31/3/16

Imre Kertész



Imre Kertész: la marca de la Shoá
El escritor húngaro tomó la decisión de vivir, de no suicidarse como tantos otros supervivientes, como un acto de rebeldía: no sería él quien cumpliera las órdenes de sus verdugos

"Sufro muchísimo, es verdad. Sin embargo, tengo una razón concreta para soportar estos sufrimientos, para no querer ponerles un fin más rápido. Piense en los suicidios de Primo Levi, Tadeusz Borowski o Jean Améry, en todos esos supervivientes que se han quitado la vida. Yo no quiero añadir mi nombre a esa lista. No quiero que puedan decir que yo mismo ejecuté la sentencia. Por eso aguantaré hasta el final". Aquejado de Parkinson y casi sin poder salir ya de su casa en Budapest, Imre Kertész confesaba a Alexandre Lacroix en una de sus últimas entrevistas (publicada en España en La Maleta de Port Bou, en enero de 2014) algo sobre lo que ya había reflexionado amargamente en su Diario de la galera: el desgarro personal que le acompañó siempre desde aquella mañana de verano de 1944 en la que fue deportado a Auschwitz para ser exterminado. Si sobrevivió a la sentencia que toda Europa dictó contra los judíos (una condición que otros le impusieron como identidad extraña y ya imborrable), no serían sus manos las que la ejecutaran.
Sándor Márai escribió que, después de 10 años de exilio voluntario por Europa, decidió regresar a Budapest para poder convertirse en un escritor húngaro y que, precisamente para poder seguir siéndolo, decidió huir del país en 1948, en el momento en el que se institucionalizaba la dictadura comunista en Hungría. "Si me quedaba", escribe en ¡Tierra, tierra!, "se me empezaría a aplicar también a mí la técnica secreta del lavado de cerebro, más peligrosa que la aniquilación de la conciencia llevada a cabo en las cárceles y en las celdas de tortura, con la ayuda de medios físicos o químicos: harían que yo mismo matase mi yo opositor. Eso pretendían. Sus métodos -la alternancia, muy bien estudiada, de mimo y amenaza, de desprecio y engatusamiento- eran eficaces: quienes se someten a ellos terminarán algún día por perder su propia visión de la realidad, la visión de su propio destino".
Muchos años después, cuando el bloque soviético se había desmoronado y Kertész había decidido trasladarse a Alemania (país que adoptó como suyo y al que donó, en respuesta a la indiferencia de sus compatriotas, su archivo sobre el Holocausto), respondió a un Márai que se había suicidado en 1989 en su exilio de San Diego: "Me quedé aquí, encallado de alguna manera, no me lavaron el cerebro (no lo consiguieron o simplemente se olvidaron de mi cerebro), y no perdí mi llamado yo (aunque a menudo cueste cargar con él) ¿Soy culpable? ¿Un cobarde? ¿Un perezoso? No lo creo. Para expresarlo al modo de Sándor Márai: a alguien tenía que tocarle vivir esto". Y en un artículo posterior aclaró: "Sabía perfectamente que si me iba de aquí, donde la gente hablaba mi lengua, nunca más volvería a escribir".
Y así, en ese "gris vegetar en el desierto sin expectativas de la cotidianidad que aquí se llamaba socialismo", sobreviviendo como periodista, traductor, guionista, autor teatral y actor aficionado, consiguió romper la pesada carga de la memoria hasta que logró sintetizar su experiencia en Auschwitz y Buchenwald.
Le costó casi media vida, pero el libro vio la luz por fin en 1975. Desde entonces, Sin destino se convirtió en un referente ineludible de la literatura sobre el Holocausto. Porque se trata de una novela, no de un testimonio. "El campo de concentración", escribió en Diario de una galera, "sólo es imaginable como literatura, no como realidad (tampoco cuando lo vivimos, que es cuando resulta menos concebible)». Años más tarde aclararía: «Se trata de un libro que no reivindica nada, que no se preocupa por la Historia, porque me niego a mirar los hechos desde lo alto o desde fuera (...) No se trata de la realidad histórica sino de la autenticidad vivida". Por eso criticó duramente la película de Spielberg, por sus arrogantes pretensiones de imponerse a lo ocurrido: "El sobreviviente", explica en ¿De quién es Auschwitz?, "contempla con impotencia cómo le quitan su única posesión: las experiencias auténticas. Sé que muchos no coinciden conmigo cuando califico de kitsch La lista de Schindler (...) Pero ¿por qué debo yo, sobreviviente del Holocausto y poseedor de otras experiencias del terror, alegrarme de que sean cada vez más las personas que ven estas experiencias en la pantalla... de manera falsificada?". En la respuesta que le dio a Lacroix bastantes años después están resumidas su manera de afrontar la literatura y la experiencia de la Shoá. En una escena del libro, "el narrador baja del vagón del tren, se encuentra en Auschwitz y se pone en la fila de espera para pasar el examen médico. Allí hay 20 minutos, 20 minutos de nada, de una secuencia trágica y estúpida a la vez de la que la mayoría de los supervivientes han preferido no decir nada porque durante esos 20 minutos, todos sufrieron, del mismo modo que mi narrador, de una ingenuidad y una despreocupación, de las que vistas en retrospectiva, hay que avergonzarse (...) Mientras se encuentra en la cola de espera, el narrador mira con esperanza, casi con entusiasmo, hacia un campo de fútbol que hay al otro lado de la alambrada de espinos y se alegra incluso porque quizá pueda jugar ahí pronto (...) Y casi se siente satisfecho cuando el doctor le declara apto, como si acabara de aprobar un examen. Lo que ignora es que los demás se dirigen hacia las cámaras de gas. Escribir una novela es encontrar ese tempo, es buscar esos 20 minutos que faltan, que preferiríamos callarnos, pero en los que, sin embargo, pasa todo (...) Mientras escribía esta novela me encontré confrontado una y otra vez a esas partes cerradas de mi propia historia, que tuve que volver a abrir. No se trata de realidad histórica, sino de la autenticidad vivida".
Tras la liberación de los campos, rechazó la posibilidad de irse a estudiar a EEUU y regresó a su Budapest natal, de donde salió como ciudadano húngaro y al que volvía como judío, la identidad impuesta de la que ya no pudo desprenderse nunca, como no pudieron hacerlo el resto de los supervivientes. Pasados los duros años del comunismo, empezó a ser reconocido en todo el mundo, sobre todo en Alemania, hasta que le fue concedido el Premio Nobel de Literatura en 2002. En España, la editorial El Acantilado, que ha publicado casi toda su obra, acaba de editar la última entrega de sus diarios (2001-2009), La última posada.
FERNANDO PALMERO  31/03/2016 El Mundo

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