Oriente Medio, la tierra de
todos los conflictos
El
historiador Peter Frankopan publica «El corazón del mundo» (Crítica), un
fascinante volumen donde recapacita sobre por qué esta zona de Asia del Sur
siempre ha sido tan importante para todas las culturas y apunta las razones por
las que todavía existen guerras en esa parte del mundo
Estos
días son noticia los brutales combates en torno a Mosul, la vetusta ciudad
junto al Tigris que mencionaba el griego Jenofonte, en su legendaria expedición
de los Diez Mil a través de Asia. Los mercenarios griegos que tomaron partido
en una disputa en el trono persa volvieron impresionados de aquella aventura. Los primeros occidentales que
admiraron Oriente, ya desde la Historia de Heródoto, fueron los griegos. Los sucesores
de Alejandro, encabezados por Seleuco, establecieron una duradera monarquía en
el corazón del Creciente Fértil, donde había nacido la civilización, y cuidaron
especialmente de esas ciudades míticas que fueron cruce de caminos –no otro es
el significado árabe de Mosul, la Mepsila griega– como las opulentas Antioquía
sobre el Orontes, Emesa, Palmira o Edesa: ahí brilló el helenismo y luego Roma
y el Cristianismo. Pero todo esto se olvida a veces.
Cuando
hoy recordamos la intersección de culturas que representa el territorio de los
actuales Irak, Siria, Jordania o el Levante palestino, el occidental tiene
sobre todo en mente, por desgracia, solo una palabra: conflicto. La opinión
común sabe que es una zona tremendamente castigada por todo tipo de conflictos
políticos, sociales, religiosos y lingüísticos a lo largo de los últimos
decenios. Pero el valor estratégico y
cultural de este territorio, que lo ha hecho tan disputado, se remonta a la
historia antigua, cuando fue clave en la configuración de una intensa
ruta de intercambios que unía Occidente con el Oriente más lejano –la llamada
Ruta de la Seda– y, mucho antes, cruce de caminos milenario entre Mesopotamia y
el Levante Sirio-palestino, Egipto y Anatolia.
Ciertamente,
hay que reivindicar la centralidad de estas regiones en la historia universal,
una importancia que ha quedado parcialmente relegada por el relato que ha hecho
la historiografía occidental y que a la pos-tre se ha impuesto en nuestras
escuelas, acerca del ascenso de Europa.
Relato
parcial
Se
ha puesto el énfasis, desde una perspectiva por supuesto eurocentrista, en un
relato único de la civilización que localiza siempre el comienzo en el mundo
griego –con sus precedentes necesarios en Oriente Medio y Egipto– y luego suma
el Imperio Romano, la fragmentación de su parte occidental en los diversos
reinos germánicos (extrañamente cada vez menos entendida por la crítica –sobre
todo anglosajona y alemana– no como una caída, sino como una transición), la
restauración del Imperio de Occidente con Carlomagno y el posterior Imperio
Germánico, el auge de Francia, Inglaterra –y en menor medida España–, etc.,
etc. Sin embargo, este relato interesado está incompleto y es muy parcial: se
suele olvidar la gran aportación del Oriente, como se ve en el descuido con el
que se trata la fascinante historia del Imperio Bizantino, por ejemplo, que fue
dueño de esa región durante muchos siglos, los que coincidieron, precisamente,
con la decadencia del Imperio de Occidente en manos de los germanos. Allí se
fundió el enorme legado histórico y cultural del helenismo y de Roma en una
síntesis perfecta, junto al tercer elemento que habría de hacer historia en lo
sucesivo, el cristianismo, que fue ante todo una religión oriental del Imperio
Romano y que allí comenzó su andadura y veloz expansión. Los bizantinos fueron
siempre conscientes de la enorme herencia de la que eran depositarios: la filosofía
y la literatura griega, las constituciones jurídicas y la historia romanas y la
primacía de la ortodoxia (o «recta fe», por la que tantas discusiones
teológicas y conflictos se desataron).
Esplendor del mundo
Un
arraigado prejuicio occidental ha querido asociar el mundo oriental y el
bizantino con las nociones de decadencia, banalidad o lujo estéril: más allá de
cualquier consideración superficial, hay que reivindicar sin duda el esplendor
de aquel mundo, que trabó un entramado de relaciones culturales de amplio
espectro, desde Escandinavia a China, que integró a diversas religiones y
realizó magníficos avances en la ciencia y las artes, perpetuando la cultura
clásica en una fusión fascinante que supone un irrepetible capítulo de la
historia cultural europea. Así, el esplendor de Bizancio, así como su
importancia para la historia cultural europea y asiática como punto de
referencia, encrucijada e intercambio, son difíciles de subestimar y los
orígenes de Europa están más al oriente de lo que se suele pensar. La civilización le debe mucho a esta zona,
hoy desgraciadamente famosa por su conflictividad permanente (que, por cierto,
se debe muchas veces a intereses e injerencias de la política occidental).
