Savonarola: la ciudad en
llamas
El dominico
soñó con construir el reino de Dios en este mundo. Un utópico «asalto a los
cielos» desde Florencia que tuvo en contra a Maquiavelo
El
9 de marzo de 1498, Nicolás Maquiavelo, en carta a Ricciardo Becchi, narra las
últimas predicaciones del frate Savonarola: «Comentando el texto del Éxodo, en
aquel pasaje en el que se dice que Moisés dio muerte a un egipcio, proclamó que
el egipcio eran los hombres malvados y Moisés el predicador que les daba
muerte, descubriendo sus vicios. Gritó entonces: ¡egipcio, también yo quiero
asestarte una puñalada! Y ahí mismo comenzó a despedazar vuestros libros, ¡oh
sacerdotes!, y a trataros en modo tal que ni aun los perros se hubieran dignado
comeros; a continuación, añadió que él quería rematarlo y asestar al egipcio una
nueva gran herida, y dijo que Dios le había dicho que uno había en Florencia
que trataba de hacerse tirano y que estaba poniendo en marcha prácticas y modos
que le permitieran triunfar, y que querer expulsar al fraile, excomulgar al
fraile, perseguir al fraile, era querer edificar, querer construir, querer
elevar a un tirano...».
La
triple reiteración de Maquiavelo, «expulsar al fraile, excomulgar al fraile,
perseguir al fraile», responde con exactitud a la situación de ese año de 1498,
en el que ya el Papa Alejandro VI ha optado por la excomunión del dominico y
está en marcha la confluencia entre las grandes familias de la ciudad y una
autoridad papal que, durante demasiado tiempo, había tratado de suavizar las
relaciones con el predicador y de llegar con él a una amistosa componenda.
Purificar
Florencia
Savonarola
no es el primero en haber soñado con construir el reino de Dios en este mundo.
Pero su Tratado para la gobernación de Florencia hace jugar esa hipótesis de
asalto a los cielos, no sobre un campesinado ignorante y mísero, sino sobre la
sociedad más culta y rica de su tiempo: la florentina.
Su
idea fue la de purificar Florencia en tres etapas. La primera instauraría el
«paraíso mundano», prosperidad material que, al ser garantizada por Dios, no precisaría
siquiera de defensa. El segundo momento, el de la «Ciudad espiritual», una vez
suprimida toda necesidad y toda pobreza, liberaría a los ciudadanos de las
preocupaciones materiales, para dedicarlos a los asuntos del espíritu.
Finalmente, la ciudad desembocaría en la «bienaventuranza eterna»: se habría
completado, sin conflicto, el tránsito entre paraíso mundano y salvación. Y
así, proclama Savonarola, «siendo, como ya hemos referido, el presente gobierno
más obra de Dios que de los hombres, aquellos ciudadanos que, con gran celo y
respeto hacia Dios y el bien común, y observando los puntos mencionados, se
esfuercen dentro de sus posibilidades a perfeccionarlo, conquistarán felicidad
terrena, espiritual y eterna… En primer lugar, se librarán de la servidumbre
del tirano, cuya crueldad hemos descrito… Vivirán en libertad, que es cosa más
preciada que todo el oro y la plata… En tercer lugar, por todo esto, los
ciudadanos no solamente merecerán la felicidad ultraterrena, sino que también
aumentarán mucho sus méritos y crecerá su corona en el Cielo; porque Dios
otorga el máximo don a quien gobierna bien una ciudad».
No
hay metáfora en el proyecto de Savonarola, no nos equivoquemos: todo es de una
literalidad escalofriante. Dios es el único gobernante de Florencia. Y él, su
profeta, no hace otra cosa que transcribir las palabras que Dios dicta. Esas
que, en octubre de 1495, transmite, por ejemplo, al rey de Francia Carlos VIII,
a quien juzga poco acorde con los mandatos divinos que le ha venido revelando: «Observad
lo que os he predicho, esto es, la rebelión de vuestros pueblos y las grandes
dificultades que habríais de tener por parte de vuestros adversarios, de lo
cual no creáis haberos liberado por vuestra fuerza sino tan sólo por la
misericordia de Dios, mediante la oración que nosotros hemos realizado para el
mantenimiento de vuestra gloria. Nuevamente, de parte de Dios, os anuncio que
si no creéis y no os aprestáis a restituir a los florentinos lo que es suyo,
Dios revocará vuestra elección».
Lucidez
implacable
Maquiavelo
y Francesco Guicciardini, que fueron sus enemigos, lo admiran por su potencia
movilizadora del pueblo llano, del popolo minuto. Al tiempo que lo saben
funesto para la ciudad. Savonarola, proclaman, fue un personaje grandioso,
culto, inteligente, moralmente impecable. Y fue catastrófico, no pese a ser
grande, culto, inteligente y moralmente impecable; fue catastrófico por ser
grande, culto, inteligente y moralmente impecable. Por tener la capacidad de
poner en marcha algo que en sí mismo sólo lleva a lo peor: la idea, delirante,
de poner la teología al mando de la política.
Es
la lección que todos los florentinos de la generación maquiaveliana han
extraído de esos años utópicos, sin por ello degradar personalmente al
personaje. Leer lo que Maquiavelo escribe sobre Savonarola, en la
Correspondencia o en la Historia de Florencia, es asistir al despliegue de una
lucidez implacable: el fraile fue un personaje grande y fatídico. Leer lo que
Guicciardini escribe de él en su Historia florentina y en su Historia de
Italia, es ver nacer la historiografía moderna: Savonarola aparece allí como el
más brillante de los hombres; y germen sólo de muerte. O ardía él, o la ciudad
ardía. Es el retrato de un mundo imposible, que J. L. Rodríguez García dibuja
en su bella novela sobre el dominico: El ángel vencido.
Maquiavelo
y Guicciardini han aprendido de esa desastrosa santidad esto: que nunca más,
bajo ningún concepto, debe aceptarse imponer cánones teológicos a la política.
Que nunca más, bajo ningún concepto, la proyección de modelos morales sobre lo
político puede repetirse. Nunca más, la santidad en el gobierno de la Señoría.
Nunca más, la utopía del asalto a los cielos, del inmaculado reino de Dios en
la tierra. Santidad, en política, es sinónimo de muerte.
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Nov. 2016 ABC Cultural GABRIEL ALBIAC
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