23/6/15

La objetividad de la ley, la subjetividad de la moral. Albiac



UNA JUEZA
«NOSOTROS no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos». La mistificación autocompasiva guía el automatismo gracias al cual cada humano recubre con valores positivos aquello que él anhela, y maquilla con tintes abominables aquello a lo cual apunta el anhelo de su contendiente. Comprender el engaño sobre el cual esa valoración funciona está en la base de la ética moderna. He reproducido aquí la más clara de sus formulaciones: la de un judío español que escribe en la libre Holanda del XVII. Pero, con variedades y matices, esa tesis es común a los grandes moralistas del Barroco: bueno o malo son las máscaras imaginarias bajo las cuales gustamos comparecer ante el espejo sin morirnos de asco. No hay subjetividad humana que pudiera soportarse a sí misma sin tal apaño. En eso, todos somos iguales: «autómatas», diría otro de los más grandes de aquel siglo.

La ley impone a esa astucia códigos objetivos: no buenos o malos; objetivos. Sin los cuales el automático deseo de cada uno impondría su despótica preferencia como universal criterio, en guerra con los deseos y preferencias de cada uno de los otros. El derecho no puede así jamás ser acotado en términos morales. Sencillamente, porque «la virtud del Estado es la seguridad» –esto es la reducción al mínimo de los conflictos entre individuos–, escribirá Spinoza. O Pascal: «No pudiendo hacer que sea forzoso obedecer a la justicia, se ha hecho que sea justo obedecer a la fuerza. No pudiendo fortificar la justicia, se ha justificado la fuerza, con el fin de que lo justo y lo fuerte fueran juntos y que se diese la paz, que es el soberano bien».
Nadie valora sino como bueno lo que hizo: no podría soportarse a sí mismo de otra manera. La ley nunca alcanzaría a codificar normas estables sobre tales valoraciones. Doña Manuela Carmena, que ha sido jurista durante medio siglo, no puede ignorar eso. Es el eje de su oficio. Su portavoz, Rita Maestre, está imputada por un juzgado madrileño. Y, en tanto que imputada, es idéntica a cualquier otro imputado. De su procesamiento o no decidirá el juez que instruya el asunto. De su condena o no entenderá el tribunal que, en su caso, hubiera de juzgarla, si llegara a ser procesada. Mientras tanto, la ficción jurídica de la presunción de inocencia la protege. Como a cualquiera: incluidos Chaves, Griñán y Bárcenas. Sólo una condena firme puede abolir esa garantía. Pero «imputada» lo es, conforme al léxico jurídico convenido, mientras el magistrado competente no levante la calificación. No es un deshonor para ella. Como no lo es para Lucía Figar y Salvador Victoria, que se hallan en la misma casilla. Pero que han dimitido. Por exigencia unánime de todos. Maestre persevera en su cargo: portavoz de esa antigua jueza Carmena que ni siquiera se ha atrevido a expulsar a su edil antisemita.
Uno puede pensar que la imputación inhabilita a un político para representar a nadie. O uno puede pensar lo contrario. Pero, una vez fijado el criterio, este debe ser necesariamente idéntico para todos: para todos los partidos, para todos los imputados. Sin excepciones. Claro que cada sujeto juzgará su presunto delito honorable, frente al deshonroso crimen de su enemigo. Así es la lábil condición humana. Pero ni ley ni Estado pueden plegarse a ese tipo de ficción autoconmiserativa. Una jurista con medio siglo de oficio a cuestas no puede no saberlo.
18 jun. 2015 ABC  GABRIEL ALBIAC

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