LA ENFERMEDAD, EL HOMBRE
No, no
somos esos arrogantes vencedores de la naturaleza que tan grato nos resulta
exhibir. Somos frágiles cosas entre cosas
LA enfermedad es la metáfora primera de lo humano: metáfora de un animal
abocado a morir y que lo sabe. Ser inmortal, decía el displicente Borges, no es
gran cosa; todos los animales lo son, porque ignoran su muerte; todos, menos
nosotros. Y en eso puede que esté nuestra dignidad: la del guerrero que afronta
combatir a un enemigo por el cual no puede sino ser derrotado. Somos mortales.
Luchamos contra la muerte. Es una guerra perdida. Pero vale la pena darla.
Las cotidianas boberías políticas se han esfumado. A ninguno que no fuera
un perfecto imbécil le afectarían ahora las sandeces patrióticas que un don
nadie pueda estar profiriendo desde la plaza de San Jaime en Barcelona. Estamos
en las cosas serias. Ahora. En las que nos hablan de vida o muerte. Esas en las
cuales juega la enfermedad su envite: que es un envite auténtico, un envite
ante el cual las máscaras retóricas dan entre risa y asco. El atisbo del ébola
pone un relámpago de verdad en nuestras vidas. No, la enfermedad no es algo que
sucede en horizontes lejanísimos de esa África que sólo existe en los mapas.
No, no somos esos arrogantes vencedores de la naturaleza que tan grato nos
resulta exhibir. Somos frágiles cosas entre cosas. Con las cuales imprevistos
huracanes juegan como con motas de polvo.
Un pensador del siglo XVII, muy enfermo desde niño y, desde niño,
asombrosamente sabio, encerró esa paradoja en una fórmula llamada a ser
irrevocable: «El hombre no es más que una caña, la más débil de la naturaleza.
No hace falta que el universo entero se conjure para aplastarlo; un vapor, una
gota de agua bastan para darle muerte». Hasta anteayer, entreteníamos nuestra
pereza con ridiculeces políticas que hoy se nos hace obsceno hasta nombrar.
Después, el absoluto ha amagado con desvelar su rostro: la enfermedad
misteriosa, anticipo del supremo misterio que es la muerte. Entonces, todas
nuestras solemnidades se hicieron grotescas. Y nuestros arrogantes monumentos
se nos desmoronaron como un pobre decorado de teatrillo. Y retornaron las
preguntas importantes. Las que condensa un griego en la paradoja que cifra lo
que, en griego, se llamó filosofía: «Nada es la muerte para nosotros; cuando
estamos, no está ella; cuando ella está, no estamos». Pero esa nada determina
cuanto somos.
La enfermedad es el hombre: sus anhelos, sus luchas, sus pequeñas
victorias, su final derrota. En torno a ella se juega esa íntima epopeya que es
siempre una vida humana. Navío al albur de los secos bandazos de miedos y
esperanzas. No hay vida humana que no haya de desplegarse en la tensión
desgarradora de esos dos polos. No hay vida humana si a esa tensión entre
esperanza y miedo no sabemos sobreponer la fría distancia de la inteligencia. A
esta contención de nuestras emociones, que la lucidez exige, llamamos serenidad.
Y sólo esta serenidad trueca en fortaleza ética nuestra tragedia: lo humano
cabe en el saberse enfermo; y mortal; y en el saber que sólo hay vida en
nuestra metódica lucha contra enfermedad y muerte. Que es lucha contra nosotros
mismos, contra la tentación de ceder al arrebato emocional de nuestros miedos.
También de nuestras esperanzas. «El hombre no es más que una caña, la más débil
de la naturaleza. No hace falta que el universo entero se conjure para
aplastarlo; un vapor, una gota de agua bastan para darle muerte. Mas, aun
cuando el universo lo aplastara, el hombre seguiría siendo más noble que lo que
lo mata, puesto que él sabe que muere y el universo no sabe que mata». GABRIEL ALBIAC
9 oct. 2014 ABC
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