Democracia, ¿para qué?
Peligra hoy
el vínculo entre elecciones y calidad democrática. El sistema no es sensible al
cambio; tampoco hay demanda ciudadana ni oferta política. Los votantes,
humanos, somos animales de senda y detestamos las novedades
Lo
dijo John Adams: “Delegar el poder de la mayoría en unos pocos entre los más
sabios y los más buenos”. Lo repitió Madison: “Conseguir como gobernantes a los
hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más virtud para procurar el
bien público”. Y Jefferson: “Permitir que los aristócratas naturales gobernaran
de manera más eficiente posible”. Los votos de ciudadanos ignorantes y sin
virtud cívica escogerían a los mejores, a los sabios y santos.
Si
levantaran la cabeza, los fundadores se lo pensarían antes de repetir que
nuestras democracias —ellos dirían Repúblicas—, difíciles de defender
desde la participación y la igualdad de los ciudadanos, se justifican porque
identifican a los mejores. Una idea que suena disparatada: que los que no saben
puedan escoger a los que saben. Raro, pero no imposible: el mercado, en sus
mejores horas, infrecuentes, funciona de esa manera. Yo, y otros como yo,
incapaces de freír un huevo, al elegir restaurante penalizamos al mal cocinero
y premiamos al bueno.
El sorteo es el más clásico de los
procedimientos de elección; pero debe aplicarse en dosis híbridas
Desgraciadamente,
la política no es como el mercado. Bueno, sí, es como el mercado que no
funciona, como el mercado con información asimétrica, cuando uno no sabe lo que
adquiere, cuando elige a ciegas y le venden la mula ciega. Siempre se vota a
tientas. Entre las circunstancias que concurren en ello hay una inexorable: la
política está orientada hacia un futuro incierto por definición. No hay manera
de especificar hoy en un contrato soluciones a retos que descubriremos mañana.
Lo de “cumplir el programa” aguanta, si acaso, un rato, porque no puede ser de
otro modo. Y las cosas no mejoran informativamente, si tenemos en cuenta que
los votantes tenemos limitadas capacidades cognitivas, memoria endeble y que,
al decidir, nos fiamos antes del envoltorio que del contenido: quienes votan
contra “rehabilitar drogadictos” están a favor “tratar la adicción a las
drogas” y quienes desprecian el “cambio climático” son partidarios de combatir
el “calentamiento global”.
Resulta
discutible el potencial de las democracias para abordar retos sin rentabilidad
electoral inmediata, los importantes. Ningún alcalde reformará su ciudad si las
obras duran más que el ciclo electoral. Se imponen el corto plazo, la velocidad
para renovar las broncas y la pirotecnia. El alcalde preferirá hablar de las
plagas del mundo y proclamará el veganismo de su ciudad: el mundo intacto, la
culpa de los otros y el lustre moral asegurado. La verdad no importa. Nadie
espera a comprobar si el corrupto lo es, mientras exista un titular que arrojar
a las redes. Lo importante es ganar la mano. Aunque no se sepa muy bien qué
decir sobre el fracking o la reproducción asistida, hay un algoritmo
infalible: apostar en contra de la opinión del contrario. Más tarde ya se
encontrarán intelectuales públicos dispuestos a sacrificar el conocimiento
consolidado (lo han denunciado en economía Cahuc y Zylberberg en Le
négationnisme économique).
No
es nuevo. Es la lógica electoral de las democracias. Lo nuevo son las redes
sociales, que amplifican las resonancias. Cuando el titular desplaza al
argumento, los 140 caracteres son alivio, antes que limitación, como sucedía
con el etcétera en la magistral apreciación de Jardiel Poncela: “El
descanso de los sabios y la excusa de los ignorantes”.
Perpetuas
elecciones, problemas en espera y la vida cívica falsamente encanallada. El
único horizonte es la próxima campaña electoral y siempre hay alguna. En
realidad, las elecciones degradan el debate democrático. Un debate, no se
olvide, ya de por sí reducido a unos pocos con suficientes recursos para
superar las costosas barreras de entrada del mercado político, para financiar
campañas y tecnologías que permiten modular un relato (una mentira) a medida de
cada cual, para que solo escuche lo que quiere escuchar, esto es, para que
ignore casi todo lo demás: esos 250 millones de perfiles personalizados que,
Big Data mediante, permitieron a Trump ganar. Naturalmente, con esas reglas, se
refuerza lo de siempre, la voz de los ricos (Gilens, Affluence and Influence).
En
esas circunstancias peligra el vínculo entre elecciones y calidad democrática.
Incluso peor: las elecciones resultan vivero de las patologías. He dicho
elecciones, no representación ni participación. El aviso, obligatorio en
nuestros tiempos, resultaría innecesario para los clásicos, los Rousseau o los
Montesquieu, para quienes las elecciones poco tenían que ver con la democracia,
según nos recordó Manin en Los principios del gobierno representativo.
Para ellos, el sorteo aseguraba una mejor representación. Las elecciones, si
acaso, servirían para detectar aristocracias naturales, a los mejores. Pues
eso. Que no.
La
pregunta es si debemos revisar los diseños institucionales que hasta ahora nos
han servido, no me atrevo a decir si para bien o para mal, visto lo visto y a
la espera de lo que nos queda por ver. Ese es el diagnóstico de solventes
reflexiones académicas que divulga eficazmente Van Reybrouck en Contra las
elecciones. Se buscaría recoger el componente de racionalidad deliberativa
del ideal parlamentario, aliviando las patologías asociadas a la competencia
electoral y a los sesgos derivados de una representación que ignora los
problemas y las propuestas de muchos ciudadanos. En esencia, proponen aligerar
la presencia de los partidos en competencia electoral e incorporar mecanismos
de participación, deliberación, mérito, asesoramiento experto y… sorteo. Sí,
sorteo, el más clásico de los procedimientos democráticos. Sus virtudes, vistas
las disfunciones de nuestras democracias, no son desdeñables: permite la
representación de minorías (y de mayorías desatendidas, esas García que nunca
asoman en los parlamentos señoreados por élites nacionalistas) sin la ortopedia
antidemocrática de los cupos; disuelve las barreras de ingreso en la participación;
elimina los encanallamientos partidistas, el griterío gestero de las falsas
discrepancias; socava la corrupción asociada al coste de las campañas; acaba
con la instrumentalización de instituciones (justicia, organismos supervisores)
sometidas a la partitocracia. Por supuesto, el sorteo también tiene problemas,
que invitan a administrarlo en dosis y en formas híbridas.
Por
supuesto, esas innovaciones no prosperarán. La nueva política no va de eso. Es
la vieja más adanismo moral, un vacuo fariseísmo en sentido ferlosiano: nutre
su santidad con el plato único de la perfidia ajena. Aunque solo sea por eso,
casi resulta preferible la vieja, cuando no la arcaica. Pero tampoco. Porque el
problema es más básico. El sistema no es sensible al cambio. No hay demanda
ciudadana ni oferta política. Los votantes, humanos, somos animales de senda y
detestamos las novedades. Y los partidos, obviamente, no quieren suicidarse. El
diseño de incentivos para la renovación de las democracias solo es comparable
al que en Estados Unidos tenían las ambulancias cuando eran gestionadas por
funerarias. Mala cosa, dada la naturaleza del enfermo.
Félix
Ovejero es profesor de la Universidad de
Barcelona.
No hay comentarios:
Publicar un comentario