Hágase justicia, perezca el
mundo
«Utopía», de
Tomás Moro, cumple cinco siglos. Javier Gomá la enfrenta a los populismos en
ascenso. «Cualquier programa de cambiar aceleradamente el mundo por otro más
perfecto, en lugar de trabajar por mejorarlo, ignora la realidad», asegura
La
realidad se halla regida por el principio fundamental de la imperfección. La
constatación de este hecho, que se impone tarde o temprano en la experiencia
personal, lleva a algunos a la resignación. A otros, en cambio, a la rebeldía.
Dentro de este segundo grupo, los hay que quieren mejorar la realidad pero los
hay también que quisieran cambiarla por otra de nueva planta. Reformismo o
revolución. El reformista acepta algún grado de negociación con la imperfección
inmanente al mundo dejándose contagiar inevitablemente por ella, mientras que
el revolucionario pertenece al linaje de los puritanos, cualquier contagio le
parece infamante y no acepta nada por debajo de la perfección estricta. El
conflicto sobreviene cuando este último, movilizando fuerzas sociales y
materiales, intenta trasladar la utopía alumbrada en su imaginación a los
espacios densos y resistentes de la realidad y esta se muestra indócil a su
plan extremista. La tentación del utopista es castigar a la realidad por su
torpe insumisión y es entonces cuando la utopía, en nombre de la virtud, tiende
a convertirse en máquina del terror.
Un
círculo vicioso
Cuenta
Peter Ackroyd en su biografía de Tomás Moro que este, más que un escritor
humanista a la manera de Erasmo y Vives, se presenta en su Utopía como un
consumado satírico, acerado fustigador de abusos regios y eclesiásticos. En la
primera parte de su libro, el explorador Hitlodeo exagera la degeneración y las
corrupciones de la Inglaterra de su tiempo y pinta una sociedad irreformable,
encerrada en un círculo vicioso: «Decidme: si dejáis que sean mal educados y
corrompidos en sus costumbres desde niño, para castigarlos luego de hombres,
por los delitos que ya desde su infancia se preveía que tendrían lugar, ¿qué
otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para luego castigarlos?».
El
dilema entre reforma o revolución asume la apariencia de una discusión sobre si
la filosofía debe o no intervenir en los asuntos políticos. Moro cree que sí,
siempre que se prescinda de la antigua escolástica y se use «otra» filosofía,
más atenta al contexto dramático y dotada del tacto requerido para proponer
mejoras prácticas y viables. Hitlodeo, en cambio, niega cualquier posibilidad
de reforma social inducida por la filosofía y juzga que la sociedad fundada en
la propiedad privada y el dinero es completamente irreformable. Y ante la
imposibilidad de mejorar el mundo, sólo queda el recurso a cambiarlo. Ese otro
mundo distinto, organizado sobre bases enteramente nuevas, mundo próspero,
racional, virtuoso, comunitario y sin clases sociales, es la Utopía descrita en
la parte segunda del libro.
Utopía
es un libro de literatura, hijo de la imaginación. ¿ Qué ocurriría si alguien
tuviera un día la humorada de llevarlo a la práctica? Un espanto colosal. La
supuesta utopía ideal de Moro se descubre finalmente al lector como el delirio
de una planificación absoluta de todos los ámbitos de la vida humana, llegando
a unos detalles casi patológicos de reglamentación, nivelación y uniformización
de las ciudades y sus habitantes. Los pobladores de la isla utópica serán
felices quizá, si hemos de creer a Moro, pero como puedan serlo los robots, sin
individualidad diferenciadora. La isla de Utopía ejemplifica ese Estado
perfeccionista que obliga a los ciudadanos a ser felices, pero no felices cada
uno a su manera, sino todos de la misma, la establecida por el fundador.
Hay
quien mata por las ideas y hay quien muere por ellas. Moro es,
paradigmáticamente, de la segunda clase. Y eso que de algunas de sus ideas duda
hasta él mismo y, en un juego muy cervantino, las somete a un baño de fina
ironía. Así, tras las dos largas peroratas de Hitlodeo, en apariencia portavoz
de las opiniones del autor del libro, toma la palabra sorprendentemente Tomás
Moro para distanciarse de las posiciones radicales del explorador visionario.
La
virtud y el terror
Por
desgracia, otros utopistas antes y después de Moro se han tomado a sí mismos
bastante más en serio. En la misma Inglaterra, siglo y medio más tarde,
Cromwell, apóstol de la libertad republicana, presa de su fanatismo puritano,
acaba instituyendo una tiranía intolerante y represiva. Robespierre, llamado el
Incorruptible, escribe que su gobierno popular debe combinar la virtud y el
terror: «La virtud, sin la cual el terror es cosa funesta; el terror, sin el
cual la virtud es impotente. El terror no es otra cosa que la justicia expeditiva,
severa, inflexible». Y este enamorado de la virtud, decepcionado por la falta
de celo de sus conciudadanos, instaura el Terror contra ellos y se aplica a
rebanarles el cuello a gran escala. Fiat justitia, pereat mundus. Los
totalitarismos del siglo XX han llevado hasta sus últimas consecuencias la
conexión íntima existente entre el perfeccionismo de la utopía política y el
horror derramado en un mundo abierto, relativo y plural que se resiste a su
cumplimiento.
Promesa
de felicidad
Una
filosofía con tacto y atenta al contexto dramático percibe el salto entre el
ser de la realidad y el deber- ser de la utopía, portadora siempre de una
promesa de felicidad. Una realidad sin utopía carece de moralidad y de
finalidad y es, en consecuencia, inhumana. Pero el deber-ser de la utopía no
es, propiamente no existe en la realidad, sino que señala direcciones a esta a
largo plazo. Cualquier programa demagógico o populista de cambiar
aceleradamente el mundo por otro más perfecto, en lugar de trabajar por mejorarlo,
ignora el principio fundamental que rige la realidad.
Ni
utopistas como Hitlodeo, ni simples realistas como el Maquiavelo de El Príncipe
(rigurosamente contemporáneo de Utopía). Seamos como Tomás Moro: realistas en
perspectiva utópica o idealistas autoirónicos.
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nov. 2016 ABC Cultural JAVIER GOMÁ LANZÓN
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