2017, el año de nuestra vida
"Hoy es el primer día
del resto de tu vida". Esta frase estaba muy en boga en Estados Unidos
cuando yo estudiaba allí y, aunque tautológica, me pareció ingeniosa. No tiene
autor que yo sepa, pero debe haber sido ideada por un médico o psicólogo,
porque al parecer se la decían a los pacientes de reformatorios y clínicas de
rehabilitación para que se dieran cuenta de la importancia de sus acciones
presentes.
En mi opinión, el año 2017
puede muy bien ser decisivo en la historia del siglo XXI (aparte de ser el
centenario de otro año decisivo, el de la Revolución bolchevique en Rusia). Por
eso creo que todas las personas que tengan capacidad de decidir, o de influir
en los que ostentan esa capacidad, deben tener esta idea muy presente: lo que
se decida este año puede tener muy hondas repercusiones en el largo plazo.
Digo esto porque el mundo
contemporáneo ha experimentado una serie de flujos y reflujos de globalización
e internacionalismo que han repercutido grandemente en las vidas de los que los
vivieron y de sus descendientes. El sigo XIX fue un periodo de gradual
globalización, que procedió lentamente a partir del fin de las guerras
napoleónicas y se aceleró desde mediados de siglo. La creciente
internacionalización tuvo bases ideológicas, tecnológicas, políticas y
económicas. La influencia de las ideas de la Ilustración y de las grandes
revoluciones de los siglos XVII y XVIII (holandesa, inglesa, norteamericana y
francesa) diseminaron los valores de la igualdad y de la libertad; a estas
ideas se sumaron las de los economistas (señaladamente Adam Smith, pero hubo
otros), que sostenían que el intercambio era un motor de progreso, por lo que
el comercio internacional era una fuente de bienestar para todos aquellos que
tomaban parte en él. La escuela librecambista tuvo una creciente influencia en
políticos y empresarios, presionando para la rebaja de los aranceles y otras
barreras al comercio.
A este empuje contribuyeron
decisivamente las innovaciones técnicas, en particular, aunque no
exclusivamente, la aplicación de la máquina de vapor al transporte: el
ferrocarril y los barcos de vapor. A ello se añadieron las mejoras en
carreteras y canales, el telégrafo, etcétera. También tuvo gran trascendencia
la generalización del oro como metal monetario, que contribuyó a facilitar las
transacciones internacionales, a lo cual también coadyuvó el desarrollo de la
banca y de las bolsas de valores. En general, la internacionalización trajo
consigo una notable mejora de los niveles de vida y un crecimiento sin
precedentes de la población.
Pero la internacionalización
no benefició a todos por igual. Los sectores no competitivos se vieron
amenazados por la concurrencia internacional y presionaron a los gobiernos para
que pusieran fin a las políticas librecambistas. Éste fue el caso de la
agricultura europea en general, incapaz de competir con los cereales, el
azúcar, y muchos otros productos agrícolas y ganaderos provenientes de América
y otras zonas donde la tierra valía muy poco, y que podían competir con ventaja
en el viejo continente gracias a la navegación a vapor. Lo mismo ocurrió con
ciertas industrias (las textiles se vieron amenazadas por el algodón inglés,
las metalúrgicas del sur de Europa por las del norte, etc.). A esto se añadieron
factores políticos, en concreto el nacionalismo de países y etnias que pugnaban
por constituir nuevos estados y propendían al aislacionismo. A finales de siglo
todas estas fuerzas empezaron a contrarrestar el empuje librecambista; las
rivalidades económicas y los conflictos imperialistas terminaron por estallar
en la Primera Guerra Mundial, que a su vez dio lugar, entre otras muchas cosas,
a la Revolución rusa. Con la guerra triunfó definitivamente el movimiento
aislacionista.
