El cosmos prohibido de
Galileo y Copérnico
En
1616, La Inquisición decidió incluir en su famoso Índice la teoría copernicana
y condenaba a Galileo Galilei por sus ideas científicas, que cambiaban la
concepción del mundo, el universo y el cielo.
Hace 400 años se libró en
Roma una batalla entre la interpretación literal de la Biblia y los avances
científicos que contradecían –o lo parecía– verdades reveladas. En el centro de
la contienda se hallaban dos figuras señeras de la astronomía: Nicolás
Copérnico (Thorn, Polonia, 1473/1543) y Galileo Galilei (Pisa, Italia,
1564/1642) y, en primer plano, el heliocentrismo copernicano: el sol no gira en
torno a la tierra, sino que esta lo hace sobre sí misma y «circularmente» en
torno al sol (el «movimiento elíptico» fue formulado por Kepler en 1609).
Una ciencia peligrosa
La difusión de que el
geocentrismo (la tierra como centro del universo) aristotélico era un error
angustiaba a Copérnico: «El ridículo que temo, a causa de la novedad y
extrañeza de mis concepciones, me ha inducido más de una vez, a abandonar el
trabajo iniciado». Por eso su obra «De revolutionibus orbiun celestium» («A
cerca de las revoluciones de los orbes celestes») permanecía encerrada bajo
siete llaves hasta que su amigo, Rheticus, tras años de paciente trabajo, logró
que entregara el original al editor Andreas Osiander, que quedó admirado por la
originalidad y clarividencia del genio de Thorn, pero advirtió, también, que
sobre el heliocentrismo caerían como fieras dos tipos de intelectuales, tanto
protestantes como católicos: por un lado, los aristotélicos de la Universidad,
cuyos trabajos quedaban desmontados y su porvenir docente amenazado; por otro,
los teólogos, cuyo concepto creacionista consideraba natural que Dios, al crear
al hombre «a su imagen y semejanza», lo situara en el centro del universo; de
un universo perfecto como obra creada por la divinidad. Tal idea quedaba
reforzada por citas bíblicas en las que el sol se paraba por la mediación
divina, como en Gabaón, cuando Josué necesitaba más tiempo para culminar su
victoria sobre los amorreos (Josué-12). Por tanto, según la palabra inspirada
por Dios, el sol era el que se movía.
Tales enemigos hubieran
podido terminar con el heliocentrismo antes de que se difundiera y, quizá,
también, hubiesen recluido al sabio en una prisión inquisitorial. Pero Andreas
Osiander era un hábil intelectual y encabezó la obra con un prólogo sin firma,
en el que expuso que el objetivo de «De revolutionibus» era explicar los
cálculos matemáticos relativos al funcionamiento planetario. Por tanto, el
heliocentrismo era una mera hipótesis que no colisionaba con el concepto
teológico de la realidad del universo.
Según el prólogo –que se
creyó de Copérnico hasta que Kepler reveló la verdadera autoría–, el astrónomo
observa un conjunto de fenómenos, sobre los que plantea hipótesis que podrían
no ser ciertas, con lo cual alejaba «De revolutionibus» de toda agresión contra
la revelación. Con esto, disminuía la fuerza innovadora del heliocentrismo,
pero permitió una gran difusión aunque la mayoría no advirtiera la revolución
científica que contenía.
Teología y ciencia
Pero no todos se dejaron
engatusar por el astuto prólogo. Diego de Zúñiga, fraile agustino profesor en
la Universidad de Osuna, se declaró partidario del heliocentrismo en su obra
«In Job Commentaria» (Toledo,1584 y Roma, 1591: «El movimiento de la tierra no
ataca las Santas Escrituras». Paolo Foscarini, carmelita calabrés, profesor de
Teología y Filosofía en la Universidad de Mesina, dirigió al procurador general
de los carmelitas una carta sobre «La opinión de los pitagóricos y de Copérnico
sobre el movimiento de la tierra y la inmovilidad del sol...» en la que
compatibilizaba el heliocentrismo con la Sagrada Escritura. La misiva se
publicó en forma de opúsculo en 1615.
Y otro que también había
leído a Copérnico y estudiado el firmamento mediante el te-lescopio por él
mismo fabricado, era Galileo Galilei. Había observado la luna, en la que
descubrió montañas, valles y mares (pensaba que las partes oscuras, las más
bajas, eran agua). Sus escritos fueron objetados por quienes sostenían que la
luna era un cuerpo esférico perfecto, sin irregularidades; uno de ellos fue el
jesuita alemán Christopher Clavius, famoso matemático y astrónomo (se le llamó
el Euclides del siglo XVI), que renunció a su oposición cuando observó la luna
por medio del telescopio: «Siga observando Vuestra Señoría, que quizá
descubrirá otras cosas nue-vas en los otros planetas. Me maravilló mucho la
desigualdad y aspereza de la luna cuando no está llena...». Hoy recibe el
nombre de Clavius el tercer cráter más grande de la luna, con 230 kilómetros de
diámetro.
