«Los gobiernos están
construyendo sociedades muy informadas y analfabetas»
Filósofo y
académico En el lúcido análisis que hace de nuestra sociedad, ésta no sale muy
bien parada. «Está enferma», dice
El
catedrático y académico Félix de Azúa (Barcelona, 1944) es de esas voces
críticas reacias al conformismo del pensamiento único. Su forma de interpretar
el mundo que nos rodea pasa a través de las artes y la filosofía, único
refugio. En un ambiente distendido empezamos a hablar. —Empezó siendo poeta.
¿Por qué la poesía «pasó de juego a condena» para usted con la madurez? —Ni fui
poeta, ni lo seré jamás. Los poetas han sido una gente muy especial, y ha
habido muy pocos. Un poeta es el que crea una lengua entera, una totalidad.
Poetas de verdad son cuatro gatos: Homero, Sófocles, Shakespeare. Luego están los
que crean versos pero no poesía: Antonio Machado, Rimbaud... Yo escribía
versos, como tantísimas otras personas, y lo dejé en cuanto me di cuenta de que
para dedicarte a la poesía en serio no puede haber otra cosa en tu vida. Y como
yo quería dedicarme a otras cosas, pues lo dejé. De mi generación, el único
poeta que he conocido de ese tipo fue Leopoldo María Panero, que efectivamente
se dedicó a ello de una manera severa y acabó en un manicomio. Luego hay muy
buenos escritores de versos. Hay uno vivo que me divierte muchísimo, que es
Francisco Ferrer Lerín. —¡Me hace pensar cuántos grandes poetas y filósofos se
han vuelto locos al final de sus vidas! —¡Yo por eso, para evitarlo, no quise
ser poeta! —Hablando sobre su abandono de la poesía en favor del ensayo o el
periodismo, escribió que «el entendimiento va tomando la delantera a la viva
emoción». ¿Con los años ha perdido emoción en la creación artística? —¡Sí, sin
duda! Es mejor no engañarse. Al final la emoción desciende: descender significa
que, cuando te agarra, te agarra demasiado fuerte. Y entonces vas con mucho
cuidado, porque una irrupción muy fuerte te puede matar. En cambio, va
creciendo en ti, de manera exponencial, la racionalidad. Más que la
racionalidad, la lucidez. De repente, vas viendo las cosas más claras. Y no es
un espectáculo muy agradable… Es durísimo. Lo ves todo con gran claridad, pero
ya no te reconfortan las cosas que deberían reconfortarte: la amistad, los
amores, las aventuras, los viajes... Te das cuenta de que todo eso es trivialidad,
una pérdida de tiempo ante lo que verdaderamente se avecina. Es una mirada de
acero puro, una mirada cortante tremenda. —Tanto la poesía como la filosofía
aspiran a conocer. ¿Cuál de las dos le ha enseñado más? —Te enseñan cosas
distintas. Son dos actividades que, para mí, resultan esenciales. Nadie que no
quiera morirse idiota puede renunciar a la poesía o a la filosofía. Por eso me
resulta muy conmovedor en las nuevas generaciones que cada vez más se pueda
prescindir de ellas, por ejemplo en la actualidad con la filosofía. Sobre todo
aquella a partir del siglo XIX, cuando Nietzsche habla de la muerte de Dios. A
partir de ese momento, sin la filosofía o la poesía es muy difícil darle, no
tanto un sentido a la vida –la vida no tiene sentido, dejémonos de historias–,
sino una orientación, una dirección. Sobre este tema, hay un momento
maravilloso en Samuel Beckett, que le escribe en una carta a un amigo: «Estoy
escribiendo una obra donde la gente se puede mover, pero no puede ir a ningún
sitio». ¡Qué lucidez! Claro, es así. Yo ya no pido sentido, pero por lo menos
una orientación: a la derecha, a la izquierda o al frente. —Se han ido
debilitado los recursos para dar sentido y significación a la vida, la pérdida
de valores... —¡Imagínate todo lo que se ha perdido! Fíjate, todo está tan
engranado. Justamente, la desaparición de valores serios significa también la
desaparición de cosas tan severas como la muerte. Pero, claro, la muerte está
prohibida. Otro de los grandes poetas del siglo XX, Rilke, decía que nuestra
propiedad más preciosa es la muerte, es decir, tener una muerte propia. Saber
lo que vas a hacer con tu muerte, no con tu vida. Nosotros todavía pensamos que
la muerte no sólo no sirve para nada, sino que lo arrasa todo. Y no es verdad.
