Espléndida descripción del
primer descubrimiento del yo en la adolescencia.
Y en medio de una extraña
vergüenza, como si se abriese paso en mí la expiación de confusas, lejanísimas
culpas que no entendía pero que lamían mis talones (cometidas tal vez contra
todo lo que me rodeaba, sin excluir al Chino, a Antonia, ni, tal vez, al
mismísimo Guiem; culpas y sentimientos que no
deseaba reconocer, como el temor o amor a Dios), me pareció que una delgada corteza se rompía,
con todo lo que me obligaban a sofocar, Borja con sus burlas, la abuela con sus
rígidas costumbres y su pereza y despreocupación de nosotros y tía Emilia con
su inutilidad pegajosa. De pronto, me levanté de entre todo aquello. Era solamente yo. ¨¿Y
por qué, por qué?¨, me dije. En aquella siesta de la tierra, en el momento en
que un perro muerto infectaba el agua de un pozo, era yo, solamente yo, sin
comprender cómo, en un deslumbramiento desconocido (sólo posible a los
indefensos catorce años).
(…) Y mirando al Chino, a mi
lado, sentí mi primera piedad de persona mayor, deseé darle la mano y decirle: “No
les hagas caso, sólo son unos niños ignorantes. Perdónales, pues no saben lo que se hacen”. Y a un tiempo me
avergonzaba de aquel primer sentimiento de adulto y me daba miedo y pena de mí misma,
de mis palabras y de mi piedad.
Ana María Matute, Primera Memoria
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