ALPHAGO
Sueño con AlphaGo: un mundo de máquinas que no
impongan sus gustos. Porque no es la razón la que corrompe. Es el afecto
NO es la razón la que
corrompe. Es el afecto. La razón disecciona causas necesarias y ningún interés
personal la guía. Sus resultados pueden ser dolorosos para quien la ejerce. O
placenteros. Mas ni dolor ni placer ponen un átomo de más o de menos a sus
conclusiones. De la aplicación del teorema de Tales puede venirle al sujeto
concreto que lo resuelve la certeza de que su vida está condenada. A otro, el
cálculo insoslayable del éxito de su tarea. Ni placer ni dolor, ni fracaso ni
éxito alteran a quien calcula. De no ser un imbécil.
En un universo de amorfas
trivialidades, como es este en el cual vivimos, hay instantes milagrosos. Y
casi ni nos damos cuenta de su maravilla. La noticia de ayer se llama AlphaGo.
Y puede que no demasiados hayan percibido hasta qué punto pesará más en sus
vidas y, sobre todo, en las de sus hijos que todas las insipideces con las
cuales nos angustia esa anacrónica política en cuya ansiedad vivimos.
AlphaGo desciende de Deep
Blue. Su antecesora fue la primera máquina que venció a un gran maestro de
ajedrez, el legendario Gary Kasparov. Era el año 1996. Y yo lo saludé entonces
como el inicio de una nueva era: esta en la cual vivimos. AlphaGo no es, en
rigor, una máquina, sino un programa, esto es, una serie complejísima de
códigos binarios. Y acaba de obtener la primera victoria de un no-humano sobre
un gran maestro de Go, el campeón del mundo, Lee Sedol.
Calibremos la dimensión de lo
ocurrido. De todos los juegos de estrategia que los hombres inventaron a lo
largo de su historia –porque, al fin, los hombres son esas máquinas de guerra
descritas por Heráclito, y la guerra exige ser desplazada en juegos
incruentos–, el Go es unánimemente considerado el más complejo: no conocemos
nada comparable. Yasunari Kawabata, quien además del mejor escritor japonés del
siglo XX fue un conocedor exquisito de los inagotables laberintos de ese juego,
describe cómo los grandes maestros, para sosegarse entre partida y partida, se
entretienen con el infantil ajedrez que tanto gusta a los occidentales: no ha
habido un solo occidental que haya alcanzado posiciones preeminentes en el
juego de Go.
La victoria de 1996 era
regional, provinciana casi. Esta de 2016 da al traste con los sueños
antropocentristas: los humanos somos lo que somos; razonamos, sí, pero no
demasiado; calculamos, en la medida en que nuestros deseos nos lo permiten; y,
al final, acabamos por ser siempre siervos de unos afectos que nos derrotan.
Humillantemente. Las máquinas, no.
Envueltos en la ínfima
sordidez con que los afectos y pasiones personales de los políticos interfieren
cálculos básicos –el bloqueo español hoy es sólo eso–, AlphaGo me trae a la
memoria los tiempos más grandes de la política en la edad moderna. Me trae al
Condorcet a quien amo: ese al que la pasión homicida del Terror humilló y
asesinó en 1794. Retomo de la biblioteca uno de sus escritos juveniles, que
canta la maravilla de la máquina que pudiera liberarnos de los políticos, de la
política: la máquina de gobernar, un autómata-rey, «que no será peligroso para
la libertad y que, reparado con tino, será eterno». Y que a ningún capricho
cederá por encima del cálculo más conveniente para la nación. Un gobernante al
cual ninguna corrupción, ningún afecto tienten.
Pero el terror humano triunfó
sobre la pureza maquinal. Condorcet fue triturado. Y aquí yo sueño ahora con
AlphaGo: un mundo de máquinas que no impongan sus gustos. Porque no, no es la
razón la que corrompe. Es el afecto.
10.3.2016 ABC GABRIEL
ALBIAC
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