El reflujo antiglobalizador
duró hasta la caída del Telón de Acero en torno a 1990. Inmediatamente tras la
Primera Guerra Mundial hubo un intento de volver al librecambismo y a la
internacionalización, pero se malogró, especialmente con la llegada de la Gran
Depresión, la quiebra del patrón monetario áureo, y la impotencia de la
Sociedad de Naciones, antecesora de las Naciones Unidas. El fracaso de este
intento de restaurar la internacionalización condujo irremisiblemente a la
Segunda Guerra Mundial. Por demás está decir que el periodo aislacionista trajo
consigo penalidades sin cuento, tanto humanitarias (guerras, desplazamientos
forzados, epidemias) como económicas: las consecuencias de la Gran Depresión
fueron mucho más graves que las de la reciente Gran Recesión.
Al fin de la Segunda Guerra
Mundial tuvo lugar una vuelta parcial a la globalización en la comunidad
noratlántica y en algunos países ribereños del océano Pacífico, como Japón,
Australia y Nueva Zelanda. Esta recomposición parcial de la globalización se
logró gracias a todo un conjunto de instituciones internacionales como las
Naciones Unidas, la OCDE, pactos militares como la OTAN y otros, los acuerdos
arancelarios como el GATT, luego sustituido por la Organización Internacional
del Comercio (en inglés ITO), el Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial y, por supuesto, la Comunidad Económica Europea (hoy UE), y produjo una
recuperación económica espectacular (a los tres decenios que siguieron al fin
de la Segunda Guerra Mundial se les ha llamado la edad de oro y, en Francia,
les trente glorieuses). Entre tanto, el fracaso relativo de las
políticas numantinamente aislacionistas del bloque comunista resultó tan
evidente que, a pesar del férreo control mantenido desde Moscú y Beijing, las
propias élites de estos países se vieron obligadas a ceder a la presión popular
o intentar reformar sus sistemas, que en Europa terminaron por venirse abajo
hacia 1990.
El ejemplo chino posiblemente
actuó como catalizador, porque los dirigentes de ese país, aleccionados por los
repetidos desastres políticos y económicos de la era de Mao, decidieron adoptar
un capitalismo sui generis (un poco al estilo del franquismo tardío) e
incorporarse a la competencia internacional, con un éxito espectacular. El caso
chino constituye la prueba más convincente de las ventajas de la apertura a los
mercados y de la cooperación internacional. Los éxitos de la globalización tras
la Segunda Guerra Mundial y tras la caída del Telón de Acero son otras tantas
pruebas de lo mismo.
Sin embargo, como a finales
del siglo XIX, nos encontramos hoy en presencia de una potente reacción
aislacionista que puede poner en peligro los éxitos considerables logrados
desde la segunda mitad del siglo XX. Lo más alarmante es que las primeras
manifestaciones de esa voluntad de retornar al aislacionismo hayan tenido lugar
en los países que más se distinguieron en la reconstrucción de la cooperación
internacional: el Reino Unido (Brexit) y Estados Unidos (Trump). Pero en
la Europa continental también encontramos muestras de una voluntad de volver al
aislamiento con el auge de los partidos de corte nacionalista: el Frente
Nacional en Francia, la Alternativa por Alemania, el Partido de la Libertad de
Geert Wilders en Holanda y tantos otros de corte populista o separatista, sobre
todo en España, pero también en Italia y Grecia (aquí su victoria hace dos años
ha puesto al descubierto la profunda vacuidad y demagogia del populismo
europeo).
Esta reacción aislacionista
se ha debido en gran parte a dos factores: la Gran Recesión y la profunda incompetencia
con que ha sido afrontada por los políticos; y la amenaza islamista, que hace
palidecer la amenaza comunista de hace medio siglo: en aquella, al menos,
podían percibirse rasgos de racionalidad. Ni el aislacionismo ni el populismo
ofrecen soluciones a estos problemas, sino todo lo contrario, son aberraciones
emocionales que los agravarían. Por eso los europeos deben recordar que 2017 es
el primer año del resto de nuestras vidas y no dejarse llevar por el arrebato
ciego. Nos jugamos el futuro.
Gabriel Tortella es economista
e historiador
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