De
izda. a dcha. y de arriba abajo: Nietzsche, Platón, Aristóteles, Gianni
Vattimo, Walter Benjamin, Immanuel Kant, Julia Kristeva y Martha Nussbaum. /
Fernando Vicente
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¿Dónde
está la gran filosofía?
La filosofía ha desertado de su misión de
proponer un relato totalizador a la sociedad.
La Universidad se ha quedado sin iniciativa.
La orfandad teórica ha permutado en la
historia o la crítica a la modernidad.
Este
artículo no es un artículo sino un telegrama que mando a los lectores. No caeré
en la tentación de agotar el limitado espacio disponible con nombres de
filósofos y títulos de libros. Citaré sólo unos pocos para ilustrar la tesis
principal. Y no mencionaré a los españoles porque a todos me los encuentro en
el ascensor. Y no porque hubiera decir de ellos cosas poco amables. Todo lo
contrario: es una desconcertante paradoja que la ausencia de gran filosofía
coincida en el tiempo con la generación de profesores de filosofía más
competente, culta y cosmopolita que ha existido nunca, al menos en España, y yo
ante ellos, de los que tanto he aprendido, me descubro con admiración. En todo
caso temería encontrarme en el ascensor sólo a los no citados.
1
La misión de la filosofía desde sus orígenes ha sido proponer un ideal. La gran
filosofía es ciencia del ideal: ideal de conocimiento exacto de la realidad, de
sociedad justa, de belleza, de individuo.
En
lo que se refiere ahora sólo al ideal humano (paideia), un repaso
histórico urgente empezaría por Platón, que encontró en su maestro, Sócrates,
la personificación de la virtud; Aristóteles introduce el hombre prudente;
Epicuro, el sabio feliz; Agustín, el santo cristiano; Kant, el hombre autónomo;
Nietzsche, el superhombre; Heidegger, el Dasein
originario o propio… Un ideal muestra una perfección que, por la propia
excelencia de un deber-ser hecho en él evidente, ilumina la experiencia individual,
señala una dirección y moviliza fuerzas latentes. Los filósofos citados, y
otros que podrían traerse, son pensadores del ideal y justamente eso hace
grande su pensamiento y la lectura de sus textos perdurablemente fecunda. Esta
observación enlaza con el segundo de los aspectos de la gran filosofía que
deseo destacar.
La
filosofía se asemeja a la ciencia en que, como ésta, su instrumento de trabajo
son los conceptos. Pero los conceptos de las ciencias empíricas son verificados
en los laboratorios o los experimentos. En cambio, nadie ha verificado nunca
las proposiciones filosóficas de Platón. Si volvemos a Platón una y otra vez no
se debe a que la verdad de su filosofía haya sido validada empíricamente sino a
que su lectura sigue siendo de algún modo significativa. En esto la filosofía
se hermana con la literatura, no con la ciencia: dado que la prueba explícita
le está negada, el filósofo produce textos que han de convencer, de persuadir,
de seducir, y en este punto en nada esencial se diferencia del literato que usa
con habilidad los recursos retóricos para mover al lector y captar su
asentimiento. De ahí que, en la abrumadora mayoría de los casos, la gran
filosofía, pensadora del ideal en cuanto al contenido, suele ir aparejada a un
gran estilo en cuanto a la forma. El filósofo es sobre todo, como el novelista,
el creador de un lenguaje y el administrador de unas cuantas metáforas eficaces
con las que manufactura un relato veraz —aunque inverificable— para el lector.
Esta
función retórica de la filosofía es algo que, por desgracia, ha ido echando al
olvido la filosofía contemporánea acaso por el vano achaque de querer parecerse
a la ciencia. Los dos últimos libros de filosofía realmente influyentes, Teoría
de la justicia de Rawls (1971) y Teoría de la acción comunicativa
de Habermas (1981), son ambos piezas literariamente muy negligentes, áridas,
técnicas, secas y demasiado prolijas, que reclaman un lector especializado y
muy paciente dispuesto a acompañar al autor en todos los tediosos meandros
intermedios que preceden a las conclusiones, ciertamente susceptibles de ser
presentadas con mayor claridad, brevedad y atractivo. Lejos quedan los tiempos
en que los filósofos —Russell, Sartre— merecían el premio Nobel de Literatura.
