He
seleccionado unos fragmentos de un artículo de Vargas Llosa (El hombre sin cualidades, El País
23.6.13), donde valora la película de Margarethe von Trotta, Hannah Arendt. En este
fragmento, Vargas Llosa concreta de forma muy clara el concepto “banalidad del
mal”, de Hannah Arendt.
El
espíritu romántico, congénito a Occidente, nunca se ha liberado del prejuicio
de ver la fuente de la crueldad humana en personajes diabólicos y de grandeza
terrorífica, movidos por el ideal degenerado de hacer sufrir a los demás y
sembrar su entorno de devastación y de lágrimas. Nada de esto asoma siquiera en
la personalidad de ese mediocre pobre diablo, fracasado en todo lo que
emprende, inculto y tonto, que encuentra de pronto, dentro de la burocracia del
nazismo, la oportunidad de ascender y disfrutar del poder. Es disciplinado más
por negligencia que convicciones, un instinto de supervivencia abole en él la
capacidad de pensar si hay en ello algún riesgo, y sabe obedecer y servir a su
jefe con docilidad perruna cuando hace falta, poniéndose una venda moral que le
permite ignorar las consecuencias de los actos que perpetra cada día (como
despachar trenes cargados de hombres, mujeres, niños y ancianos de todas las
ciudades europeas a los campos de trabajos forzados y las cámaras de gas). Con
énfasis aseguró Eichmann en el juicio que nunca había matado a un judío con sus
manos y seguramente no mintió.
Cualquiera
que haya padecido una dictadura, incluso la más blanda, ha comprobado que el
sostén más sólido de esos regímenes que anulan la libertad, la crítica, la
información sin orejeras y hacen escarnio de los derechos humanos y la
soberanía individual, son esos individuos sin cualidades, burócratas de oficio
y de alma, que hacen mover las palancas de la corrupción y la violencia, de las
torturas y los atropellos, de los robos y las desapariciones, mirando sin
mirar, oyendo sin oír, actuando sin pensar, convertidos en autómatas vivientes
que, de este modo, como le ocurrió a Adolf Eichmann, llegan a escalar las más
altas posiciones. Invisibles, eficaces, desde esos escondites que son sus
oficinas, esas mediocridades sin cara y sin nombre que pululan en todos los
rodajes de una dictadura, son los responsables siempre de los peores
sufrimientos y horrores que aquella produce, los agentes de ese mal que, a
menudo, en vez de adornarse de la satánica munificencia de un Belcebú se oculta
bajo la nimiedad de un oscuro funcionario.
Kafka
ya lo identificó en esos invisibles personajes que juzgan y ejecutan a
inocentes como K. por crímenes fantásticos e inexistentes, pero el gran mérito
de Hannah Arendt es haber sacado de la literatura a ese hipócrita y darle el
protagonismo que merece como secuaz indispensable de los verdugos y haberlo
tipificado como el agente predilecto del mal en el universo totalitario.
Eichmann
“no era ni un Yago ni un Macbeth”, dice Hannah Arendt, ni tampoco un estúpido.
“Fue la pura ausencia de pensar —lo que no es poca cosa— lo que le permitió
convertirse en uno de los más grandes criminales de su época. Esto es ‘banal’ y
hasta cómico, pues, ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir
en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca”. Lo terrible de Eichmann es
que no era un hombre excepcional, sino uno común y corriente. Lo que significa
que todo hombre común y corriente, en ciertas circunstancias (una dictadura
hitleriana, por ejemplo), puede convertirse en un Eichmann.
Algo
de esto había dicho años antes Georges Bataille, comentando el prontuario
criminal del valeroso compañero de batalla de Juana de Arco al que se le
descubrió más tarde que asesinaba niños en serie porque era un pervertido
sexual: que, nos guste o no, en el fondo de todos nosotros, no sólo los
“malos”, también los “buenos”, se esconde un pequeño Gilles de Rais.
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