Felix Nussbaum: Skeletten 1944 |
Lo que destaco del artículo del filósofo Ramin Jahanbegloo, que adjunto:
-Es una reflexión sobre la cultura y
su relación con la barbarie.
-Su afirmación de que el Holocausto es
un aspecto más de la civilización humana (“La cultura humana ya se había
utilizado para envolver los crímenes más bárbaros”)
-La importancia permanente de la Ética
para hacer diferente el futuro
-Las interesantes referencias a Ortega
y Gasset para argumentar la generalización en nuestro tiempo de la mediocridad
en la cultura y en las mentalidades, cosa que se traduce en no entender el
sentido de nuestras vidas.
Además: George Steiner: “Ahora sabemos
que un hombre puede leer a Goethe o Rilke por la noche, que puede tocar a Bach
y Schubert, y por la mañana acudir a su trabajo en Auschwitz”. Entiendo que
esta psobilidad de vivir nuestra vida coincide con los que Hannah Arendt quería
decir con su idea de la “banalidad del mal”.
La rebelión de la sinrazón
Nos
enfrentamos a diversas formas de absolutismo y fundamentalismo que nos han
conducido a la unidimensionalidad del pensamiento y ponen en peligro los
fundamentos básicos de la civilización humana
En
una ocasión Theodor Adorno afirmó que no era posible escribir poesía después de
Auschwitz. Escribió esas famosas palabras en 1949, antes de que la palabra
Auschwitz pasara a simbolizar el terror y la destrucción a gran escala que fue
el Holocausto. La afirmación se enmarca en una crítica más general de la
modernidad capitalista y la Ilustración, de la que Auschwitz y la barbarie nazi
se consideran ramificaciones. En este sentido, cuando Adorno mencionó Auschwitz
no aludía al campo de concentración de la Polonia ocupada, sino más
precisamente a los perturbadores procesos culturales occidentales que
produjeron lo que hoy se conoce como Holocausto. Un proceso que redujo a humo y
cenizas a seres humanos vivos, reduciendo al tiempo todas las formas de
discurso al nivel de lo innombrable. “Auschwitz niega todos los sistemas,
destruye todas las doctrinas”, afirmó Elie Wiesel. Quizá por eso la afirmación
de Adorno sea prácticamente inevitable al debatir la relación entre cultura y
barbarie.
En
los últimos 50 años, la observación de Adorno ha sido una de las piedras de
toque de quienes han escrito sobre la concepción de la cultura y en general
sobre la historia de las ideas. Necesitamos analizar lo que podríamos calificar
de paradigma pos-Auschwitz, tan evidente en las reflexiones de Adorno
sobre la cultura posterior al Holocausto. Adorno expresa la imperiosa necesidad
de representar las atrocidades nazis y la imposibilidad de hacerlo. Sin
embargo, su llamamiento al silencio no puso fin a la posibilidad de la cultura
después de Auschwitz, sino que más bien recalcó la paradójica situación en la
que se encontraban poetas, escritores y filósofos después del Holocausto que,
siendo una sistemática y mecánica aniquilación de los judíos, perversamente
organizada con burocrática eficacia, destruyó la propia idea de cultura vigente
hasta el siglo XX. Como escribió George Steiner: “Ahora sabemos que un hombre
puede leer a Goethe o Rilke por la noche, que puede tocar a Bach y Schubert, y
por la mañana acudir a su trabajo en Auschwitz”.
Auschwitz
constituye una aberración, una destrucción ilimitada de la condición humana
Si
Auschwitz formó parte esencial del proceso civilizador, parecería razonable
decir que no solo tenía que ver con Alemania y con los judíos, sino con el
conjunto de la humanidad. La paradoja a la que nos enfrentamos en tanto que
sujetos posteriores al Holocausto aparece claramente en primer plano gracias a
la siguiente actitud intelectual: guardar silencio y racionalizar ese silencio
partiendo del reconocimiento de la incapacidad subjetiva para representar el
horror no es más que una ilusión autocomplaciente. La cultura humana ya se
había utilizado para envolver los crímenes más bárbaros. Hacer caso omiso de
esa cultura después de tales atrocidades se considera una labor imposible. Es
decir, Auschwitz es una aberración de nuestras esencias porque constituye una
degradación y una destrucción ilimitadas de la condición humana. En
consecuencia, no es un accidente o un error histórico, es un trauma de la
civilización humana.