2
Un genuino ideal aspira a ser una oferta de sentido unitaria, intemporal,
universal y normativa. Ha de componer una síntesis feliz a partir de muchos
elementos heterogéneos y aun contrapuestos. Además, debería estar dotado de
intemporalidad y universalidad porque, aunque nacido en un contexto histórico
concreto, siempre pretende tener validez para todos los casos y todos los
momentos, por mucho que inevitablemente de facto quede relativizado por
otros posteriores de signo opuesto. Por último, el ideal no describe la
realidad tal como es —ése es el cometido de las ciencias— sino como debería ser
y señala un objetivo moral elevado a los ciudadanos que reconocen en esa
perfección algo de una naturaleza que es ya la suya pero a la vez más hermosa y
más noble, como una versión superior de lo humano que despierta en quien la
contempla un deseo natural de emulación. Que la realidad ignore la realización
efectiva de un ideal en cuestión no desmiente la excelencia de éste sino sólo
su falta de éxito histórico-social por razones que pueden ser circunstanciales.
La
tesis aquí defendida dice que, en los últimos treinta años, la filosofía
contemporánea ha desertado de su misión de proponer un ideal a la sociedad de
su tiempo, el ciudadano de la época democrática de la cultura. La institución
que durante varios siglos había sido la casa de la gran filosofía, la
universidad, se ha quedado sin iniciativa en estos tres últimos decenios. La
esplendorosa universidad alemana, otrora a la vanguardia del pensamiento
europeo y fuente incesante de nuevos sistemas filosóficos, ha dado muestras
preocupantes de pérdida de creatividad. La vitalidad de la filosofía académica
francesa o italiana se ha apagado y ha sido sustituida por ensayos de
entretenimiento, cultivados por esos mismos académicos doblados de divulgadores
o por periodistas y profesionales que escriben sobre temas de actualidad
económica, política, social, moral o sentimental, oportunamente confeccionados
para complacer la curiosidad de un público mayoritario, no versado, en una
alianza consumada hace poco entre el ensayo generalista y la industria
editorial, dispuesta a explotar a escala global la demanda de un mercado de
lectores potencialmente amplio. En esto, como en otras cosas relacionadas con
la mercantilización de la cultura, la industria editorial de Estados Unidos ha
sido pionera y extraordinariamente potente; allí es aún más marcada que en
Europa la separación entre la sociedad y la universidad, la cual, replegada en
su campus, propende al especialismo extremo. Por lo que a la filosofía se
refiere, la academia norteamericana estuvo tradicionalmente dominada por la
escuela del pragmatismo heredero de William James, por el positivismo analítico
después y en el último cuarto de siglo —en un giro que denunció Allan Bloom en
su resonante The Closing of American Mind (1987)— por el
posestructuralismo y los cultural studies, alérgicos de suyo a la gran
teoría humanista, integradora y universal que, entre unos y otros, permanece
hoy sin dueño.
3
En ausencia de gran filosofía, lo que con el nombre de filosofía encontramos en
estos últimos treinta años se compone de una variedad de formas menores que
serían estimables y aun encomiables si acompañaran a la forma mayor pero que,
sin el marco comprensivo general que sólo ésta suministra, acusan la insuficiencia
de dicha orfandad teórica.
La
primera de estas formas se hallaría representada por la filosofía que hoy se
practica mayoritariamente en la universidad, donde la filosofía se permuta por
historia de la filosofía. Una filosofía indirecta, mediada por una tradición
filosófica reverenciada y al mismo tiempo puesta del revés. Richard Rorty,
Charles Taylor o Hans Blumenberg, tan
distintos entre sí, representan la mejor versión de este modo vicario de
filosofar. Es filosofía, incluso buena filosofía, pero no gran filosofía porque
carece de intención propositiva, abarcadora y normativa, de una imagen del
mundo completa y unitaria. En el ámbito académico se aprecia una resistencia,
casi una negación de legitimidad, a enfrentarse a la objetividad del mundo
directa y autónomamente, como hicieron los clásicos del pensamiento, sino sólo,
precisamente, a través de una reinterpretación de esos mismos clásicos. Pensar
es haber pensado. Todo está ya escrito, nada realmente nuevo cabe decir. No se
trata ya de hablar de la vida, sino sólo de libros que hablaron de la vida: Marx, Nietzsche, Freud o Walter Benjamin.
