AUSCHWITZ, EL ÚLTIMO
JUICIO
«El
juicio que deberá celebrarse, probablemente el último contra un guardián de un
campo nazi, va a suscitar preguntas mil veces repetidas pero que siguen sin
tener respuesta»
Setenta años después de que ocurrieran los hechos, ¿tiene sentido inculpar
a un hombre de 93 años de crímenes contra la humanidad? Sí, según lo que acaba
de decidir el juzgado alemán de Detmold, en relación con un antiguo guardia de
las SS del campo de exterminio de Auschwitz. Al inculpado, cuya identidad no se
ha divulgado de momento, se lo acusa de haber contribuido al exterminio de
170.000 víctimas. El guardia de las SS, según su abogado, se encontraba en
efecto en Auschwitz, ciudad que actualmente pertenece a Polonia, pero no estuvo
implicado en las muertes. El juicio que deberá celebrarse a continuación, probablemente
el último contra un guardián de un campo nazi, va a suscitar preguntas mil
veces repetidas pero que siguen sin tener respuesta. Y poco importa el destino
final de este anciano: es su procesamiento el que es deseable, al mismo tiempo
una lección de historia y una lección de moral que arroje luz, si ello es
posible, tanto sobre el futuro como sobre el pasado.
Sobre el pasado, el juicio volverá a plantear la pregunta de lo que se
conoce como la singularidad del holocausto. ¿Fue el holocausto un
acontecimiento único en la historia o un genocidio «como los demás»? Y si fue
algo único, ¿por qué lo fue? ¿Porque Dios lo quiso así o porque, por primera
vez en la historia, la eficacia industrial se puso al servicio de un genocida,
a diferencia de lo sucedido, por ejemplo, durante la masacre de los armenios de
Turquía en 1915 o durante la de los tutsis a manos de los hutus en 1994?
También habrá que preguntarse, una vez más, por el significado del campo de
Auschwitz: ¿su finalidad era exterminar a los judíos siguiendo un método
industrial o, más probablemente, deshumanizarlos antes de matarlos?
Evidentemente, el guardia de 93 años no responderá a estas preguntas, pero al
menos podremos planteárselas. También nos preguntaremos por la responsabilidad
personal de este agente. ¿Responderá, como sistemáticamente lo hizo Adolf
Eichmann durante su enjuiciamiento en Jerusalén en 1961, que él se limitaba a «obedecer
órdenes» y que, al ser una pieza más de un engranaje burocrático, él no se
consideraba culpable ni responsable? En el transcurso del juicio contra
Eichmann se descubrió que, lejos de obedecer órdenes, él más bien las había
dado. Su defensa consiguió, por desgracia, convencer a la filósofa Hannah
Arendt de lo que ella llamaría la banalidad del mal: en cierto sentido, ella
absolvía a todos los ejecutores del nazismo. Engañada por Eichmann, Hannah
Arendt avaló también el juicio de Nuremberg en 1945, cuando solo fueron
acusados, condenados y ejecutados una docena de los más altos dirigentes nazis;
todos los demás, los que solo habían «obedecido órdenes», recuperaron en la
nueva República Federal una existencia normal, sin remordimientos aparentes, y
puede que incluso sus antiguos empleos en las empresas y las administraciones.
¿Por qué, deberemos preguntarnos en el transcurso de este último juicio,
Alemania no fue «desnazificada» en 1945, y debería serlo ahora? ¿Será porque
los ocupantes occidentales de entonces y el Gobierno de Konrad Adenauer
necesitaban burócratas competentes para hacer que funcionara una nueva Alemania
anticomunista? ¿O será porque el estudio del nazismo y los trabajos de los
historiadores han demostrado, desde entonces, que, más allá del acatamiento de
las órdenes, muchos alemanes participaron en el holocausto de buen grado y sin
mala conciencia? Y si tantos alemanes exterminaron a tantos judíos con eficacia
y serenidad, ¿cómo explicar este comportamiento aun cuando los judíos de Alemania
eran tan poco numerosos, unos 200.000, se consideraban a sí mismos
completamente alemanes y no representaban ninguna amenaza para el Tercer Reich?
A esta pregunta tal vez pueda responder el acusado, puesto que tiene que ver
con la voluntad y la conciencia personales.
En última instancia, a lo que nos enseñará este juicio –a la espera de que
se celebre– será a trazar una frontera entre la obediencia al Estado y el
imperativo moral de rebelarse contra ese Estado. ¿En qué punto es imperativo
pasar de la obediencia a la insumisión, y después a la resistencia y a la
revolución? Auschwitz, como he dicho, tuvo la función de deshumanizar a las
víctimas, pero, viendo las cosas con perspectiva, a los verdugos que salieron
vivos de ello ¿no se los deshumanizó más que a sus víctimas convertidas en
cenizas? Eso nunca más, dijimos tras lo de Auschwitz. Pero «eso» está ahí,
sigue merodeando por el Tíbet, por Siria, por Libia, por Egipto, por Irak: se
extermina a los pueblos por ser quienes son y creer en lo que creen. Este
último juicio será, por tanto, el juicio de «eso» que no tiene nombre ni forma.
Lo que me lleva a recordar una anécdota personal relacionada con la historia de
los genocidas. En 1995, estando en Sarajevo, le pregunté al imán de la gran
mezquita cómo era posible que bosnios, serbios y croatas, que llevaban siglos
cohabitando en aquel lugar, de repente hubiesen empezado a exterminarse los
unos a los otros. «He reflexionado mucho sobre eso –me dijo el imán– y he
encontrado al culpable: el genocidio es obra del diablo». Esta explicación es
la más racional que jamás he tenido la ocasión de escuchar en relación con
«eso».
2.3.2015 ABC GUY SORMAN
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