Imre Kertész: la marca de la Shoá
El escritor húngaro tomó la decisión de
vivir, de no suicidarse como tantos otros supervivientes, como un acto de
rebeldía: no sería él quien cumpliera las órdenes de sus verdugos
"Sufro
muchísimo, es verdad. Sin embargo, tengo una razón concreta para soportar estos
sufrimientos, para no querer ponerles un fin más rápido. Piense en los
suicidios de Primo Levi, Tadeusz Borowski o Jean Améry, en todos esos
supervivientes que se han quitado la vida. Yo no quiero añadir mi nombre a esa
lista. No quiero que puedan decir que yo mismo ejecuté la sentencia. Por eso
aguantaré hasta el final". Aquejado de Parkinson y casi sin poder
salir ya de su casa en Budapest, Imre Kertész confesaba a Alexandre Lacroix en
una de sus últimas entrevistas (publicada en España en La Maleta de Port Bou,
en enero de 2014) algo sobre lo que ya había reflexionado amargamente en su Diario
de la galera: el desgarro personal que le acompañó siempre desde aquella
mañana de verano de 1944 en la que fue deportado a Auschwitz para ser
exterminado. Si sobrevivió a la sentencia que toda Europa dictó contra los
judíos (una condición que otros le impusieron como identidad extraña y ya
imborrable), no serían sus manos las que la ejecutaran.
Sándor
Márai escribió que, después de 10 años de exilio voluntario por Europa, decidió
regresar a Budapest para poder convertirse en un escritor húngaro y que,
precisamente para poder seguir siéndolo, decidió huir del país en 1948, en el
momento en el que se institucionalizaba la dictadura comunista en Hungría.
"Si me quedaba", escribe en ¡Tierra, tierra!, "se me
empezaría a aplicar también a mí la técnica secreta del lavado de cerebro, más
peligrosa que la aniquilación de la conciencia llevada a cabo en las cárceles y
en las celdas de tortura, con la ayuda de medios físicos o químicos: harían que
yo mismo matase mi yo opositor. Eso pretendían. Sus métodos -la alternancia,
muy bien estudiada, de mimo y amenaza, de desprecio y engatusamiento- eran
eficaces: quienes se someten a ellos terminarán algún día por perder su
propia visión de la realidad, la visión de su propio destino".
Muchos
años después, cuando el bloque soviético se había desmoronado y Kertész había
decidido trasladarse a Alemania (país que adoptó como suyo y al que donó, en
respuesta a la indiferencia de sus compatriotas, su archivo sobre el Holocausto),
respondió a un Márai que se había suicidado en 1989 en su exilio de San Diego:
"Me quedé aquí, encallado de alguna manera, no me lavaron el cerebro (no
lo consiguieron o simplemente se olvidaron de mi cerebro), y no perdí mi
llamado yo (aunque a menudo cueste cargar con él) ¿Soy culpable? ¿Un cobarde?
¿Un perezoso? No lo creo. Para expresarlo al modo de Sándor Márai: a alguien
tenía que tocarle vivir esto". Y en un artículo posterior aclaró:
"Sabía perfectamente que si me iba de aquí, donde la gente hablaba mi
lengua, nunca más volvería a escribir".
Y
así, en ese "gris vegetar en el desierto sin expectativas de la
cotidianidad que aquí se llamaba socialismo", sobreviviendo como
periodista, traductor, guionista, autor teatral y actor aficionado, consiguió
romper la pesada carga de la memoria hasta que logró sintetizar su experiencia
en Auschwitz y Buchenwald.
Le
costó casi media vida, pero el libro vio la luz por fin en 1975. Desde
entonces, Sin destino se convirtió en un referente ineludible de la
literatura sobre el Holocausto. Porque se trata de una novela, no de un
testimonio. "El campo de concentración", escribió en Diario de
una galera, "sólo es imaginable como literatura, no como realidad
(tampoco cuando lo vivimos, que es cuando resulta menos concebible)». Años más
tarde aclararía: «Se trata de un libro que no reivindica nada, que no se
preocupa por la Historia, porque me niego a mirar los hechos desde lo alto o
desde fuera (...) No se trata de la realidad histórica sino de la autenticidad
vivida". Por eso criticó duramente la película de Spielberg, por sus
arrogantes pretensiones de imponerse a lo ocurrido: "El sobreviviente",
explica en ¿De quién es Auschwitz?, "contempla con impotencia cómo
le quitan su única posesión: las experiencias auténticas. Sé que muchos no
coinciden conmigo cuando califico de kitsch La lista de Schindler (...)
Pero ¿por qué debo yo, sobreviviente del Holocausto y poseedor de otras
experiencias del terror, alegrarme de que sean cada vez más las personas que
ven estas experiencias en la pantalla... de manera falsificada?". En la
respuesta que le dio a Lacroix bastantes años después están resumidas su manera
de afrontar la literatura y la experiencia de la Shoá. En una escena del libro,
"el narrador baja del vagón del tren, se encuentra en Auschwitz y se pone
en la fila de espera para pasar el examen médico. Allí hay 20 minutos, 20
minutos de nada, de una secuencia trágica y estúpida a la vez de la que la
mayoría de los supervivientes han preferido no decir nada porque durante esos
20 minutos, todos sufrieron, del mismo modo que mi narrador, de una ingenuidad
y una despreocupación, de las que vistas en retrospectiva, hay que
avergonzarse (...) Mientras se encuentra en la cola de espera, el narrador
mira con esperanza, casi con entusiasmo, hacia un campo de fútbol que hay al
otro lado de la alambrada de espinos y se alegra incluso porque quizá pueda
jugar ahí pronto (...) Y casi se siente satisfecho cuando el doctor le
declara apto, como si acabara de aprobar un examen. Lo que ignora es que
los demás se dirigen hacia las cámaras de gas. Escribir una novela es encontrar
ese tempo, es buscar esos 20 minutos que faltan, que preferiríamos callarnos,
pero en los que, sin embargo, pasa todo (...) Mientras escribía esta novela me
encontré confrontado una y otra vez a esas partes cerradas de mi propia
historia, que tuve que volver a abrir. No se trata de realidad histórica, sino de
la autenticidad vivida".
Tras
la liberación de los campos, rechazó la posibilidad de irse a estudiar a EEUU y
regresó a su Budapest natal, de donde salió como ciudadano húngaro y al que
volvía como judío, la identidad impuesta de la que ya no pudo desprenderse
nunca, como no pudieron hacerlo el resto de los supervivientes. Pasados los
duros años del comunismo, empezó a ser reconocido en todo el mundo, sobre todo
en Alemania, hasta que le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 2002.
En España, la editorial El Acantilado, que ha publicado casi toda su obra,
acaba de editar la última entrega de sus diarios (2001-2009), La última
posada.
FERNANDO PALMERO 31/03/2016
El Mundo
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