Sartre y Camus. Mundo actual: Falta una dimensión ética. Renuncia a la "redención". Indiferencia colectiva. Nosltalgia de la Europa del siglo XVIII. ¿Despotismo democrático?
EL MAL
«Nadie,
a estas alturas, ni siquiera la autoproclamada izquierda, pone en cuestión a un
capitalismo que aspira a enriquecerse a base de ingenio, de diálogo y de riesgo
personal. Pero casi todos detestamos ese capitalismo que pretende convertirnos …
JEAN-Paul Sartre era una mente luminosa, dotada de una excepcional
capacidad analítica, que sin embargo se equivocó muy a menudo. Y en especial,
en los aspectos morales de su filosofía política. En cierta ocasión admitió,
quejumbroso, su incapacidad para dotar a su pensamiento de una dimensión ética.
Y extendió ese fracaso a la generalidad de los pensadores surgidos de las
ruinas de la II Guerra Mundial. Se equivocaba otra vez, o quizás mentía, porque
a su lado, pero en su disidencia, crecía una figura de indudable talante moral,
Albert Camus, tachado de esteticista por los pensadores progresistas franceses
de su tiempo.
Ahora nos hemos acostumbrado a caminar desnudos de ética y son pocos
aquellos de nuestros pensadores que buscan en estos tiempos dotar de un sentido
moral a la historia, como si dieran por buena la visión de Macbeth: «La vida es
una historia narrada por un necio, llena de ruido y furia, que nada significa».
Parece que ya no creemos en la redención y que hemos renunciado a la
construcción de un mundo mejor, algo que ha sido una constante en el esfuerzo
de los hombres a lo largo de los siglos, o por lo menos de unos cuantos: los
pensadores. Y el hombre, si renuncia a la redención, es un animal herido.
Digo esto, no sólo porque me asuste ver el crecimiento de la corrupción,
contemplar cómo la avaricia de los poderes financieros se ha desbocado sin que
nadie sepa cómo ponerle el freno, sentir el desánimo palpitante de una sociedad
que no ve salida a la crisis económica y moral..., no es eso sólo. Me asusta
más darme cuenta de la resignación con que aceptamos convivir con ello y la
naturalidad y el conformismo con que se abren paso nuestros sentimientos de
derrota.
El mal y el delito se han hecho costumbre y convertido en hábitos; los
malvados ya no se esconden, los estafadores sonríen a las cámaras de los
fotógrafos, el que no se enriquece por los medios que sea es que es tonto –lo
dijo tal cual un socialista en tiempos de Felipe González, el entonces ministro
de economía Carlos Solchaga– y el caso Pujol no lo juzgamos como una catástrofe
de la democracia, sino que lo contemplamos a veces como la habilidad de un
golfo lo suficientemente listo como para construirse una biografía de patriota
ejemplar. Resulta curioso que esa catástrofe ética e institucional le produzca
al actual «president» de la Generalitat, en sus propias palabras, solamente
«pena, tristeza, lamento y decepción». ¿Nada más que eso, señor Mas? ¿No le
irrita, no le dan ganas de escupir al muy honorable, no siente deseos de
abofetear hasta que le duelan las manos al hombre que enfangó el prestigio de
Cataluña y el de todas las instituciones democráticas? Pujol no era sólo un
político de relumbrón, sino el abanderado de la dignidad de su pueblo y de la
defensa del imperio de las leyes. Ahora hemos visto que esa bandera era tan
sólo un capote para protegerse del toro de la justicia.
Por otra parte, he visto imágenes muy penosas estas semanas en los
periódicos, a las que podría poner como ejemplo de la indiferencia con que
nuestra sociedad contempla el derrumbe de la moral pública. Citaré una sola, no
obstante: la de Carlos Fabra, el antiguo presidente del PP de Castellón,
saliendo chulesco de la Ciudad de la Justicia, mientras un agente de Guardia
Civil, en la puerta de los juzgados, le estrecha la mano con gesto sonriente.
¿La ley se cuadra ante el corrupto?
Yo veo el delito financiero como una de las caras del mal, cuya raíz no es
otra que la ausencia de una dimensión ética en el mundo de hoy, de una ética,
por supuesto, laica. Me puedo imaginar una alegre reunión de Pujol y señora con
sus «pujolitos», bajo el árbol de la Navidad familiar, planeando cómo se van a
enriquecer usando de sus influencias y de su gran amor a Cataluña. Y mientras
los niños cantan «Campana sobre campana» y abren los paquetes con los regalos,
imagino el rostro enternecido del abuelete que ha sido capaz de construir una
familia unida sobre una montaña de monedas de oro, protegida por la campana de
«su» Cataluña. Si yo tuviera talento como dibujante, pintaría a Pujol como un
tío Gilito con barretina.
En estos días, uno añora la Europa del siglo XVIII, la Europa de las luces
de la Ilustración, rayos de luminosidad que hoy nos quieren arrebatar
congregaciones intransigentes en el interior de la Iglesia católica –menos mal
que ha venido el Papa Francisco a poner orden–, movimientos políticos
repulsivos de signo xenófobo que recuerdan los principios ideológicos del
nazismo y un avariento y enloquecido sistema financiero. Vale recordar lo que
decía, en 1997, Rüdiger Safranski en su magnífico libro «El Mal»: «Las
catástrofes del siglo XX nos han impartido una lección, a saber: que el poder
económico ha de equilibrarse con el poder político». Habría que añadir hoy que el
poder político precisa equilibrarse con el poder de una ética y una justicia
vigorosas.
Hace un par de décadas, el director de cine galés Peter Greenaway
proclamaba con euforia: «Nos hemos deshecho de Dios, de Satán y de Freud. ¡Por
fin estamos completamente solos en la historia de la humanidad!». Vale. Pero no
hemos sabido deshacernos del poder del dinero ni construir una moral que
controle los instintos de los más ricos.
Nadie, a estas alturas, ni siquiera la autoproclamada izquierda, pone en
cuestión a un capitalismo que aspira a enriquecerse a base de ingenio, de
diálogo y de riesgo personal. Pero casi todos detestamos ese capitalismo que
pretende convertirnos a la mayoría de los humanos en esclavos. Fracasados los
políticos por embridar a los poderes financieros, es la hora de los pensadores
audaces.
En el Renacimiento, hartos de un Medievo en sombras, los hombres miraron
hacia la Grecia clásica para reinventarse. ¿No será ahora la ocasión de girar
la cabeza hacia los principios de la Ilustración para reconstruir una suerte de
despotismo democrático? JAVIER REVERTE
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