UNA CHINA SIN VALORES
«Xi Jinping, menos ambicioso que Mao, no propone un
Libro Rojo, sino que acerca más bien a China al 1984 imaginado por Orwell,
basado en la obediencia descerebrada a las órdenes del partido»
LOS valores que denominamos
occidentales reciben ataques en dos frentes: el frente islamista, con la
violencia que sabemos, y la resistencia china. Hablemos esta vez de los chinos.
El presidente Xi Jinping, que fue anunciado por los sinólatras profesionales
como un jefe de Estado ilustrado, e incluso abierto a las ideas occidentales,
se revela como un adepto del despotismo oriental, bastante cercano a Mao
Zedong. Tras haber eliminado a sus rivales en la dirección del Partido
Comunista acusándolos de corrupción (Mao también multiplicaba las «campañas»
contra la corrupción para consolidar sus plenos poderes), el presidente chino
ha restablecido en los medios de comunicación, en los colegios y en las
universidades un manto de plomo ideológico que los chinos no habían conocido
desde la década de 1980. En los manuales escolares, en los periódicos y en la
Universidad, está prohibido hacer la más mínima alusión a lo que Xi Jinping
considera valores occidentales: democracia, libertad de expresión, Estado de
Derecho, justicia independiente... Le ahorraremos al lector la lista exhaustiva
de estas prohibiciones, que son declinaciones de la libertad de pensar por uno
mismo.
La innovación destacada aportada
por el régimen actual no es la de invitar a los chinos a criticar esos valores
occidentales, sino la de censurar su mención. Consideraremos que se trata de
una regresión en comparación con el maoísmo, ya que, cuando Mao lanzó su famosa
campaña en contra del confucianismo a finales de la década de 1960, los
estudiantes tenían que estudiar a Confucio para destruirlo mejor. En la
actualidad, a los chinos se les invita a no pensar en absoluto, a hacer como si
esos valores occidentales no existiesen, como si el hecho de no nombrarlos
bastase para hacerlos desaparecer.
El procedimiento resulta
todavía más extraño porque el pensamiento occidental prohibido no se sustituye
por nada. En la China antigua, los valores occidentales se conocían y se
discutían (llevaron a la caída del Imperio y a la Revolución republicana de
1911), el marxismo fue estudiado y adaptado al contexto chino, y los ilustrados
chinos, desde siempre, se peleaban entre budistas, confucianistas y taoístas.
Cuando Mao Zedong arremetió contra la democracia, el marxismo soviético y luego
el confucianismo, fue para reemplazarlos por una ideología sustitutiva, la
suya. Este pensamiento de Mao estaba recogido en un Pequeño Libro Rojo que los
chinos debían aprenderse de memoria, también destinado a la exportación. Este
Libro Rojo, de un simplismo desolador, consiguió la adhesión de las multitudes
y de algunos intelectuales en la época de la Revolución cultural (1966-1976),
en China y en Occidente. Esos valores maoístas eran básicamente nihilistas, porque
Mao, al igual que Marx, era más elocuente sobre el orden antiguo que convenía
destruir que sobre el orden nuevo que había que construir.
Xi Jinping, menos ambicioso
que Mao, no propone un Libro Rojo, sino que acerca más bien a China al 1984
imaginado por Orwell, basado en la obediencia descerebrada a las órdenes del
partido. Como el partido no piensa y ya no se declara seguidor de ninguna
filosofía, dogma o religión, no asistimos a una disputa con fundamento entre
los valores occidentales y los valores chinos. El Gobierno chino no exporta
nada para pensar, solo exige la obediencia de sus súbditos y, si es posible, el
servilismo de los que no son chinos. El poderío de los países se basa, por lo
general, en un modelo político, un cuerpo de doctrina o una ideología; en
resumidas cuentas, en unos valores que se comparten o no. La nueva China es
realmente nueva porque solo pretende ser lo que es o lo que dice que es. Lo que
es China en esta retórica singular es lo que el Partido Comunista dice que es,
y el partido repite lo que el presidente Xi Jinping le dicta. Evidentemente,
entramos aquí en el reino de lo absurdo: es imposible imponer a 1.500 millones
de chinos que no piensen en absoluto, u obligarles a pensar como el jefe que no
piensa.
Esta desvalorización de China
provoca víctimas, porque todos aquellos que, en China, no pueden evitar, a
pesar de todo, pensar por sí mismos se ven acusados de corrupción o de complot
contra la seguridad del Estado. Entre los chinos jóvenes, el espíritu crítico
se manifestaba tradicionalmente en internet, pero la Red está cada vez más
censurada. Queda la huida: 300.000 estudiantes se marchan cada año al
extranjero, en particular a Estados Unidos, y su sueño es volver a China para
hacer fortuna allí, pero, en la medida de lo posible, con un carné de identidad
estadounidense para escapar de la policía del pensamiento.
¿Cómo podemos los
occidentales reaccionar, o al menos reflexionar sobre este nuevo imperialismo
del no-pensamiento? La prioridad es no dejarnos engañar. Los valores que
denominamos occidentales son en realidad universales, y por eso Xi Jinping no
sabe cómo deshacerse de ellos y da muestras de un gran desconcierto. El deseo
de comerciar con China, que es loable, no debe impedirnos ver la fragilidad de
este régimen. El amor por China y el deseo (hay que desearlo) de que el pueblo
chino escape de la pobreza –dos tercios de la población subsisten en una
miseria absoluta– no exigen que se sirva al Partido Comunista Chino:
distingamos entre el país y sus dictadores. Estos son peligrosos porque no
piensan y porque no tienen valores; los suplen con su culto al dinero y a la
fuerza. No resulta tranquilizador; preferiríamos un verdadero debate en el que
cada uno aprendería del otro y a vivir juntos. A corto plazo, no hay esperanza.
9 feb. 2015 ABC GUY SORMAN
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