«Te hemos atrapado y
fusilado. No pensabas como nosotros...»
Antoine
de Saint-Exupéry fue testigo de la contienda española como corresponsal de
«L’Intransigeant» y «París-Soir» entre 1936 y 1937. Conoció el absurdo
fratricida de primera mano y es a partir de estas crónicas cuando reflexionará
sobre la paz en una Europa que estaba abocada a la guerra.
Saint-Exupéry, corresponsal
de guerra. Podría parecer el título de una de esas películas deliciosamente
divertidas de Charlot, tan mudas que hablaban solas. Nada más lejos de la
realidad. El padre de «El principito» sobrevoló los Pirineos y arribó a España
en agosto de1936, cuando la contienda ya había arrancado. El primer viaje lo
hizo pilotando su propio avión. Le enviaba el diario parisiense
«L’Intransigeant», para el que publicó cinco reportajes con Barcelona y el
frente de Aragón como escenarios bajo un título que dejaba escaso lugar a la
imaginación: «L’Espagne ensanglantée» (España ensangrentada). Él supo ver esa
frontera invisible a la que se refería en sus crónicas de portada. A bordo de
su nave echará de menos Perpiñán, «esta pequeña ciudad en la que siempre era
domingo. Una plaza mayor, un café musical y un poco de oporto por las noches.
Desde mi sillón de mimbre asistía a la vida de provincias. Se me antojaba un
juego tan inofensivo como pasar revista a unos soldados de plomo(...)»,
escribe, y adelanta de manera visionaria una frase: «Sobrevuelo los Pirineos.
He dejado tras de mí la última ciudad feliz». Cómo lo sabía Antoine de
Saint-Exupéry. Sabía que en tierra firme los hombres se mataban unos a otros,
aunque lo que más le llama la atención es que no existan desde las alturas
señales de la devastación y del horror: «No ha quedado ninguna marca sobre el
pequeño montículo de gravilla blanca; veo brillar esa iglesia al sol, y aunque
sé que ha sido quemada, no distingo sus irremediables heridas (...)».
La frontera invisible
Al sobrevolar Gerona la
escena se repite: no hay nada que le haga presagiar una guerra entre hermanos,
apenas unas señales de humo: «¿Es éste el testimonio de esa cólera que tan poco
ruido ha hecho y tan escasos daños materiales ha producido pero que quizá lo ha
devastado todo? Pues, en el fondo, una civilización se sostiene en ese brillo
dorado que un solo soplo puede barrer(...)». El aviador-escritor se pregunta
dónde están los signos de que algo gravísimo está pasando, pues la gente camina
por Las Ramblas sin agitarse. Hay cierta calma. Tensa, quizá, pero calma al
cabo. «En una guerra civil, la frontera es invisible y atraviesa el corazón del
hombre». El periodista –quien trambién trabajará para el diario «Paris-Soir»,
donde ven la luz varios reportajes sobre el frente de Madrid (había apalabrado la
cantidad de diez por los que cobraría 800.000 francos)– narra cómo ve por
primera vez a escasos centímetros de su hombro que nada es lo que parece en
España. En una cafetería un hombre que bebe vino es encañonado por un grupo de
milicianos y abandona el lugar con los brazos en alto. Su vaso quedará sobre la
mesa como testigo mudo de una ausencia infinita. Saint-Exupéry sólo visitó la
zona republicana pero se mostró absolutamente imparcial en sus crónicas. Narra
lo que vive y lo que ven sus ojos; también aquello que le cuentan sus amigos,
como el hombre a quien una bala le silba y atraviesa el sombrero, y lo que vive
él en una ciudad tomada por los anarquistas: «En piquetes de cinco o seis
hombres vigilan las esquinas de las calles, montan guardia frente a los hoteles
o atraviesan la ciudad a cien por hora en los Hispanos requisados». Para el
escritor, «la guerra civil no es una guerra, sino una enfermedad», un mal que
obliga a hablar en voz baja, como si se estuviera en un aséptico centro médico:
«Se respira aquí un ambiente de hospital», escribe. «Estos hombres no van al
asalto embriagados por la idea de la conquista, luchan quedamente contra un
contagio. Y en el bando contrario, sin duda, ocurre lo mismo. En esta lucha no
se trata de expulsar a un enemigo fuera del territorio, sino de curar un mal.
La nueva fe se asemeja a la peste. Ataca desde dentro. Se propaga de manera
invisible. Y en la calle los de un bando se sienten rodeados por unos apestados
a los que no logran reconocer», anota.
