EL optimismo es una forma
positiva de captar la realidad. Ser una persona positiva es algo que se
aprende. Es una tarea personal que lleva tiempo. Un trabajo artesanal. ¿Qué
definición podemos dar que cubra el espectro de este concepto? El optimismo es
una actitud caracterizada por la tendencia a descubrir más lo positivo que lo
negativo y a esperar lo mejor, a pesar de las apariencias. Trataré de explicar
la definición que propongo.
Es ante todo una actitud, lo que quiere decir que una disposición, el modo habitual de reaccionar ante algo, es como una postura, un ademán. No es algo genético, sino adquirido. No está en el equipaje hereditario, sin más, sino que es algo que se ha ido alcanzando mediante esfuerzos repetidos. La siguiente palabra que empleo es la tendencia a, que quiere expresar una inclinación que es un aprendizaje que nos va llevando de la mano a descubrir lo que está debajo de las apariencias. Hay cosas que se ven, hechos que se observan con claridad… pero hay otros que se esconden por debajo, que se camuflan, y es menester un trabajo de espeleología para perforar la superficie e irnos hacia la profundidad. Es desvelar lo que está oculto. Pensemos en tantas circunstancias de la vida ordinaria, en donde aparece el fracaso, algo que nos ha salido mal: un problema económico grave, una enfermedad, una humillación contemplada por muchos… La lista de experiencias negativas de la vida es el cuento de nunca acabar. En Psicología debemos distinguir dos tipos de traumas. Los macrotraumas, que son impactos de gran alcance que son históricos en la vida de una persona, por la importancia y magnitud de los hechos. Desde la ruina económica, el perder un trabajo, la muerte de un ser querido en primer grado de forma inesperada y accidental, pasando por un inventario amplio y diverso. Y de otra parte están los microtraumas, que son vivencias pequeñas, de mucho menos nivel de intensidad, pero que forman un glosario, un sumatorio que pesa en exceso.
Es ante todo una actitud, lo que quiere decir que una disposición, el modo habitual de reaccionar ante algo, es como una postura, un ademán. No es algo genético, sino adquirido. No está en el equipaje hereditario, sin más, sino que es algo que se ha ido alcanzando mediante esfuerzos repetidos. La siguiente palabra que empleo es la tendencia a, que quiere expresar una inclinación que es un aprendizaje que nos va llevando de la mano a descubrir lo que está debajo de las apariencias. Hay cosas que se ven, hechos que se observan con claridad… pero hay otros que se esconden por debajo, que se camuflan, y es menester un trabajo de espeleología para perforar la superficie e irnos hacia la profundidad. Es desvelar lo que está oculto. Pensemos en tantas circunstancias de la vida ordinaria, en donde aparece el fracaso, algo que nos ha salido mal: un problema económico grave, una enfermedad, una humillación contemplada por muchos… La lista de experiencias negativas de la vida es el cuento de nunca acabar. En Psicología debemos distinguir dos tipos de traumas. Los macrotraumas, que son impactos de gran alcance que son históricos en la vida de una persona, por la importancia y magnitud de los hechos. Desde la ruina económica, el perder un trabajo, la muerte de un ser querido en primer grado de forma inesperada y accidental, pasando por un inventario amplio y diverso. Y de otra parte están los microtraumas, que son vivencias pequeñas, de mucho menos nivel de intensidad, pero que forman un glosario, un sumatorio que pesa en exceso.
No hay árbol que no haya sido
fuertemente azotado por el viento. La vida es la gran maestra. La vida enseña
más que muchos libros. Eso es la denominada experiencia de la vida: un saber
acumulado de acontecimientos de muchos años, que forman un magma en nuestro
subsuelo y nos muestran unas lecciones rotundas. Es una sabiduría almacenada en
los archivos de nuestra memoria. Y está ahí.
Pero ¿cómo podemos aprender a
pensar en positivo?, ¿qué hacer para educar la mirada psicológica para que se
detenga más en lo bueno que en lo malo?, ¿cómo hacer? Se trata de una educación
de la mirada psicológica que anota lo negativo y lo positivo de cada
circunstancia, pero sabe quedarse más con lo segundo, y eso le lleva a pensar
que aquello puede y debe cambiar. Y pone los medios adecuados para intentarlo,
a pesar de los pesares. Educar es seducir con lo valioso; es convertir a
alguien en persona cada vez más libre. Educar es enseñar a pensar. La cultura
consiste en enseñar a vivir.
Uno de los padres de la
denominada Psicología positiva es Martín Seligman, que ha dedicado su vida a
esta corriente y que viene a subrayar que el optimismo es una pretensión que se
alcanza teniendo la idea en la cabeza de que todo puede mejorar, por muy
adversos que sean los acontecimientos personales. De hecho, ningún pesimista ha
investigado nada a fondo, ni ha sido capaz de embarcarse en descubrir algo que
ayude al ser humano a mejorar en la ciencia, en la medicina, en la tecnología.
