El 3 de agosto de 1914 se inició la Primera Guerra Mundial. Causas y consecuencias.
Actitud de la izquierda. Previsiones de Ortega. Nacionalismo. La mayor tragedia
conocida. El suicidio de la civilización más culta y próspera de la historia.
La peor de las consecuencias: Vivimos en una civilización sin valrores.
AGOSTO
DE 1914: EL GRAN SUICIDIO
«¿Qué
ocurrió? Hubo suicidio de la civilización más culta y próspera de la historia,
pero ¿quién hipnotizó a los sonámbulos y los empujó al abismo? En rigor, nadie.
Todos fueron consciente o inconscientemente Caín»
EN estos días se cumple el
centenario del comienzo de la Gran Guerra, luego llamada Primera Guerra Mundial
y que acaso algún día vuelva a llamarse la Gran Guerra, pues cada día parece
más una nueva Guerra de los Treinta Años lo ocurrido entre agosto de 1914 y
agosto de 1945. Ya en la borrosa memoria de los descendientes de quienes
participaron en esas luchas, la Primera y la Segunda Guerra Mundial empiezan a
verse como una sola contienda. Y si añadimos la Guerra Fría, las guerras
asiáticas, las balcánicas, las de Oriente Medio –directa o indirectamente
procedentes del terrorismo nacionalista en Sarajevo– alcanzaremos una nueva
Guerra de los Cien Años. El centenar y medio de millones de muertos puede
aumentar aún. «Pienso –contra lo que es generalmente supuesto– que la guerra
durará mucho. Más: que será un estado de guerra más que una guerra
indefinidamente prolongada», escribió Ortega el 12 de agosto de 1914.
También se cumple otro
centenario: el de la búsqueda de culpables del apocalipsis. Ese vano empeño
empezó casi instantáneamente. Todavía dura. Cada uno de los libros recientes
sobre la Guerra Europea exhibe la prelación favorita del autor. Los más
políticamente correctos suelen considerar a Alemania como la principal
culpable, seguida de Austrohungría. Los más revisionistas colocan a la cabeza a
Serbia, seguida de Rusia (que entró en guerra acuciada por Francia), y
Alemania. Sin embargo, al llegar a los nombres de los soberanos, políticos y
militares, todo se complica. Inglaterra no suele aparecer como especialmente
culpable, pero su primer ministro, Asquith, y su ministro de Negocios
Extranjeros, Grey, ambos liberales, empiezan a ser muy atacados por haber mal
informado a su propio gobierno y al Parlamento, para conseguir que su país
mandase el ultimátum a Alemania.
En rigor todas las naciones,
todos los gobiernos fueron culpables. O no, según se mire. Uno de los últimos y
mejores análisis históricos, escrito por Christopher Clark, se titula
Sonámbulos: cómo Europa fue a la guerra en 1914. Es difícil creer que un
sonámbulo pueda ser culpable de algo, y menos de un suicidio. Quienes dirigían
la Europa de 1914 barruntaban que la guerra podía ser larga y mortífera, aunque
a veces dijesen lo contrario («los chicos volverán a casa para Navidad»). En el
tardío crepúsculo del lunes 3 de agosto de 1914, cuando faltaban veinticuatro
horas para que el Reino Unido y su Imperio entrasen en guerra contra el Imperio
Alemán, Sir Edward Grey, que tanto hizo hasta conseguir el ultimátum que haría
la paz imposible, subió a la terraza de su ministerio y al ver cómo se iba
encendiendo el alumbrado público de Londres, murmuró «las luces se están
apagando ahora en toda Europa, y no las veremos de nuevo encendidas en toda
nuestra vida». Europe, entonces, quería decir el continente sin las islas
británicas. Pero los bombardeos con dirigibles no atendieron a ese argumento y
el blackout pronto oscureció también el cielo de Londres. Aunque tal vez los
sonámbulos ni siquiera se fijaran en ello.
