es algo tan raro y exótico como el sentido común. Mezclo el concepto de responsabilidad y conciencia a sabiendas de que la última posee connotaciones religiosas, y aquella, asociación a las leyes.
De todas formas, si Rousseau tuviera razón, y en nuestra intimidad estuviera escrito con inapelable claridad lo que llamaríamos Derecho Natural, no harían falta leyes, ni juzgados, ni jueces ni coerción, porque seríamos nosotros mismos nuestros vigilantes más severos y nuestros sentenciadores más inapelables.
No es así. Y Schopenhauer, que admiraba a Kant, no termina de admitir eso del tribunal íntimo y no confía en que el sujeto pueda hacer de culpable y de juez, de fiscal y de abogado defensor, demasiadas cuerdas para un violín, y demasiado desdoblamiento cuando, al final, lo que sucede es que una persona, ante la evidencia de que ha robado una cinta, intenta maniobrar para excusarse y decir que no ha sido, volcando sobre los demás la consecuencia de sus malvadas acciones.
Vivimos en una sociedad de adultos para el delito que se transforman en niños ante la responsabilidad. Distinguimos perfectamente el soborno, el tres por ciento, la demagogia del patriotismo, los paraísos fiscales, la estafa al contribuyente y la asunción de que unos miles o unos millones de euros defraudados son menos ayuda para los dependientes, menos becas, menos subsidios al paro y más, muchas más, posibilidades de que alguien se muera a la espera de una intervención quirúrgica, que se aplaza por falta de medios. Sin embargo, cuando se pregunta por la cinta, cuando el objeto del robo reclama su autoría, todos son niños pequeños, gente de escasas luces que no entiende lo que sucede –«¿qué coño es eso de la UDEF?»–, cagones a los que hay que acompañar al baño, porque ellos no han sido. Ni ante su jefe, ni ante sus vecinos, ni ante su mismísima madre, aunque la madre sea consciente de que el hijo tiene dinero «pa’ asar una vaca».
Si has tenido el desparpajo de entrar con una pistola a atracar el banco, y la operación se desbarata, no hagas el ridículo diciendo que la pistola te la has encontrado en el taxi y que has venido a dársela al cajero para que se defienda por si entra algún atracador. Los delincuentes comunes son más consecuentes que los delincuentes políticos y, de no ser por sus abogados, jamás protagonizarían ese ridículo que añade cobardía a la canallada.
En los partidos políticos, en las empresas, en la Administración, incluso en la familia, nadie ha sido. Pero los divorcios destrozan las familias, el latrocinio es amparado por los altos funcionarios, las empresas se arruinan y los partidos pierden el escaso prestigio que les quedaba por poner rictus o sonrisa según el militante ladrón sea de un partido o del contrario.
Nadie ha sido. Nadie entra en una capilla donde hay gente ejerciendo la libertad de sus creencias a insultar; nadie pega puñetazos a un concejal, mientras los colegas del matón le sujetan; nadie se ha enriquecido cantando himnos patrióticos y pidiendo la independencia; nadie ha montado un entramado de auténtico bandidaje para estafar decenas de millones de euros, y nadie ha reformado su sede con dinero que no se sabe de dónde ha salido.
Recuerdo una historia de la etapa en que ejercía por las aulas. Desapareció la pluma estilográfica de un alumno y el profesor, apelando al arrepentimiento y al sentido de la responsabilidad, puso su sombrero encima de la mesa, desalojó la clase y ordenó que fueran pasando uno a uno, y que el autor de la sustracción dejara la pluma bajo el sombrero. Al entrar todos, se comprobó que debajo del sombrero no había ninguna pluma y… que de los pupitres habían desaparecido ¡otras tres más!
El latrocinio no es algo inusitado ni moderno. Pero sí lo es esta degradante irresponsabilidad, esta añadida infamia exhibida por los que pillan con la cinta en la mano. Además, Rousseau podría alegar en su descargo que sólo tenía 16 años, mientras que estos buscones se hacen llamar a veces padres de la patria, y dejaron hace mucho tiempo la tierna e insegura edad de la adolescencia.
11 abr. 2016 ABC  LUIS DEL VAL

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