Este
es el lugar que, durante más de dos milenios, ha sido, en palabras de Peter
Frankopan, «El corazón del mundo» (Ed. Crítica, 2016). Este autor ha escrito
una original propuesta de historia universal de la humanidad basada en esta
zona tan codiciada, que ha funcionado como un extraordinario filtro de transmisión
cultural, religiosa e ideológica, en una ruta entre Oriente y Occidente que ha
marcado para siempre la historia de la humanidad. Cada vez se estudia más la
relación entre los antiguos imperios orientales de la India y de China y aquel
mundo en el que reconocemos el origen de nuestra civilización occidental: el
mundo clásico grecorromano y su interacción con el mundo semítico del
judeo-cristianismo, que precisamente se amalgama en esta zona. Buen ejemplo de
este interés en el cambio de perspectiva es el admirable libro de Frankopan,
dedicado a esbozar una historia de la región que se extiende en términos
generales desde el Mediterráneo oriental y el Mar Negro hasta la cordillera del
Hindu Kush.
No
por casualidad coincide su ámbito con dos grandes imperios sucesivos: el Persa
en su máxima expansión, durante el reinado de Darío I, hacia el 500 a. C., y el
de Alejandro Magno, que lo sucedió, en torno al 326 a. C. Del Indo al Nilo, de
Anatolia al Cáucaso, en la región que ahora está poblada de repúblicas túrquicas,
armenias o islámicas que nada interesan a Occidente y sobre las que deberíamos
pensar más, tanto hoy como en retrospectiva.
Y
es que no se puede estudiar la historia en compartimentos estancos, como se ve
especialmente en esta zona, en este «corazón del mundo» que ha sido también
testigo de enormes e impresionantes logros culturales y científicos.
Hoy vemos con tristeza los combates en torno a
Mosul, una ciudad que tuvo uno de los primeros monasterios de Oriente
y uno de los obispados más boyantes de la zona, que entraba en los planes de
Constantino de atacar Persia, y que fue un lugar, como todas las otras ciudades
del Oriente cristiano, fundamental para la transmisión del Cristianismo hacia
el este: es una historia fascinante que habla de coptos, caldeos, sirios,
maronitas... Es la zona axial de las religiones: la de la expansión del
cristianismo hacia China, que se cruza con la del budismo y es seguida de cerca
por la del Islam, sobre un sustrato politeísta y también judío. Hubo un tiempo
en que los grandes estados de la zona, el Imperio Sasánida, el Bizantino e
incluso el Califato toleraron una cierta libertad religiosa, cultural y
científica que protagonizó inolvidables logros. Por desgracia, nos hemos
quedado en la perspectiva más simplista y prejuiciosa. A ello ha contribuido no
poco la historia más reciente de la zona, que se ha convertido en un tablero de
juego de grandes potencias, pero esta vez más lejanas y que en todo ignoran el
milenario valor del territorio.
Cenizas de esplendor
Nombres
tristemente célebres en la actualidad son Alepo, Mosul o Palmira, por ser
centro del conflicto sirio. Pero éste no debe hacernos perder la memoria de lo
que han sido las grandes ciudades de la región, desde la más remota antigüedad,
como lugares privilegiados de tolerancia e intercambio cultural, riqueza
comercial y prosperidad. De Alepo, por ejemplo, tenemos documentación hitita
desde el segundo milenio a. C. y sabemos que fue la capital del reino de los
amorritas, para luego pasar a ser persa, griega, romana y bizantina. Desde los
pueblos del Oriente antiguo en los que nació la cultura de la ciudad, el país
meridional de Súmer con Uruk, la zona central de Babilonia y la norteña de
Assur, hasta la costa del Levante con Ugarit o las ciudades fenicias de Tiro,
Sidón y Biblios, las ciudades de Oriente han iluminado la Historia.
Reivindiquemos con el símbolo de Palmira, cruce de rutas de caravanas y
espléndida ciudad romana, la recuperación de estas ciudades de la barbarie para
toda la Humanidad.
La importancia de la Cristiandad oriental
Hay
que recordar que el cristianismo nació precisamente en este corazón del mundo y
tuvo una extraordinaria expansión en Oriente, muchas veces olvidada frente a la
occidental. Su devenir estuvo marcado por el primer gran cisma, el del Concilio
de Calcedonia (451), que dirimió la cuestión del miafisismo e hizo que algunas
iglesias fueran por su cuenta. Así, el cristianismo sirio de Antioquía, la
iglesia copta, en sus muchas variantes, o la Armenia. Pero hay muchas otras que
se extendieron en la zona, desde los nestorianos a los asirios, la Iglesia
siria caldea y las iglesias de la india –cuya evangelización bebe del
cristianismo oriental–, por no hablar de las iglesias etíopes o eritreas. Lejos
de la ortodoxia constantinopolitana –que funda todas las iglesias de la Europa
Oriental– y por supuesto de la iglesia occidental, el cristianismo tuvo una
ruta propia paralela a la de la seda en Oriente que no conviene olvidar
06 de noviembre de 2016 David Hdez. De
la Fuente/ Profesor de Historia Antigua de la UNED
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