EDITH
STEIN, PATRONA DE EUROPA
EL
1 de octubre de 1999 Juan Pablo II proclamó tres nuevas santas, Patronas de
Europa. Una era santa Catalina de Siena, otra santa Brígida de Suecia y, por
fin, la tercera era santa Benedicta de la Cruz, más conocida en su vida
anterior, antes de profesar, como la filósofa, y una de las más importantes
intelectuales del siglo XX, Edith Stein. Santa, monja carmelita, judía y mártir
muerta en Auschwitz en 1942.
Su
biografía, sorprendente y admirable, conjugaba dramáticamente toda la tragedia
de barbarie e intolerancia del siglo XX: primera mujer en convertirse en
doctora en Filosofía en Alemania, alumna de Husserl, Stein nació en 1891 en
Wroclaw, hoy Polonia, capital de Silesia, cuando esta ciudad aún pertenecía al
Imperio Alemán y se llamaba Breslau. Había crecido en el seno de una familia
judía y había sido una convencida feminista en su juventud, escribiendo
diversos libros sobre los derechos de la mujer. Tras la lectura de Santa Teresa
de Jesús, se convirtió al catolicismo. Fue bautizada el 15 de octubre de 1922,
día de la Santa que tanto devocionaba, e ingresó como monja del Carmelo en un
año fatídico: en 1933, año de la ascensión de Hitler al poder. Fatídico para
los suyos, para los judíos a los que, como decía, nunca dejó de pertenecer, y
para toda la Europa libre y civilizada en general.
Valiente
y firme opositora tanto a la ideología del nacionalsocialismo alemán como a las
ideologías marxistas, junto con sus estudios filosóficos y teológicos
reflejados en distintas obras (Ser finito y ser eterno: ensayo de una ascensión
del ser, Ciencia de la Cruz: estudio sobre San Juan de la Cruz, La estructura
de la persona humana, Los caminos del silencio interior o La filosofía
existencial de Martin Heidegger, entre otras) también se volcó en intentar
destruir los prejuicios antisemitas. Escribió un libro titulado La humanidad
judía, que recogía recuerdos ya escritos anteriormente con el título de Vida de
una familia judía, donde describía la vida de su familia, una familia de
comerciantes acomodados judíos, y, sobre todo, de su adorada madre, enterrada
en el cementerio judío de Wroclaw. Edith, por su parte, nunca tendría una
tumba, nada más llegar a Auschwitz quedaría reducida a cenizas.
Activa
detractora del nazismo, del que percibió desde el primer momento todo su
peligro, siéndole prohibido ejercer como profesora envió una carta al Papa Pío
XI para pedirle que mostrara una toma de posición clara de la Iglesia contra lo
que ella llamaba «la idolatría de la raza». La muerte de Pío XI interrumpe la
redacción de esta encíclica. Aun así, la condena del nazismo por parte de la
Iglesia católica tendrá lugar en la encíclica Mit brenneder Sorge (Con ardiente
inquietud, 1937) y, más tarde, en algo que influirá decisivamente en la
deportación y muerte de Edith y su hermana Rosa, también monja carmelita: la
condena pública del nazismo por parte del Episcopado holandés en 1942. En 1938
Edith había sido enviada al Carmelo de Echt, en Holanda, pensando las
carmelitas de Colonia, donde ella estaba, que como Holanda seguía siendo un
país neutral allí podría estar segura. Medio año después, en junio de 1939,
redactaría su testamento, lo que sería entendido como un claro presentimiento
de muerte.
Hoy
que se habla tanto de la necesaria práctica de la empatía como fórmula básica
humana, ejercida desde los mismos inicios de la educación, en las escuelas y en
las familias, para evitar el rechazo y la exclusión del Otro, de los otros
muchos, Edith Stein ya escribió un libro (El problema de la empatía) sobre este
«don que permite absorber lo que el otro vive dentro de uno mismo». La empatía
permite al ser humano, considerado un universo en sí mismo, enriquecerse y
aprender a conocerse en el contacto con los otros.