Consta, en cualquier caso,
que muchos políticos y militares (Lloyd George, Haig, Kitchener) reconocieron
en privado que la guerra sería cruenta y duradera. Moltke el joven vaticinó
también que haría caer tronos. Lyautey fue el más desgarrado: «Una guerra entre
europeos es una guerra civil, la más monumental connerie jamás hecha en el
mundo».
Los monarcas fueron en
general más prudentes, incluso Guillermo II, a veces. Más cautos, en todo caso,
que el presidente de la República Francesa, Poincaré. O que Winston Churchill,
a la sazón Primer Lord del Almirantazgo, que al recibir al amanecer del 3 de
agosto una carta de su mujer que terminaba «sería una guerra malvada», contestó
que «comprendía su punto de vista», pero que «el mundo había enloquecido y
había que cuidarse de uno mismo y de sus amigos». Y al día siguiente, quince
minutos después de que expirase el ultimátum británico a Alemania, a las once
de la noche, irrumpió Churchill en el Consejo de Ministros «radiante, alegre el
rostro, con un torrente de explicaciones sobre las órdenes que estaba dando a
la Royal Navy… se veía que era un hombre de verdad feliz», según le escribió en
carta privada Lloyd George a Mrs. Asquith.
Pero lo más sorprendente fue
la aceptación casi unánime por la izquierda europea de la causa nacional en
cada país. En Francia se manifestó en L’Union Sacrée. En Alemania surgió la Burgfrieden.
Hasta en la Duma rusa hubo un acuerdo de tregua en las luchas partidistas. Todo
ello consternó a Lenin, escondido en la Galicia de los Cárpatos, entonces
austrohúngara. Al comprobar que sus camaradas alemanes socialdemócratas habían
resultado ser más alemanes que socialistas, exclamó «a partir de hoy dejaré de
ser un socialista y me convertiré en un comunista». Fue entonces cuando nació
el término peyorativo «social-chovinismo» para calificar a quien se desvía del
«internacionalismo proletario».
Claro que, aunque sólo sea
por los resultados, como señala Niall Ferguson, esa guerra fue esencialmente
democrática: cayeron cuatro imperios y el mundo fue quedando en manos de
movimientos políticos de masas y regímenes totalitarios. El demos, sin más. Ya
al anochecer del miércoles 5 lo intuyó Ortega, que se encontró con Pablo
Iglesias en Madrid, caminando por el paseo de Rosales. «… Logro que hable algo
de la guerra y opina, como yo, que será muy beneficiosa para los intereses del
socialismo».
Entonces, ¿qué ocurrió? Hubo suicidio
de la civilización más culta y próspera de la historia, pero ¿quién hipnotizó a
los sonámbulos y los empujó al abismo? En rigor, nadie. Todos fueron consciente
o inconscientemente Caín. Pero como Abel, la víctima, fue la Civilización
Occidental, judeo-greco-romana-cristiana, resulta que todos fueron Abel: todos
fueron a la vez Caín y Abel. Por eso la única consecuencia racional e histórica
que cabe sacar es que estamos ante la mayor tragedia conocida. Un fratricidio y
a la vez suicidio.
Sin embargo, escudriñando en
las sombras macabras de ese pasado tan cercano, cabe vislumbrar un asomo de
lógica. Acaso todos los actores de esta tragedia, desde los emperadores hasta
los soldados rasos, desde patricios liberales con un alto sentido moral como
Sir Edward Grey o Theobald von Bethmann-Hollweg hasta el último demagogo, se
movieron empujados por el mismo motivo: el miedo. Fueron a la guerra porque en
el fondo la creían inevitable y temían una derrota si la guerra empezase un año
o dos después, en circunstancias peores para ellos y para sus países
respectivos.
Y derrota hubo, para todos.
Nuestra civilización se volvió estéril porque «echó a sus hijos al fuego» (II
Cron. 28, 3). Al cabo de cien años de guerra civil europea ya no creemos en
nuestros ideales ni deberes; ni siquiera en nuestros intereses. Vivimos en la
inane civilización del vacío.
3 ago. 2014 ABC EL MARQUÉS DE TAMARÓN
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