La comprensión de la muerte es justamente lo que permite construir la vida. Si
no construyes la vida con la muerte, tienes mucha luz pero nada de sombra y,
por tanto, no ves nada. —¿Qué opina sobre la reducción drástica de la filosofía
en la educación? —No se entiende cómo están destruyendo lo único de valor que
aún queda. A partir de los años setenta del siglo pasado, todos los cambios han
ido a peor. —Sin embargo, gracias a internet, hay un acceso inmenso a la
cultura. ¿Piensa que esto ha ayudado a aumentar el nivel cultural de la
sociedad? —Mira, Enzensberger tiene un artículo que se llama «Erasmo y la
peluquera berlinesa». Es una comparación entre Erasmo, el gran sabio del
Renacimiento, y una peluquera de Berlín. Lo que sabía Erasmo eran pocas cosas,
pero todas muy bien ordenadas y coordinadas: sabía un poco de filosofía
(Platón, Aristóteles), un poco de astronomía, etc. Todo muy bien ordenado. En
cambio, la peluquera berlinesa sabe muchísimas más cosas que Erasmo: sabe el
nombre de todas las novias de los futbolistas del equipo de Berlín, sabe
cuántas actrices de Hollywood se han divorciado este año, etc. Si en un
recipiente pusiéramos lo que sabe Erasmo, y en otro lo que sabe la peluquera,
veríamos que la peluquera sabe cien veces más cosas que el primero. Pero no le
sirve de nada. Erasmo, un sabio, lo sabía todo, y la peluquera no sabe nada.
Claro, la diferencia es que uno tiene formación, y la otra tiene información.
Todos estos aparatos sirven para informarse, pero no para formarse. —¿No cree
que depende también del uso que se haga de ello? —Los saberes que puedes
adquirir a través de la técnica son efímeros: no duran, no quedan. El trabajo
de los codos con un libro, de tomar notas, de subrayar, eso queda. Y los
chavales ya no saben multiplicar de memoria, dividir de memoria, etc. Luego van
per-
diendo
la capacidad memorística y están viviendo en la pura actualidad, en el puro
presente, chateando como locos para ver si le sacan algún jugo a la vida. Pero
lo propiamente formativo requiere tiempo, esfuerzo, paciencia, y eso es algo
que ahora nadie está dispuesto a hacer. Y eso lo han destruido en veinte años,
y no creo que sea algo recuperable. Supongo que será como en la pintura. La
transformación que se produce a partir de las últimas vanguardias lleva consigo
la pérdida de las técnicas, lo que significa la muerte de esa manera de
concebir el arte. Aparecen otras cosas: tíos que cuelgan sardinas en el techo y
cosas por el estilo. En este momento podemos decir con toda tranquilidad: los
gobiernos, los Estados, las clases dirigentes están construyendo sociedades muy
informadas y analfabetas, sin capacidad de defensa, sin herramientas críticas.
Así como no se pueden enfrentar a la muerte porque no existe y está prohibida,
tampoco se pueden enfrentar a los problemas diarios, a las cuestiones que te
surgen inmediatamente: ¿Hay que decir la verdad o no? ¿Está bien matar o no?
¿Se puede robar o no? Claro, el caos es absoluto. —Considerando las artes como
la sintomatología de nuestro mundo actual, ¿cree que estamos muy enfermos? —Por
abreviar, sí. La nuestra es una sociedad enferma. La sociedad que produce esas
artes está enormemente enferma, sobre todo porque no lo sabe y estamos
produciendo ese arte enfermo. Están convencidos de que están sanísimos, pero en
realidad es un horror de sociedad. —¿Piensa que es necesario, para experimentar
el arte actual, tener previamente conocimientos sobre la obra y el artista? —En
este momento puedes tomar las producciones actuales de un modo inmediato, como
breves y pequeños espectáculos que duran un tiempo y luego desaparecen. Yo, en
este sentido, me quedo con Beyoncé. Me gusta más ella que, pongamos, Koons
haciendo sus muñecos, etc. Creo que tiene mucho más mérito, trabajo y buena
técnica. Ella es una gran artesana. Y luego hay otra manera, que es por el lado
intelectual. Si quieres entender lo que se hace, lo que pasa y lo que hay en
algunos artistas que tienen más fuerza, no tienes más remedio que estudiar
teoría, y hacerlo durante años. Hay que estudiar seriamente, y entonces puedes entender
algunas de las trampas que están circulando. Tengo muchos amigos que trabajan
en el arte contemporáneo, y casi todos vienen del ámbito de la filosofía. —La
gran mayoría de artistas tienen un discurso filosófico propio que sostiene su
obra... —Eso es lo que hace que el mundo del arte contemporáneo sea tan
desagradable. Por ejemplo, pasemos por un momento de las artes plásticas a la
arquitectura. En la arquitectura, cuando dejaron de creer en su propio
discurso, empezaron a agarrarse a discursos externos. De repente, apareció una
arquitectura estructuralista, luego una arquitectura posestructuralista, luego
una arquitectura deconstructiva, porque los pobres arquitectos se tenían que
aferrar a algo. Y yo les decía a mis colegas de la Escuela de Arquitectura en
Barcelona: ¿Pero qué hay de deconstructivo en Frank Gehry? Nadie te lo sabía
decir, ni siquiera el propio Gehry. —El arte actual está al servicio del poder
económico. Pero, a fin de cuentas, siempre ha estado al servicio de distintos
poderes: monárquico, político, religioso... ¿Ve alguna diferencia? —No veo
ninguna diferencia. En la actualidad hay un discurso de una izquierda tonta,
que ataca las cuestiones artísticas por estar al servicio de los ricos,
diciendo que todo se vende, que todo es un mercado y que qué vergüenza. Pero,
¿quién cree que pagó la Capilla Sixtina? El arte siempre ha estado en el
mercado. Uno de los mitos que circulaban era que este se hacía por razones
puramente espirituales. No eran materialistas los artistas, decían. Basta con
ver la vida de esta pobre gente. Si hubiesen podido vender, hubieran vendido
hasta a su madre. No hay que creérselo, en absoluto. Por tanto, no es el
funcionamiento del mercado el que ha destruido el arte. Para empezar, el arte
no se ha destruido, sino que ha cambiado una vez más. Se ha acabado el Arte en
mayúscula, pero sigue habiendo espectáculo artístico. Y el mercado, a su vez,
está encantado con eso, como debe ser. —Se fomenta la creatividad. ¡Cuántos
artistas! —Y no sólo eso, sino que además distrae mucho. Mientras la gente esté
distraída con el arte, no le pegarán un tiro al vecino, y cosas por el estilo.