Tiempo de tribulaciones
Galileo realizó nuevos
descubrimientos: el sol tenía manchas y Júpiter cuatro satélites, las estrellas
eran infinitamente más numerosas de las que podían verse y observó las fases de
Venus, lo que desmontaba el geocentrismo. Publicó estos hallazgos y sus
reflexiones sin conmocionar a los teólogos, apabullados porque cuanto decía
podía comprobarse con el telescopio.
Pero, en vista de nuevas
publicaciones como la de Foscarini, contraatacaron y no con la ciencia, sino
con la Biblia, contando con el apoyo de la doctrina de Trento y de la política.
El Concilio determinaba cuáles eran las traducciones e interpretaciones
canónicas de las Escrituras y condenaba las interpretaciones libres. Y esto
cobraba especial relieve en aquel momento culminante de la lucha contra el
protestantismo (la guerra de los Treinta Años iba a estallar en breve), por lo
cual la Inquisición estaba muy atenta a toda desviación y atendía con celo
denuncias como las presentadas contra el heliocentrismo y sus seguidores. Fue
inútil la argumentación de Galileo de que la Biblia no es un libro científico,
sino religioso, escrito en una época y para que la gente de aquel momento
pudiera entenderla. Galileo no era teólogo, de modo que –según la Iglesia– debía
limitarse a sus observaciones astronómicas y dejar la teología a los
profesionales.
Las diversas denuncias contra
el heliocentrismo fueron estudiadas por los teólogos del Santo Oficio en
febrero de 1616 y culminaron con el Decreto de la Congregación del Índice del 5
de marzo, que prohibía la obra de Foscarini y, parcialmente, las de Copérnico y
Zúñiga, en las que debían introducirse algunas modificaciones (aprobados en
1620; ¡la versión original de la obra de Copérnico no pudo leerse sin incurrir
en la condena del Índice hasta 1835!). El decreto está firmado por Roberto
Bellarmino, prefecto de la Congregación del Índice, que tiempo después sería
canonizado. Unos días antes de ese Decreto, el 26 de febrero de 1616, Galileo
fue citado por Belarmino a su palacio, donde «... le ordenó que abandonara la
opinión de que el Sol es centro del mundo y está inmóvil y la Tierra se mueve,
y en adelante no la mantuviera, enseñara o defendiera en modo alguno, de
palabra o por escrito (...) y Galileo prometió obedecer...». Por tanto, en esta
crisis Galileo no fue procesado, sino amonestado privadamente para que
abandonase el heliocentrismo y dejara de difundirlo; por terceras personas supo
que había sido denunciado a la Inquisición y encausado, pero no tuvo que
comparecer ante el Santo Oficio. El proceso de Galileo de 1633, su abjuración y
el famoso «epur si muove» (que nunca pronunció) son otra historia...
Dos semanas tormentosas
Paulo V, durante cuyo
pontificado (1605-1621) se produjo la condena del heliocentrismo, era docto en
leyes, ciencia y diplomacia que fueron sus ocupaciones antes de ser Papa.
Terminó la basílica de San Pedro, engrandeció la Biblioteca Vaticana, fue un
nepotista redomado y, también, se distinguió por su amistad con España (fue
legado ante Felipe II; durante su pontificado beatificó a Ignacio de Loyola,
Teresa de Jesús, Francisco Javier e Isidro Labrador) y por su habilidad
diplomática. Por esto se ha supuesto que la condena (que, por cierto, no firmó)
le resultaba sospechosa y debió autorizarla como mal menor para apoyar la
doctrina de Trento, preservar la autoridad de la Iglesia en la interpretación
bíblica y apoyar a España en su lucha político-religiosa en Europa. Con todo,
queda indisolublemente unido a la oprobiosa condena de 1616:
19 de febrero: reunión de 11
consultores del Santo Oficio para exponer su opinión sobre el heliocentrismo,
obras y autores.
24: Dictaminan que el
heliocentrismo es «filosóficamente absurdo y, formalmente, herético».
26: Belarmino comunica a
Galileo la amonestación inquisitorial para que cesara en la defensa y
divulgación del heliocentrismo.
1 de marzo: La Congregación
del Índice decide prohibir la obra de Foscarini y varios aspectos de las de
Copérnico y Zúñiga. El Decreto de la prohibición se publicó el 5 y no coincide
–según el gran especialista, Mariano Artigas– con el dictamen de los
consultores: «No se dice que la doctrina heliocentrista sea herética: sino que
es falsa y que se opone a la Sagrada Escritura».
13.3.2016 David SolarSolarhttp://www.larazon.es/cultura/el-cosmos-prohibido-de-galileo-y-copernico-OK12184587#.Ttt1roI8ZiN8xaZ
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