Esta
aproximación revisionista se torna programa en el “posestructuralismo”: la
deconstrucción de Derrida, las arqueologías de Foucault, los retornos de
Deleuze a Spinoza, Nietzsche o Bergson, o esa revolución poética que para
Kristeva rompe la aparente unidad del pensamiento, entre otros nombres posibles,
abrieron camino para una multitud de posteriores hermenéuticas del pasado que
hoy llenan los anaqueles de las bibliotecas universitarias —tanto como escasean
en las bibliotecas de las casas particulares, en parte porque parecen escritas
en “gíglico”, el lenguaje inventado por Cortázar para Rayuela— y cuya
originalidad reside en la constante revisión de la tradición filosófica desde
el punto de vista de la lingüística, el psicoanálisis, el lacanismo, el
marxismo, la crítica literaria, el feminismo o el poscolonialismo. Un exponente
de este método híbrido, animado con ingredientes histriónicos que le han
granjeado el buscado éxito mediático, sería la obra de Slavoj Zizek. Sin desdeñar esos mismos
ingredientes, pero con mayor aliento filosófico, cabría emplazar aquí la
abundante bibliografía de Peter Sloterdijk.
La
consciencia nos hace libres, pero ¿y después? Quien hoy hace alarde de su
resignación suele recibir el aplauso general
Cercana
a esta forma de filosofía y a veces indistinguible de ella estaría esa
literatura, hoy todo un género, que pronuncia una solemne sentencia
condenatoria contra la modernidad en su conjunto. Como es evidente que la
sociedad democrática, al menos en el último medio siglo, ha proporcionado
dignidad y prosperidad al ciudadano sin parangón con tiempos anteriores, la
actual filosofía hermenéutica heredera de Nietzsche-Heidegger, por un lado, o
aquella de raíz marxista en la estela de Dialéctica de la Ilustración de
Adorno-Horkheimer, Marcuse y la Escuela de Frankfurt, por otro, creen adivinar
unos fundamentos ideológicos ocultos que estarían alienando taimadamente al
ciudadano sin que éste lo supiera y, contra todas las apariencias,
restituyéndolo a la antigua condición de súbdito. El Holocausto judío es traído
al centro de la meditación filosófica como prueba del fracaso definitivo del
proyecto moderno y hay quien como Giorgio Agamben —en su trilogía Homo sacer—
se atreve incluso a proponer el campo de concentración nazi como paradigma del
espíritu de las democracias contemporáneas. En el delta de esta impugnación total
de la modernidad desembocan por igual, afluentes procedentes de la derecha y la
izquierda, hermeneutas como Gianni Vattimo,
fundador del “pensamiento débil”, y críticos posmarxistas de las ideologías
como Antonio Negri, autor (con M. Hardt) de Imperio
(2000). No raramente, la crítica a la modernidad adopta la modalidad de
denuncia de un sistema capitalista que convertiría al ciudadano en consumidor
enajenado, mayormente por culpa de las multinacionales, cuyas estrategias de
dominación analiza Naomi Klein en No
logo (2000). Escritos antisistema del prestigioso lingüista Noam Chomsky alimentan de contenido
panfletos y libelos producidos por activistas y movimientos antiglobalización,
algunos de gran difusión.
