ECO
Umberto
Eco no fue el gran filósofo del siglo XX, pero sí un pensador razonable y
decente
UN niño italiano ha inventado un adjetivo para referirse a las flores
multifoliadas
( petaloso/petalosa) y los medios y las universidades y la Accademia della
Crusca no han dejado de alabar la inventiva lingüística de la criatura, lo que
demuestra que tampoco en Italia cabe un tonto más. Se lo habrían puesto fácil a
Umberto Eco, que les sacaba chispa a estas cursiladas con pretensiones de
sensibilidad o de erudición, pero Umberto Eco, como saben ustedes, murió el
pasado 19 de febrero, viernes, a la edad de 84 años. Los periódicos, que tanta
lata han dado con lo del petaloso, sólo han retenido de Eco una breve carta
dirigida a su nieto, hace unos meses, sobre la necesidad de ejercitar la
memoria.
Ochenta y cuatro años, si se sabe aprovechar el tiempo, dan para mucho, y
Eco escribió cosas muy variadas. En su temprana juventud trabajó sobre Santo
Tomás de Aquino y la estética medieval, que eran también temas favoritos de los
aspirantes españoles a doctores en Letras de esa misma época. La diferencia es
que los ensayos juveniles de Eco se siguen leyendo con gusto. Hacia el 68, sus
indagaciones estéticas sobre la estructura abierta de las obras del arte
contemporáneo le llevaron a ocuparse de los problemas del signo y del sentido.
Muchos lo consideran el creador de la semiótica, de la ciencia de los signos (o
del funcionamiento de los signos en la vida social), pero Eco no fue un
innovador rupturista y genial en ese campo, como lo fueron, entre otros, Peirce
o Chomsky. Le preocupó más la sistematización de las aportaciones ajenas y la
construcción de grandes síntesis accesibles a los públicos de cultura media, en
el sentido aristotélico, divulgando lo que otros trataban de encriptar en
jergas oligárquicas, o sea, en lenguajes de secta. Por eso cultivó también un
periodismo de divulgación que explicaba muy razonablemente los códigos de la
cultura de masas o los del terrorismo de las Brigadas Rojas, por ejemplo. Eco
fue un hombre de la izquierda liberal, un demócrata que conocía muy bien las
trampas del populismo (basta leer su análisis de las novelas de Sue –Socialismo
y consolación–para entender la inconsistencia intelectual y la sentimentalidad
totalitaria y pegajosa de las ideología s de e saca laña) yunagnós ti coque
respetaba la fe de los creyentes sin perder el tiempo en diálogos cristiano
marxistas.
Hablar de Eco como de un Tomás de Aquino del siglo XX supone incurrir en
una metáfora excesiva, como lo sería definir a Derrida como un talmudista, pero
sin duda hay algo de tomista en la aspiración a compilar una gran Summa de la
semiótica (y algo de tradición rabínica en la teoría de la deconstrucción). Eco
trató de ofrecer a las ciencias humanas –es decir, a las que estudian lo que
existe por convención y no por naturaleza– una teoría de teorías, equivalente a
lo que las matemáticas habían supuesto para las ciencias duras desde Galileo.
Creyó que la semiótica, que era todavía un campo de estudio más que un saber
logrado, podría llegar a serlo. Hoy sabemos que se trataba de una ilusión.
¿Cómo se le recordará en el futuro, si es que se le recuerda? Quizá como un
novelista, como alguien que renovó, sin proponérselo, la novela histórica, que
ha devenido, después de él, una pesadilla literaria de manuscritos misteriosos,
abadías, inquisidores malvados, herejes sublimes, templarios y otras tonterías.
Pero Elnombredelarosa (1983) no era eso ni se merecía esa descendencia. Como
sugiere Jean-Claude Milner, puede que sea el gran relato en clave sobre fracaso
del comunismo occidental. Otra cuestión distinta es si ese relato era
necesario.
28.2.2016 ABC JON JUARISTI
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