Mira, dedicarse a las artes o a ganar dinero son dos de los oficios más
benéficos; son cosas que debiéramos agradecer a la gente, en lugar de matar o
hacer cosas espantosas. —Acudes a los museos y están abarrotados. Pero
dificulta la experiencia estética… —Es difícil. Esta mañana, mientras estaba
viendo las cuatro estatuas gigantescas del Maestro Mateo en el Museo del Prado,
había miles de chiquillos. Pero claro, es una contradicción. Por un lado
piensas: «Ya me han fastidiado». Por otro lado, en lugar de estar en el patio
del colegio pegándose, dando patadas a los otros, están allí. Además, el
espectáculo es grandioso: ver a todos esos críos con los ojos abiertos. Me
encanta. —Se ha dedicado a la docencia. ¿Cree que el arte tiene un poder
educativo? —Nuestra cultura occidental se explicó con tres herramientas:
religión, arte y filosofía. La filosofía, a su vez, fue de la mano de las
ciencias prácticamente hasta el siglo XIX, cuando ambas se separan. Estas eran
las tres maneras de entender el mundo. El arte era la representación de cómo
nosotros nos veíamos a nosotros mismos, al mundo en que vivíamos y a las cosas
que en él podíamos hacer. Por eso el arte ha ido evolucionando según el
concepto que nosotros teníamos de nosotros mismos. El arte, por tanto, ha sido
una herramienta básica de educación. —Estaría el arte más cerca de la verdad...
—Yo no diría la verdad. El arte explica. La única explicación que tenemos del
mundo es el arte. La filosofía, la religión y la ciencia también, claro, pero
yo creo que la única que nos consuela de verdad, que nos tranquiliza cuando
queremos saber algo, es el arte. Te enseña a mirar el mundo. Y la música te
enseña lo mismo, pero en vez de hacerlo en términos espaciales, lo hace en
términos temporales. Si las artes plásticas son artes del espacio, la música es
el arte del tiempo. Cada una de las artes te descubre una parte del mundo.
—Usted que siempre ha estado al margen de las modas, con un pensamiento
crítico, comprometido con la sociedad y la política, ¿cree que será posible
preservar ese pensamiento en un mundo cada vez más global? —Mi primer
movimiento sería de pesimismo absoluto. Esto se ha acabado, Occidente se ha terminado
y nosotros no tenemos nada que decir. Pero luego, pienso. Occidente tiene una
capacidad de reacción tremenda. Mil años de religión cristiana, pero, de
repente, llegan los italianos en el siglo XV y cambia todo. Se descubre el
mundo: aparece el paisaje, la construcción abierta, la luz entra… —¿Puede
suceder algo así? —Bueno, yo creo que no. Pero puede suceder que, de pronto,
esta sociedad se canse y diga que haya que volver a empezar. Y así como los
italianos construyeron un nuevo espacio, pero a base de resucitar a Platón, a
Sófocles, a través de un renacer, también eso nos podría suceder. —Si tenemos
que volver atrás, ¿entonces es que vamos a peor? —Hay un error de comprensión
entre el atrás y el delante. Como estamos empapados de pensamiento progresista
–que es el más reaccionario que existe–, pensamos siempre que el futuro es
mejor que el pasado. Eso no es verdad. Mira, toda la sabiduría está en los
muertos. Cuando lees, cuando estudias, cuando vas al pasado y miras hacia
atrás, no es que vayas a ningún pasado, pues estás en el presente. No es que te
guste más cualquier tiempo pasado, pues es mentira, no existe el tiempo pasado.
Lo que haces es desenterrar a los muertos y hablar con ellos, porque toda la
sabiduría está ahí, bajo tierra.
ELENA
CUÉ 5 feb. 2017 ABC
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