A
falta de un marco general, la filosofía echa mano ahora de esos socorridos
“análisis de tendencias culturales” que nos explican no cómo debemos ser
(ideal) sino cómo somos, las más de las veces expresado con un matiz
reprobatorio: somos una sociedad-líquida (Zygmunt Bauman) o una sociedad-riesgo (Ulrich Beck). Por la misma razón, la
filosofía ha experimentado recientemente un “giro aplicado”, uno de cuyos
iniciadores fue el filósofo animalista Peter Singer. Ese giro supone el esfuerzo
por determinar unas reglas éticas para sectores específicos de la realidad como
el mercado (ética de la empresa), el cuerpo (bioética), el cerebro
(neuroética), los límites de la ciencia y la tecnología, los animales o la
naturaleza. En los últimos años la filosofía práctica ha disfrutado de mucha
más atención general que la hermenéutica heredera de Gadamer y ha suscitado
amplios debates entre los que destaca la contestación al liberalismo por el
comunitarismo de las costumbres (Sandel, MacIntyre) y por el republicanismo de
la virtud (Pocock, Pettit). Uno de los principales continuadores de Habermas ha
sido Axel Honneth y su La lucha por el reconocimiento (1992); también a
Rawls le han salido muchas secuelas, siendo una de las últimas el “enfoque de
las capacidades” desarrollado por la polígrafa Martha Nussbaum, quien asimismo
ha contribuido a los estudios feministas y posfeministas que filósofas como
Nancy Fraser, Seyla Benhabib o Judith Butler han llevado a una segunda madurez.
El
vacío dejado por la gran filosofía y por sus propuestas de sentido para la
experiencia individual es llenado ahora por ensayos de corte existencialista de
un estilo muy francés: Luc Ferry, Lipovetsky, Finkielkraut, Onfray, Comte-Sponville. En
una línea cercana, pero degradada, reclaman la atención de los lectores
usurpando a veces el nombre de filosofía títulos de sabiduría oriental, libros
de autoayuda que recomiendan positividad para superar las adversidades y
recetarios voluntaristas emanados por las escuelas de negocio.
4
La tesis era que en estos últimos treinta años no ha habido gran filosofía por
la deserción de su misión histórica consistente en proponer un ideal. Varios
factores culturales parecen haber conspirado para causar este resultado
deficitario.
Los
crímenes contra la humanidad perpetrados por los totalitarismos se han cometido
con harta frecuencia en nombre de una utopía, como señaló con énfasis Popper en
La sociedad abierta y sus enemigos, lo cual ha inoculado al hombre
actual esa insuperable alergia hacia lo utópico que destila Günther Anders en La
obsolescencia del hombre. Por otro lado, la condición posmoderna sospecha
de los llamados grands récits que se quieren unitarios (Lyotard), siendo
el ideal filosófico indudablemente uno de esos desautorizados grandes relatos,
de manera que el prefijo “pos” que caracteriza el presente (posmoderno,
posestructuralista, poshistórico, posnacional, posindustrial) incluye también
una posteridad al ideal y su resignada renuncia sería el precio exigido por ser
libres e inteligentes. Por último, se insiste en que la complejidad de las
democracias avanzadas de carácter multicultural no se deja compendiar en un
solo modelo humano, a lo que se añade que, por su parte, las ciencias se han
especializado tanto que resulta iluso cualquier intento de síntesis unitaria.
Los títulos de tres celebrados libros de Daniel Bell conformarían otros tantos
eslóganes de la imposibilidad del ideal en el estado actual de la cultura: El
fin de las ideologías, El advenimiento de la sociedad post-industrial
y Las contradicciones culturales del capitalismo.
La
consciencia nos hace libres e inteligentes, pero ¿y después? Quien hoy hace
alarde de su resignación suele recibir el aplauso general. ¡Qué lúcido!, se
dice de ese pesimista satisfecho, como si su fatalismo fuera la última palabra
sobre el asunto, merecedor de ese ¡archivado! con que Mynheer Peperkorn zanja
las discusiones en La montaña mágica de Thomas Mann. Pero el propio Mann en su
relato favorito, Tonio Kröger, alerta sobre los peligros de ese exceso de
lucidez que conduce a las “náuseas del conocimiento”, como las que estragan el
gusto de esos espíritus delicados que saben tanto de ópera que nunca disfrutan
de una función, por buena que sea, porque siempre la encuentran detestable. La
hipercrítica es paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza
aquellas fuerzas creadoras que nos elevan a lo mejor. Sólo el ideal promueve el
progreso moral colectivo; sin él estamos condenados a conformarnos con el orden
establecido. Preservar en la vida una cierta ingenuidad es lección de sabiduría
porque permite sentir el ideal aun antes de definirlo.
Si,
tras este hiato de treinta años, la filosofía quiere recuperarse como gran
filosofía, debe hallar el modo de proponer un ideal cívico para el hombre
democrático… y hacerlo además con buen estilo.
Javier
Gomá Lanzón
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