La devoción por la nada de Brüggemann
Camino de la cruz, una reflexión del hecho religioso.
Camino de la cruz, de Dietrich Brüggemann, se levanta en su ascetismo formal como una
perfecta refutación de cualquier creencia: la fe del nihilista. Llega a
nuestras pantallas esta invitación del director alemán a dudar de todo.
No está claro si Camino de la cruz es una película profundamente
atea o cabalmente devota. Sea como sea, el casi debutante Dietrich Brüggemann
acierta a colocar al espectador al borde de sus dudas más íntimas, de sus
rabias menos confesables. La idea, si se quiere, es sencilla: se trata
simplemente de reproducir un trayecto milenario. En 14 planos estáticos, fijos
y difícilmente refutables, el director coloca los pies exactamente en las
mismas huellas que dejó hace poco menos de 2.000 años un señor llamado
Jesucristo. Hablamos, para entendernos, del Vía Crucis.
Una niña de nombre María quiere imitar a Dios con todas las consecuencias. Y
sólo hay una consecuencia para tan desmedido propósito. Desde cierto punto de
vista, quizá el más intrascendente, la película no es más que una crítica
humanista y bienintencionada al integrismo desaforado de algunas comunidades.
Llevar un credo hasta el extremo de su coherencia significa por fuerza admitir
una derrota. La más grande de todas ellas.
Pero Brüggemann pretende bastante más que una simple lectura sociológica o
coyuntural de la religión en la actualidad laica. Más allá, y aquí su acierto, Camino
de la cruz se presenta como un callejón sin salida, una refutación existencial
de cualquier esfuerzo. Suena radical y, en efecto, lo es. Lo que quiere el
director es acercarse al gesto de soberbia y por necesidad paradójico del mismo
hecho religioso.
Renunciar a lo particular para abrazar lo absoluto conduce a la misma aporía,
cerca del absurdo, que la más secular y descreída de las afirmaciones. En el
extremo, el reconocimiento no razonado de la fe se parece bastante a la
admisión más desprejuiciada de la nada. Y es aquí donde Camino de la cruz,
en su sencillez ascética, se presenta como una auténtica revelación, una
invitación a dudar de todo. La casualidad ha querido que la película de
Brüggemann aparezca en la cartelera con una semana de diferencia del otro gran
acontecimiento religioso del cine navideño. Exodus:dioses y reyes es desde cualquier punto de vista lo opuesto a Camino
de la cruz. Y, sin embargo, hay algo extraño que une a las dos películas.
Lo crean o no. Hay un paso en la megaproducción en tres dimensiones que Ridley
Scott, su director, no se atreve a dar. Cuando presenta a Moisés como un hombre
que en su alucinación casi esquizofrénica cree ver a Dios en la figura de un
niño, se aventura en la hipótesis de imaginar el propio hecho de la fe como el
último recurso de los desesperados.
Moisés, como la protagonista de Camino de la cruz, cree en lo que hace
porque así se lo ordena su credo absoluto. Y decide, igual que María, llevar su
convicción hasta el agotamiento de la coherencia. El resultado es si no
idéntico, turbadoramente similar. Scott no se atreve a dar el último paso que
convertiría en un loco sanguinario al héroe sobre el que se edifican las tres
religiones monoteístas que hoy se reparten en casi perfecto monopolio el
tráfico de las almas en el mundo. Simplemente lo deja estar. Todo sea por
mantenerse vivo.
María, sin embargo, sí va hasta el final. Desde la intimidad del
protestantismo, su acción reflexivamente irreflexiva o racionalmente irracional
de admitir hasta el último aliento las exigencias de algo tan poco o nada
lógico como la fe se cobra en ella la única víctima. María, al contrario que
Moisés, no es una líder más que de sí misma. Donde el primero condena a un
pueblo y, ya puestos, a toda la humanidad, la segunda se limita a acabar
consigo misma en el único acto racional que admitiría un ateo cabal: el
suicidio. Hemos llegado. Al final, queda la perfecta refutación de cualquier
esfuerzo. Profundamente atea o cruelmente devota, qué más da. LUIS MARTÍNEZ 12/12/2014 |
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