En
aquel momento del que hablábamos al inicio, en 1999, en el «Motu proprio» que
designaba tres nuevas Patronas de Europa, Juan Pablo II incluyó un comentario
que bien podría ser suscrito hoy día por cualquier ciudadano europeo,
pertenezca a la religión o credo a la que pertenezca, no sólo a la católica:
«Crezca, pues, Europa. Crezca como Europa del espíritu, en la línea de su mejor
historia (…). Para edificar la nueva Europa sobre bases sólidas, no basta
ciertamente apoyarse en los meros intereses económicos que, si unas veces
aglutinan, otras dividen; es necesario hacer hincapié sobre los valores
auténticos, que tienen su fundamento en la ley moral universal, inscrita en el
corazón de cada hombre».
Hoy,
las heridas de esa parte de Europa donde nació Edith Stein están ya
cicatrizadas y luce en todo su esplendor lo que más puede unir a los seres
humanos, cancelando definitivamente el fanatismo y la «idolatría» de ideologías
y prejuicios de los que hablaba esta santa y filósofa: la cultura. No siempre
fue fácil de defender algo aparentemente tan simple en esas atormentadas
tierras, pasto de invasiones, reparticiones y sucesivas guerras mundiales y no
mundiales.
Remontándonos
al pasado hay que recordar que la ciudad de Wroclaw fue uno de los más significativos
escenarios a la hora de protagonizar un gigantesco éxodo (o directamente
expulsión, dependiendo de las fases históricas) recién acabada la Segunda
Guerra Mundial. Concretamente, tras las conferencias de Yalta, y luego Potsdam,
de 1945. Stalin había determinado ya en la Conferencia de Yalta que la URSS se
anexionaría grandes regiones orientales que habían pertenecido a la Segunda
República Polaca. Polonia, por su parte, sería compensada con los territorios
que Alemania poseía al este de los ríos Oder y Neisse, línea fronteriza entre
Alemania y Polonia. Los polacos residentes en estos territorios anexionados por
la URSS (principalmente en la bellísima Lvov, hoy Ucrania) serían reubicados en
territorios antes habitados por alemanes, como era el caso de Wroclaw, cuyos
habitantes alemanes serían a su vez deportados en masa hacia el oeste. Se
calcula que en esos años entre 12 y 14 millones de habitantes de origen alemán
fueron desplazados.
Wroclaw,
hoy Polonia, tras una azarosa historia, patria de grandísimos autores de fama
internacional, tanto en lengua alemana (la citada Edith Stein, el filósofo
neokantiano Ernst Cassirer, el sociólogo Ernst Elias –maestro de Anthony
Gidden–, el premio Nobel de Literatura Gerhart Hauptmann) como en polaco (el
poeta de la «poesía después de Auschwitz» Tadeusz Rózewicz, el genio del teatro
experimental Grotowski, el novelista y enfant terrible Marek Hlasko), incide
este año, más que nunca, en ese entendimiento y colaboración de los pueblos y
culturas, reuniendo el rico legado (alemán, polaco y judío, principalmente) que
conforman sus raíces. Y lo hace con dos grandes celebraciones: como Capital
Europea de la Cultura 2016 y como Capital Mundial del Libro de la Unesco.
Una
de las más antiguas y bellas ciudades de Polonia, situada junto al río Oder y a
los pies de los Sudetes, Wroclaw está atravesada por canales y por pintorescos
y deliciosos puentes que unen doce pequeñas islas. Maravillosos edificios de un
gótico tardío prerrenacentista, iglesias barrocas y una joya del modernismo
europeo de comienzos del XX, como es su imponente Centennial Hall, conviven con
museos ultramodernos, a la vez que didácticos, como el recientemente inaugurado
dedicado al gran poeta romántico nacional Mickiewicz y a la historia polaca en
general (Pan Tadeusz Museum) y con un espectacular Foro Nacional de la Música,
que alberga un gigantesco auditorio para 1.800 personas. Un gigantismo
espectacular, de arquitectura interior y exterior realmente fabulosa, de los
mejores palacios de la música de Europa hoy día, que por fin celebra tan sólo
eso: la cultura. Cultura, entendimiento y educación para la convivencia en vez
de batallas y disputas, de victorias y derrotas, como las que sacudieron antaño
ese suelo atribulado.
ABC 10.5.16
MERCEDES MONMANY
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