UNA
JUEZA
«NOSOTROS no intentamos,
queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al
contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos,
apetecemos y deseamos». La mistificación autocompasiva guía el automatismo
gracias al cual cada humano recubre con valores positivos aquello que él
anhela, y maquilla con tintes abominables aquello a lo cual apunta el anhelo de
su contendiente. Comprender el engaño sobre el cual esa valoración funciona
está en la base de la ética moderna. He reproducido aquí la más clara de sus
formulaciones: la de un judío español que escribe en la libre Holanda del XVII.
Pero, con variedades y matices, esa tesis es común a los grandes moralistas del
Barroco: bueno o malo son las máscaras imaginarias bajo las cuales gustamos
comparecer ante el espejo sin morirnos de asco. No hay subjetividad humana que
pudiera soportarse a sí misma sin tal apaño. En eso, todos somos iguales:
«autómatas», diría otro de los más grandes de aquel siglo.
La ley impone a esa astucia
códigos objetivos: no buenos o malos; objetivos. Sin los cuales el automático
deseo de cada uno impondría su despótica preferencia como universal criterio,
en guerra con los deseos y preferencias de cada uno de los otros. El derecho no
puede así jamás ser acotado en términos morales. Sencillamente, porque «la
virtud del Estado es la seguridad» –esto es la reducción al mínimo de los
conflictos entre individuos–, escribirá Spinoza. O Pascal: «No pudiendo hacer
que sea forzoso obedecer a la justicia, se ha hecho que sea justo obedecer a la
fuerza. No pudiendo fortificar la justicia, se ha justificado la fuerza, con el
fin de que lo justo y lo fuerte fueran juntos y que se diese la paz, que es el
soberano bien».
Nadie valora sino como bueno
lo que hizo: no podría soportarse a sí mismo de otra manera. La ley nunca
alcanzaría a codificar normas estables sobre tales valoraciones. Doña Manuela
Carmena, que ha sido jurista durante medio siglo, no puede ignorar eso. Es el
eje de su oficio. Su portavoz, Rita Maestre, está imputada por un juzgado
madrileño. Y, en tanto que imputada, es idéntica a cualquier otro imputado. De
su procesamiento o no decidirá el juez que instruya el asunto. De su condena o
no entenderá el tribunal que, en su caso, hubiera de juzgarla, si llegara a ser
procesada. Mientras tanto, la ficción jurídica de la presunción de inocencia la
protege. Como a cualquiera: incluidos Chaves, Griñán y Bárcenas. Sólo una
condena firme puede abolir esa garantía. Pero «imputada» lo es, conforme al
léxico jurídico convenido, mientras el magistrado competente no levante la
calificación. No es un deshonor para ella. Como no lo es para Lucía Figar y
Salvador Victoria, que se hallan en la misma casilla. Pero que han dimitido.
Por exigencia unánime de todos. Maestre persevera en su cargo: portavoz de esa
antigua jueza Carmena que ni siquiera se ha atrevido a expulsar a su edil
antisemita.
Uno puede pensar que la
imputación inhabilita a un político para representar a nadie. O uno puede
pensar lo contrario. Pero, una vez fijado el criterio, este debe ser
necesariamente idéntico para todos: para todos los partidos, para todos los
imputados. Sin excepciones. Claro que cada sujeto juzgará su presunto delito
honorable, frente al deshonroso crimen de su enemigo. Así es la lábil condición
humana. Pero ni ley ni Estado pueden plegarse a ese tipo de ficción
autoconmiserativa. Una jurista con medio siglo de oficio a cuestas no puede no
saberlo.
18 jun. 2015 ABC GABRIEL ALBIAC
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