Irónicamente,
ese trauma no ha quedado detrás de nosotros en la historia contemporánea. Nos
mira a la cara en el futuro en calidad de imperativo ético. Esto explica que,
para la labor socrática de la cultura en el mundo actual, sea crucial
mantenerse fiel a la ética. Esa fidelidad no consiste en desear que la propia
vida vaya lo mejor posible, sino en hacer lo que es éticamente mejor para que
sea diferente. Kierkegaard vio en este proceso el momento justo en el que se
pasa de la “no verdad” a la “verdad”, del “no ser” al “ser”. En consecuencia,
la idea de que se puede analizar la vida planteándose preguntas intemporales y
universales sigue siendo tan revolucionaria hoy como en la época de Sócrates.
Esta
labor socrática de “vivir en la verdad” suscita el espectro de un problema más
amplio: pensar en la cultura es una labor crítica que, sin embargo, se enmarca
dentro de otra labor mayor: la lucha contra la mediocridad. Las épocas
mediocres hacen de la labor socrática algo todavía más necesario y pueden
conseguir que los individuos que buscan la excelencia sean más receptivos a sus
lecciones. El hecho de que una entidad como la cultura, en apariencia
impotente, sea realmente capaz de superar la mediocridad es en verdad
sorprendente y alentador. Sin embargo, en muchos sentidos la cultura
contemporánea es la peor enemiga de sí misma. La mediocridad, con su
insistencia en la fama más que en la ejemplaridad, ha minado la repercusión
moral del arte, la filosofía y la literatura en la sociedad contemporánea. El
presente será incapaz de criticarse a sí mismo en tanto no pueda acceder a lo
que le es ajeno o conceptualizarlo. Sin una crítica del conformismo general, el
presente se extenderá indefinidamente y sin solución de continuidad hasta el
futuro. En consecuencia, la crítica es la posibilidad de una ruptura,
experimentada en el presente. Es una situación en el mundo vivido que ofrece
posibilidades alternativas que exigen atención.
A
la luz de esta idea de la crítica es donde el lúcido punto de partida de Ortega
y Gasset encuentra hoy en día toda su pertinencia y relevancia. “La vida es,
esencialmente, un diálogo con el contorno”, decía Ortega en 1924 en Las
Atlántidas. En 1929 escribió La rebelión de las masas, libro en el
que analizaba la crisis política y social que sufría Europa. No fue el único
pensador en detectarla, pero su análisis fue especialmente importante, ya que
para él las causas de tal situación radicaban en la generalizada distribución
del poder social entre las masas. No hace falta decir que su evaluación, esencial
cuando se escribió, resulta todavía más esencial y relevante al aplicarse a
nuestro tiempo.
En
consecuencia, la “rebelión de las masas” no es un fenómeno privativo del siglo
XX, ya que se ha abierto paso hasta el XXI y está cobrando impulso. La “rebelión
de la sinrazón” es ahora un problema mundial. Nos enfrentamos a ella en la vida
cotidiana, plasmada en diversas formas de absolutismo y fundamentalismo que
ponen en peligro los fundamentos básicos de la civilización humana. En la
sociedad contemporánea, la rebelión de la sinrazón también ha conducido a la
unidimensionalidad del pensamiento y este, a su vez, al eclipse de la alta
cultura y a la extinción de los valores intelectuales clásicos entre una
población que se ha vuelto totalmente indiferente al sentido de la vida. Según
Ortega, “no sabemos lo que nos pasa y eso es precisamente lo que nos pasa, no
saber lo que nos pasa”. Esta observación, escrita por Ortega en Esquema de
la crisis, indica claramente la pérdida de nuestra concepción del futuro.
Lo cual confirma todas nuestras sospechas sobre la mediocrización de la cultura
humana en el mundo actual.
La
humanidad ha quedado sola con varios gritos individuales en la oscuridad que
nos animan a buscar señales de excelencia y nobleza en grandes documentos del
pasado. Solo el tiempo nos dirá qué repercusiones tendrán esas nobles llamadas
a la excelencia en las generaciones futuras, porque el tiempo es nuestro único
pasaporte al futuro.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es
catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
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