En cal viva
La sinrazón y el sinsentido
afloran en estas páginas: en los dos bandos hay crueldad, dice. Se mata en
ambos, se liquida a unos y a otros: «En cal viva o con gasolina queman a los
muertos en campos abonados. No tienen ningún respeto por los hombres. Cada bando
persigue el más mínimo cambio en sus conciencias como si se tratara de
enfermedades (...) Esos cuerpos habitados por la audacia juvenil, esos cuerpos
que sabían amar, sonreír, sacrificarse, nadie se acuerda de enterrarlos ni
siquiera». El periodista es testigo vivo de la muerte, la ve con sus propios
ojos, la huele: «Aquí simplemente se pone al hombre contra la pared y se
esparcen sus entrañas sobre las piedras. Te hemos atrapado. Te hemos fusilado.
No pensabas como nosotros...», relata casi en carne viva.
Tras Barcelona aterriza a
veinte kilómetros de Lérida, más tranquila, dice. Por las ventanillas de los
coches no afloran los fusiles. Mejor. Se vive, siente, con una mayor calma, a
pesar de que siempre se está al acecho. Lérida ya es otra cosa. Las fotos que
acompañan a los reportajes de Saint-Exupéry en un crudo blanco y negro son de
familias, con niños que lloran, que miran a la cámara con mansedumbre unos,
medio asustados otros alrededor de los escombros que va dejando la maldita
guerra de hermanos a su paso. Unos hombres siegan y una adolescente, con el
brazo en cabestrillo, mira con fijeza al objetivo del fotógrafo. Ha sido herida
tras un bombardeo aéreo en Tetuán de las Victorias, en Madrid. En la calle San
Bernardo, literalmente devastada, todavía pueden transitar algunos coches.
Sacos con tierra cubren las fachadas.
La guerra civil española fue
uno de los primeros conflictos bélicos cubiertos por medios del mundo entero.
En Madrid, el hotel Florida, en pleno corazón de la capital, daba cobijo a los
corresponsales de guerra, entre ellos, nuestro protagonista. Ernst Hemingway,
Robert Capa y Gerda Taro o el fotoperiodista húngaro Ender Friedman fueron
algunos de sus huéspedes. También se alojó John Dos Passos, en el séptimo u
octavo piso de ese macizo construido por Antonio Palacios. Y los corresponsales
de guerra de los principales medios internacionales, como «The New York Times»,
«The Daily Telegraph» o «Pravda». «La puerta de mi cuarto está abierta, se
escucha el tiroteo del frente a unas cuantas manzanas del hotel. Tiros de fusil
toda la noche. Tabletea la ametralladora. Es una suerte estar tumbado en la
cama en lugar de en Carabanchel o la Ciudad Universitaria».
Así recordaba Hemingway las
largas noches de bombardeos en la capital donde Saint-Exupéry ve en carne viva
lo que significa la crueldad fratricida (son las crónicas que envía a
«París-Soir» entre junio y julio de 1937): «(...) He visto a amas de casa
destripadas; he visto a niños desfigurados; he visto a una vieja vendedora
ambulante enjugar con su esponja unos sesos que habían salpicado sus tesoros;
he visto a una portera salir de su garita y purificar la acera con un cubo de
agua; pero sigo sin entender qué papel pueden tener, en una guerra, estas
humildes faenas». Sencillamente tremendo, aunque a su edad, 36 años, la misma
cifra fatídica en que comenzó la contienda, este «escribano y aviador», como
figura en su carnet de filiación de fotógrafo, ya había vivido bastante, un
documento de reciente aparición en julio de 2016 en el que consta su fecha de
nacimiento, el 29 de junio de 1900 en Lyon, su domicilio en Francia y el que
utiliza en Madrid, (el citado hotel Florida de la plaza de Callao) y que posee,
según su descubridor, el historiador Policarpo Sánchez, «un valor
extraordinario, pues ofrece los datos exactos de su presencia en la capital».
Le fue concedido por la Secretaría de Propaganda de la República, organismo
ante el que debían registrarse los periodistas que trabajaban en territorio
republicano.
El autor de «El principito»
se preguntará por el sentido de la vida y por la dignidad humana tras haber
sido testigo de esta barbarie: «¿No entendéis que en algún momento nos hemos
equivocado de camino? La colmena humana es más rica que nunca, disponemos de
más bienes y tiempo de ocio y sin embargo nos falta algo esencial que no
logramos definir. Nos sentimos menos humanos, sospechamos que en algún momento
perdimos nuestras misteriosas facultades».
08 de enero de 2017 Gema
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