«EL
ÁNGEL DE BUDAPEST»
«Cuando llevaba expedidos millares de documentos, y
temiendo el momento en que no sirviesen de nada, decidió internar a las
familias perseguidas en edificios, alquilados con cargo a su propio bolsillo»
DURANTE años los españoles
ignoramos que un compatriota, Ángel Sanz Briz, enfrentó de manera heroica la
barbarie nazi para salvar de las cámaras de gas a millares de judíos
predestinados a sumarse a las víctimas del Holocausto. La escasa relevancia que
él concedió a su hazaña humanitaria, el antisemitismo verbal del viejo Régimen
y la ausencia de relaciones entre Hungría, Israel y España mantuvieron en el
olvido este nombre que ahora figura entre los de Raoul Wallenberg y Oskar
Schindler, los dos mitos de la salvación de judíos durante la Shoa cuyas
hazañas solidarias el cine tanto ha popularizado.
Sanz Briz, diplomático
aragonés, joven y con brillante futuro, estaba al frente de la Legación
española en Budapest cuando, en marzo de 1944, las tropas alemanas movilizadas
en la operación Margarette entraron en Hungría, desterraron al regente, Miklós
Horthy, e impusieron un Gobierno de los Nylaskeresztez (partido de la Cruz
Flechada), los nazis locales, que inmediatamente acometieron la «solución
final», la liquidación del pueblo judío, que se venía aplicando en todos los
países del Tercer Reich. El propio Adolf Eichmann fue el encargado por Hitler
de planificar el traslado de las víctimas hacia el exterminio.
Aunque España formaba parte
del quinteto de países neutrales –con el Vaticano, Suecia, Portugal y Suiza–,
era el que tanto los nazis alemanes como húngaros consideraban más identificado
con sus principios y métodos. Pero Sanz Briz, al principio simpatizante de la
parafernalia nacionalsocialista, lejos de condescender con aquella política
criminal y mantenerse respetuoso con las instrucciones de no injerencia de
Madrid, se dejó llevar por su sentido humanitario y a lo largo de aquellos
terribles meses se entregó con su profesionalidad, sus propios medios
económicos y gran riesgo personal a salvar vidas.
Interpretando de forma
retroactiva una ley ya prescrita de Primo de Rivera, comenzó a expedir
pasaportes a los sefardíes que habitaban en la ciudad y, cuando se le agotaron
los impresos en blanco, cartas de naturaleza a todos los judíos que, en cuanto
se corrió la voz, empezaron a hacer cola ante la Legación Española en busca de
su protección. Cuentan que varias veces Sanz Briz tuvo que salir a la calle en
mangas de camisa para enfrentarse a los matones «cruzflechados» que intentaban
secuestrar y aporrear a aquellos desesperados.
Inicialmente las autoridades
respetaron los documentos de protección españoles, pero enseguida el Gobierno
del racista Ferenc Szálasi comenzó a desdeñarlos y a intentar deportar a sus
portadores a los campos de la muerte. En varias ocasiones Sanz Briz se adelantó
en coche a trenes repletos de judíos con destino Auschwitz-Birkenau para
plantarles cara en las estaciones a los guardianes de las SS y, desafiando su
furia, obligar a que desembarcasen los que tenían documentos españoles y
embarcarlos en su automóvil protegido por la inmunidad diplomática.
Cuando llevaba expedidos
millares de documentos, y temiendo el momento en que en el caos no sirviesen de
nada, decidió internar a las familias perseguidas en edificios, alquilados con
cargo a su propio bolsillo y salvaguardados por banderas españolas y carteles
donde se advertía que aquel inmueble era sede extraterritorial anexa a la
Legación de España y, por lo tanto, exenta de la jurisdicción húngara. Así
consiguió que muchas personas evitaran ser deportadas. Llegó a disponer de once
pisos donde se hacinaban como sardinas centenares de judíos, atemorizados ante
el peligro que les amenazaba fuera. Mientras él extendía documentos y negociaba
con las autoridades respeto a sus protegidos, con las tropas soviéticas
cercando la capital y decenas de cadáveres emergiendo cada mañana entre los
hielos del Danubio, sus colaboradores se abastecían en el mercado negro de lo
indispensable, alimentos y medicinas, para que los refugiados pudiesen
subsistir.
Fueron días dramáticos
durante los que Sanz Briz –siempre prudente temiendo que su actuación no fuese
bien vista en Madrid– soslayaba su iniciativa y en los despachos sólo informaba
al Ministerio de la marcha de la guerra, arriesgando, además de la vida, su
carrera diplomática. Cuando terminó aquella dura experiencia regresó a España y
se convirtió en un diplomático del mayor prestigio. Falleció siendo embajador
ante la Santa Sede, después de haber abierto la Embajada en Pekín ante el
régimen de Mao.
En los últimos tiempos la
gesta de Sanz Briz empezó a ser conocida y reconocida tanto en Budapest –donde
una calle perpetúa su nombre–, como en Israel –donde fue declarado Justo entre
las Naciones– como en España, donde está recibiendo homenajes y muestras de
reconocimiento: la última estos días, la Medalla de Oro de Madrid. Los
documentos rescatados recuerdan que su acción salvó la vida a 5.300 personas.
En su mayor parte ya han fallecido, pero los que aún viven le recuerdan,
agradecidos y emocionados, por el apelativo con que entonces le habían
rebautizado: «El Ángel de Budapest».
14 may. 2016 ABC DIEGO
CARCEDO PRESIDENTE DE LA ASOCIACIÓN DE PERIODISTAS EUROPEOS
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