El optimista propone soluciones, otea el horizonte buscando una alternativa, se
cuela por los entresijos de lo sucedido buscando un atajo que le lleve a un
paisaje mejor.
No olvidemos que nuestra
primera aproximación a la realidad es afectiva. Y lo decimos con claridad: me
gustó aquel sitio, esa persona no me cayó bien, etc. Dicho de otro modo: los sentimientos
influyen en nuestra forma de pensar. Y esto lo sabemos bien los psicólogos y
los psiquiatras. Cuando nos sentimos bien, vemos las cosas de otra manera. Hay
una parte de nuestro cerebro que regula las emociones y modifica la forma de
organizar nuestras ideas. Esto lo ha estudiado con detenimiento el psicólogo y
más tarde economista, y finalmente premio Nobel de Economía, Daniel Khaneman, y
lo expone en su libro Pensar rápido,
pensar despacio (Ed. Debate. Madrid, 2013), que viene a decir que todo
depende del análisis que uno hace de los sucesos que está estudiando. Todo está
en nuestra cabeza. La clave está en entrar en el carril mental positivo para
interpretar mejor la realidad.
Bien, quiero concretar y
espigar algunos argumentos para enseñar a tener un pensamiento más positivo:
1. Por debajo de los
acontecimientos negativos, se esconde una carta buena que toca a cada uno
descubrir. Hay que colarse por ese pasadizo y llegar a ese punto luminoso. Se
necesita querer y paciencia. Lo primero es determinación; lo segundo, saber
esperar y saber continuar.
2. Hay que levantar la
mirada, dejar lo inmediato por lo mediato. La respuesta está en la lejanía. Hay
que tener una visión larga de la jugada. De ese modo, hay derrotas fuertes que
en el curso de un cierto tiempo se convierten en auténticas victorias. No
quedarse en el hoy y ahora. El cortoplacismo no es buen camino. Nos vamos al
medio y largo plazo. Esa es la mirada inteligente.
3. Hay que aprender a
crecerse ante las dificultades. Hay dos notas fundamentales que se hospedan en
el pesimista: el derrotismo, que no es otra cosa que adelantarse en negativo,
pensar que las cosas saldrán mal; y el victimismo, creer a pies juntillas que
uno siempre sufre daños y es perjudicado y que las cosas son así y a menudo
circulan por ese derrotero.
4. El optimista es un
luchador nato. No se viene abajo cuando las cosas se ponen difíciles o no salen
como él esperaba. Enseguida viene la perseverancia para echar una mano y por
eso lucha, se esfuerza, insiste, vuelve a empezar, se levanta, es el tesón el
que tira de él, el empeño por no darse por vencido. Lo dice Unamuno en su Diario íntimo: «No darse por vencido, ni
aun vencido; no darse por esclavo, ni aun esclavo». Si esto se va practicando,
poco a poco, gradualmente, se convierte en una segunda naturaleza.
Quiero poner dos ejemplos
históricos de lo que acabo de comentar. Empezaré por Tomás Moro. Enrique VIII
lo manda a la cárcel por no firmar los documentos de su nulidad conyugal y
muere en la Torre de Londres en 1535. En las páginas de su último libro, Cartas desde la cárcel, dice que está
contento, que se siente feliz, «porque muero fiel a mi Dios y amigo del Rey».
La felicidad no depende de la realidad, sino de la interpretación de la
realidad que uno hace. No ha tenido Inglaterra en cinco siglos un personaje del
calado moral de él.
Otro ejemplo: Steve Jobs.
Fundó Apple en 1976 en el garaje de su casa. En 1982 fue portada del Time y ya era
un personaje en su país. Hijo de la relación de un emigrante sirio y una
americana de origen suizo. Lo entregaron en adopción a una pareja de clase
media-baja, Paul y Clara, de origen armenio. Él era maquinista ferroviario, y
ella, ama de casa. Se metió en la droga, se arruinó y en 1985 vendió todas sus
acciones. Pero siguió luchando y volvió a empezar. Y en 1997, la compañía Apple
le pidió que volviera. Cuenta en sus Memorias
que el optimismo era el rasgo más característico de su personalidad. Murió en
2011: su fortuna la valoró la revista «Forbes» entre las cien más importantes
del mundo.
Voy a terminar. El pesimismo
goza de un prestigio intelectual que no merece. Hay dos piezas con las que
trabajar en el puzle de la ingeniería de la conducta: la confianza y la
seguridad en uno mismo. De ese modo, somos enanos a hombros de los gigantes.
Decía Winston Churchill que «el optimista ve una oportunidad en toda
calamidad».
La vida es como la navegación
a vela. El pesimista se queja del viento. El optimista espera que cambie. Y el
realista ajusta las velas.
El optimismo es el arte de
vivir con esperanza.
9.5.2015 ABC
Enrique Rojas Catedrático de Psiquiatría
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