17/3/16

AlphaGo.Un mundo de máquinas.Albiac



ALPHAGO
Sueño con AlphaGo: un mundo de máquinas que no impongan sus gustos. Porque no es la razón la que corrompe. Es el afecto

NO es la razón la que corrompe. Es el afecto. La razón disecciona causas necesarias y ningún interés personal la guía. Sus resultados pueden ser dolorosos para quien la ejerce. O placenteros. Mas ni dolor ni placer ponen un átomo de más o de menos a sus conclusiones. De la aplicación del teorema de Tales puede venirle al sujeto concreto que lo resuelve la certeza de que su vida está condenada. A otro, el cálculo insoslayable del éxito de su tarea. Ni placer ni dolor, ni fracaso ni éxito alteran a quien calcula. De no ser un imbécil.
En un universo de amorfas trivialidades, como es este en el cual vivimos, hay instantes milagrosos. Y casi ni nos damos cuenta de su maravilla. La noticia de ayer se llama AlphaGo. Y puede que no demasiados hayan percibido hasta qué punto pesará más en sus vidas y, sobre todo, en las de sus hijos que todas las insipideces con las cuales nos angustia esa anacrónica política en cuya ansiedad vivimos.
AlphaGo desciende de Deep Blue. Su antecesora fue la primera máquina que venció a un gran maestro de ajedrez, el legendario Gary Kasparov. Era el año 1996. Y yo lo saludé entonces como el inicio de una nueva era: esta en la cual vivimos. AlphaGo no es, en rigor, una máquina, sino un programa, esto es, una serie complejísima de códigos binarios. Y acaba de obtener la primera victoria de un no-humano sobre un gran maestro de Go, el campeón del mundo, Lee Sedol.
Calibremos la dimensión de lo ocurrido. De todos los juegos de estrategia que los hombres inventaron a lo largo de su historia –porque, al fin, los hombres son esas máquinas de guerra descritas por Heráclito, y la guerra exige ser desplazada en juegos incruentos–, el Go es unánimemente considerado el más complejo: no conocemos nada comparable. Yasunari Kawabata, quien además del mejor escritor japonés del siglo XX fue un conocedor exquisito de los inagotables laberintos de ese juego, describe cómo los grandes maestros, para sosegarse entre partida y partida, se entretienen con el infantil ajedrez que tanto gusta a los occidentales: no ha habido un solo occidental que haya alcanzado posiciones preeminentes en el juego de Go.
La victoria de 1996 era regional, provinciana casi. Esta de 2016 da al traste con los sueños antropocentristas: los humanos somos lo que somos; razonamos, sí, pero no demasiado; calculamos, en la medida en que nuestros deseos nos lo permiten; y, al final, acabamos por ser siempre siervos de unos afectos que nos derrotan. Humillantemente. Las máquinas, no.
Envueltos en la ínfima sordidez con que los afectos y pasiones personales de los políticos interfieren cálculos básicos –el bloqueo español hoy es sólo eso–, AlphaGo me trae a la memoria los tiempos más grandes de la política en la edad moderna. Me trae al Condorcet a quien amo: ese al que la pasión homicida del Terror humilló y asesinó en 1794. Retomo de la biblioteca uno de sus escritos juveniles, que canta la maravilla de la máquina que pudiera liberarnos de los políticos, de la política: la máquina de gobernar, un autómata-rey, «que no será peligroso para la libertad y que, reparado con tino, será eterno». Y que a ningún capricho cederá por encima del cálculo más conveniente para la nación. Un gobernante al cual ninguna corrupción, ningún afecto tienten.
Pero el terror humano triunfó sobre la pureza maquinal. Condorcet fue triturado. Y aquí yo sueño ahora con AlphaGo: un mundo de máquinas que no impongan sus gustos. Porque no, no es la razón la que corrompe. Es el afecto.
10.3.2016  ABC  GABRIEL ALBIAC

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